El genocidio de los rohinyá
Middle East Monitor
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández |
Visita
de Emine Erdogan, esposa del presidente de Turquía, al campo de
refugiados musulmanes rohinyá de Kutupalong, Bangladesh, 7 de septiembre
de 2017
(Foto: Mustafa Oztartan/Agencia Anadolu)
Hasta
cierto punto, Aung San Suu Kyi es un falso profeta. Glorificada por
Occidente durante muchos años, se convirtió en un “icono de la
democracia” al oponerse a las mismas fuerzas militares que siguen hoy
controlando su país, Birmania, en una época en que la coalición
occidental dirigida por EEUU mantenía en aislamiento a Rangún por su
alianza con China.
Aung San Suu Kyi jugó su papel como se
esperaba que lo hiciera, consiguiendo la aprobación de la Derecha y la
admiración de la Izquierda. Y por eso ganó el Premio Nobel de la Paz en 1991, incorporándose al elevado grupo de “Los Mayores”, mientras los medios de comunicación y diversos gobiernos la promocionaban como figura heroica a emular.
Hillary Clinton la describió
en una ocasión como “esta extraordinaria mujer”. El recorrido de la
“Lady” birmana de ser una paria política en su propio país, donde estuvo
confinada bajo arresto domiciliario durante quince años, acabó
finalmente en triunfo cuando se convirtió en la líder de Birmania tras
una elección multipartidista celebrada en 2015. Desde entonces, ha
visitado muchos países, cenado con reinas y presidentes, pronunciado
discursos memorables, recibido premios mientras iba limpiando, con
perfecto conocimiento de causa, la imagen del muy brutal ejército al que
se había opuesto durante tantos años. (Incluso hoy, el ejército birmano
tiene un poder casi de veto sobre todos los aspectos del gobierno.)
Pero la gran “humanitaria” parece haber agotado su aura de honestidad
cuando su gobierno, ejército y policía iniciaron una extendida operación
de limpieza étnica contra “el pueblo más oprimido sobre la Tierra”, los rohinyá.
Este pueblo indefenso ha sido sometido a un genocidio sistemático y
brutal, cometido a través del esfuerzo conjunto del ejército, la policía
y una mayoría de nacionalistas budistas birmanos.
Las llamadas “Operaciones de Limpieza” han matado a cientos de rohinyá en los últimos meses, obligando a más 250.000 seres llorosos, aterrados y hambrientos a escapar de cualquier manera para poder salvar la vida. Cientos de ellos han perecido en el mar o han sido atrapados y asesinados en la jungla.
Las historias de asesinatos y destrucción recuerdan la limpieza étnica del pueblo palestino durante la Nakba de 1948. Y no debería sorprendernos que Israel sea uno de los grandes proveedores de armas
del ejército birmano. A pesar del extendido embargo armamentístico de
muchos países respecto a Birmania, el ministro de Defensa de Israel,
Avigdor Lieberman, insiste en que su país no tiene intención alguna de
interrumpir sus envíos de armas al despreciable régimen de Rangún, que
está utilizando de forma muy activa esas armas contra sus propias
minorías, no sólo los musulmanes del estado de Rakáin al oeste del país,
sino también contra los cristianos del norte.
Uno de los envíos de Israel lo anunció la compañía israelí Tar Ideal Concepts
en agosto de 2016. La compañía mostraba con orgullo cómo sus rifles
Corner Shot estaban ya siendo utilizados por el ejército birmano.
La historia de Israel está plagada de ejemplos
de apoyos a juntas brutales y regímenes autoritarios, pero ¿por qué se
han posicionado como los guardianes de una democracia que se mantiene en
silencio sobre el baño de sangre en Birmania?
Desde octubre del
pasado año, casi un cuarto de la población rohinyá ha sido expulsada de
sus hogares. El resto podría seguirles en un futuro próximo,
convirtiendo un crimen colectivo en una situación casi irreversible.
Aung San Suu Kyi ni siquiera ha tenido el coraje moral de expresar unas
palabras de compasión hacia las víctimas. En cambio, sólo hizo una
declaración con la que no se comprometía a nada:
“Tenemos que cuidar de todos los que están en nuestro país”. Mientras
tanto, su portavoz y otros voceros lanzaron una campaña vilipendiando a
los rohinyá, acusándoles de quemar sus propias aldeas, de inventar sus
propias violaciones, mientras se referían a los que se atrevían a
resistir como “yihadistas”,
confiando en vincular el genocidio en curso con la campaña orquestada
por Occidente para difamar a los musulmanes en todas partes.
Pero informes bien documentados nos ofrecen algo más que una ojeada de
la desgarradora realidad experimentada por los rohinyá. Un reciente informe de la ONU
detalla el relato de una mujer cuyo marido había sido asesinado por los
soldados en lo que lo ONU describe como ataques “extendidos y
sistemáticos” que “muy probablemente representan crímenes contra la humanidad”.
“Me arrancaron la ropa y me violaron, eran cinco soldados”, dijo la desconsolada mujer.
“Mi bebé de ocho meses no paraba de llorar de hambre cuando entraron en
mi casa porque me tocaba darle de mamar, pero le callaron con un
cuchillo”.
Los refugiados que huyeron hacia Bangladesh tras un viaje de pesadilla relataron el asesinato de niños,
la violación de mujeres y la quema de aldeas. Algunos de estos relatos
han podido verificarse a través de las imágenes por satélite
proporcionadas por Human Rights Watch, que muestran aldeas destruidas por todo el estado.
En realidad, el horrible destino de los rohinyá no es que sea algo
nuevo del todo. Pero la particularidad que está mostrando en estos
momentos es que Occidente está ahora completamente del lado del mismo
gobierno que perpetra estos actos atroces.
Y hay una razón para eso: el petróleo.
Hereward Holland, informando desde Ramree Island, escribió sobre la “caza del tesoro escondido de Myammar (Birmania)”.
Depósitos inmensos de petróleo que han permanecido sin explotar debido a
las décadas de boicot occidental al gobierno de la junta militar están
ahora disponibles al mayor postor. Es un momento de vacas gordas para
las grandes de petróleo y están todas invitadas. Shell, ENI, Total,
Chevron y muchas otras están invirtiendo grandes sumas para explotar los
recursos naturales del país, mientras los chinos –que dominaron la
economía birmana durante muchos años- están siendo lentamente
expulsados.
En efecto, la rivalidad sobre las riquezas sin
explotar de Birmania está en su apogeo en décadas. Son estas riquezas –y
la necesidad socavar el estatus de superpotencia de China en Asia- lo
que ha hecho que Occidente cambiara de posición e instalara a Aung San
Suu Kyi como líder de un país que no ha cambiado nada en lo fundamental,
no ha hecho más que darse un nuevo nombre para allanar el camino para
el regreso de las “Grandes del Petróleo”.
Pero son los rohinyá quienes están pagando el precio.
Que la propaganda oficial birmana no les confunda. Los rohinyá no son extranjeros, intrusos o inmigrantes en Birmania.
Su reino de Arakán
data del siglo VIII. Durante los siglos siguientes, los habitantes de
ese reino conocieron el Islam a través de los comerciantes árabes y, con
el tiempo, se convirtió en una región de mayoría musulmana. Arakán es
el actual estado de Rakáin en Birmania, donde viven aún la mayor parte
de los 1,2 millones de rohinyá que se estima hay en el país.
La
noción falsa de que los rohinyá vienen de fuera se inició en 1784,
cuando el rey birmano conquistó Arakán y obligó a cientos de miles a
huir. Muchos de los que llegaron a Bengala expulsados de sus hogares,
volvieron finalmente.
Los ataques contra los rohinyá y los
constantes intentos de expulsarlos de Rakáin, se han ido renovando
durante varios períodos de la historia, por ejemplo: en 1942, tras la
derrota japonesa de las fuerzas británicas estacionadas en Birmania; en
1948; en 1962, tras el golpe de Estado por parte del ejército; en 1977,
como resultado de la llamada “Operación Rey Dragón”, donde la junta
militar expulsó de sus hogares hacia Bangladesh a 200.000 rohinyá, y así
sucesivamente.
En 1982, el gobierno militar aprobó la Ley de Ciudadanía
que despojaba a los rohinyá de la ciudadanía, declarándoles ilegales en
su propio país. La guerra contra los rohinyá empezó de nuevo en 2012.
Desde entonces, cada uno de los episodios ha ido siguiendo una narrativa
típica: “enfrentamientos comunales” entre budistas y rohinyá, que han
hecho a menudo que decenas de miles del segundo grupo sean expulsados a
la bahía de Bengala, a la selva y, quienes logran sobrevivir, a los campos de refugiados.
En medio del silencio internacional, sólo unas pocas respetadas figuras, como el papa Francisco, se han manifestado en apoyo de los rohinyá en una oración profundamente conmovedora el pasado mes de febrero.
Los rohinyá son “gente buena”, dijo el Papa. “Son gente pacífica y son
nuestros hermanos y hermanas”. Su petición de justicia no fue nunca
atendida.
Los países árabes y musulmanes permanecieron silenciosos en su mayoría, a pesar de las protestas públicas para que se hiciera algo que pusiera fin al genocidio.
Informando desde Sittwe, la capital de Rakáin, el veterano periodista británico Peter Oborne describió lo que había visto en un artículo publicado por el Daily Mail el 4 de septiembre:
Hará
justo cinco años, 50.000 habitantes de los 180.000 que se estimaba
había en la ciudad, pertenecían al grupo étnico musulmán rohinyá. Hoy
quedan menos de 3.000. Y no son libres de andar por las calles. Están
confinados en un gueto diminuto rodeado de alambre de espino. Guardias
armados impiden que puedan entrar visitantes o que puedan salir ellos.
Los gobiernos occidentales, conocedores de esa realidad a través de sus
muchos emisarios sobre el terreno, han ignorado en cualquier caso unos
hechos indiscutibles.
Cuando las corporaciones estadounidenses,
europeas y japonesas hicieron cola para explotar los tesoros de
Birmania, todo lo que necesitaron fue el gesto de aprobación
del gobierno de EEUU. La administración de Barack Obama alabó la
“apertura” de Birmania incluso antes de que las elecciones de 2015
colocaran en el poder a Aung San Suu Kyi y su Liga Nacional por la
Democracia. Tras esa fecha, Birmania se convirtió en otra “historia de
éxito” estadounidense, ajenos, por supuesto, a los hechos de un
genocidio que lleva años perpetrándose en aquel país.
Es
probable que la violencia en Birmania aumente y alcance a otros países
de la ASEAN, simplemente porque los dos principales grupos étnicos y
religiosos en esos países están dominados y casi divididos entre
budistas y musulmanes.
Es probable que el triunfante regreso de
EEUU-Occidente para explotar las riquezas birmanas y las rivalidades
entre EEUU y China compliquen aún más la situación si la ASEAN no pone
fin a su desastroso silencio e inicia una determinada estrategia para presionar a Birmania a que ponga fin a su genocidio de los rohinyá.
Los pueblos de todo el mundo deberían adoptar una posición.
Las comunidades religiosas deberían manifestarse. Los grupos por los
derechos humanos deberían hacer más para documentar los crímenes del
gobierno birmano y responsabilizar a quienes le están suministrando
armamento.
El respetado obispo sudafricano Desmond Tutu reprendió con firmeza a Aung San Suu Kyi por cerrar los ojos ante el genocidio en curso.
Es lo menos que podemos esperar del hombre que se enfrentó al Apartheid
en su propio país y escribió estas famosas palabras: “Si te mantienes
neutral en situaciones de injusticia, has elegido el lado del opresor”.
El
Dr. Ramzy Baroud lleva más de veinte años escribiendo sobre Oriente
Medio. Es un columnista internacional, consultor de medios, autor de
varios libros y fundador de PalestineChronicle.com. Su último libro es “My Father Was a Freedom Fighter: Gaza’s Untold Story” (Pluto Press, Londres). Su página web es: www.ramzybaroud.net
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