José Antonio Rojas Nieto
La Jornada
Comentémoslas una vez más. Así
sea brevemente. Hay dos nuevas características delicadas en la economía
estadunidense. Una primera, la enorme dificultad para que, en cada fase
de crisis la tasa de desempleo recupere los menores niveles previos. Y
es que al hablar de crisis inmediatamente hablamos de más desempleo.
Registrado incluso de forma acelerada, abrupta, violenta. De una tasa de
4.4 por ciento a comienzos de 2007 hasta una tasa de 10 por ciento a
finales de 2009. En febrero de 2017 apenas 4.7 por ciento. Más de siete
años para llegar a esa tasa.
Todavía hoy mayor que la previa a la crisis. Y una segunda, la cada
vez más extensa duración media del desempleo. Duración incrementada por
la crisis y disminuida luego de ésta, pero a periodos mayores a los
previos a la crisis. De 16 semanas en promedio a mediados de 2011 hasta
41 semanas a mediados de 2011. En febrero de 2017 apenas 25 semanas.
Casi seis años para ese todavía muy alto promedio. Impresionantes
expresiones de la más reciente crisis. Pues bien, son dos
características que permiten afirmar que los trabajadores estadunidenses
y, acaso con más fuerza, los inmigrantes (en este caso ambas tasas son
más exacerbadas en sus efectos) viven una angustia laboral creciente.
Pero hay más. Se agregan dos más. Tremendas. Angustiantes. Ya propias
del desarrollo actual. La tercera, entonces, la cada vez menor
participación de las remuneraciones en el producto (PIB). Y la cuarta,
la tendencia a la baja relativa del salario real, con una evolución
siempre inferior a la de la productividad.
Veámoslos con detenimiento. En datos anuales las máximas pero
irrepetibles participaciones de las remuneraciones a los empleados en el
producto se ubican en 51 por ciento. Justamente en los años 1953 y
1970. Como contraparte, la participación de la suma del llamado
excedente bruto de explotación (ingreso bruto de empresas financieras y
no financieras) de los impuestos netos de subsidios (ingreso
gubernamental) y de los denominados ingresos mixtos (ingreso de pequeños
empresarios donde se mezclan compensaciones e ingresos de empresas)
resulta menor. Justamente de 49 por ciento. Pues bien, si pese a las
pequeñas variaciones registradas de 1948 a 1974 reconocemos un promedio
del orden de 50 por ciento para las compensaciones de los empleados
entre 1947 y 1974, de 1975 a la fecha no encontramos ningún periodo en
el cual esta participación pueda –con cierta lógica– promediarse. ¿Por
qué? Porque desde 1975 ha caído continuamente.
Cierto, ha habido altas y bajas. Pero –reiterémoslo– en el marco de
un descenso persistente. ¿Cuál es la participación actual? Levemente
inferior a 45 por ciento. Pero el promedio de los pasados cinco años es
apenas superior a 43 por ciento. Llegó a 42.2 en su participación anual
en 2013. En buen romance esto significa que las compensaciones de
empleados en el vecino país han perdido –en promedio– no menos de siete
puntos porcentuales. ¡Es mucho! ¡Muchísimo! ¿Cuánto en dólares actuales
al año? Ni más ni menos que un millón 300 mil millones de dólares
estadunidenses de hoy. Más que el PIB de México, que actualmente es del
orden de un millón 100 mil millones de dólares, poco menos que esa
pérdida anual de los trabajadores de la economía vecina.
¿Se imagina el deterioro secular de la capacidad adquisitiva
de los trabajadores vecinos? Un análisis más detallado nos conduciría a
analizar esta participación en relación con el volumen de empleados –no
migrantes y migrantes– entre los que se distribuye esta compensación. A
reservas de hacerlo en algún momento –siempre tareas pendientes, sin
duda– conviene preguntarse en qué nivel de participación se va a detener
este indicador. ¿En cuál? ¿O acaso ya se detuvo el descenso de esta
participación? ¿Podría volver a elevarse? Es cierto –lo comenté hace
algunas semanas– que los últimos cuatro trimestres se ha registrado un
incremento de dos puntos porcentuales. Difícilmente seguirá esta
tendencia.
Las dificultades de la economía vecina –la reseña de ayer en La Jornada
presentada en la contraportada es contundente a este respecto– no
permiten abrigar ilusión de una mejoría salarial. Terminemos con el
cuarto indicador de la serie que trato de agrupar. Me refiero a la baja
relativa del salario real, cuya evolución histórica se caracteriza por
ser siempre inferior a la evolución de la productividad.
¿Datos? Tomemos dos indicadores del llamado Sector no financiero
de la economía. Veámoslo desde 1949: 1) la compensación real por hora
trabajada; 2) el producto real también por hora trabajada. La
compensación real por hora trabajada en el sector no financiero se elevó
una y media veces de 1947 a 2016. De un Índice 100 en el primer
trimestre de 1947 a un Índice 250 en el último trimestre de 2016. En
cambio, la producción real por hora trabajada subió tres y media veces.
También de un Índice 100 en el primer trimestre de 1947 a un Índice 450
en el último trimestre de 2016. Casi al doble. Las compensaciones crecen
a 2 por ciento como tasa media al trimestre. La productividad (evaluada
con ese indicador señalado) a 2.2 por ciento en la misma tasa. Si nos
concentramos en un periodo más reciente, por ejemplo del primer
trimestre de 2000 al último de 2016, las tasas muestran el mismo
comportamiento.
Crece más la productividad que el salario. Pero lo cierto es que el
salario real sólo creció 10 por ciento en términos reales en esos 17
años, mientras la productividad creció 28 por ciento. Esta es, entonces,
la cuarta característica secular de la economía vecina. Un crecimiento
inferior del salario respecto de la productividad, que no permite pensar
en mejorías sustantivas. Sí, en cambio, en deterioro relativo
creciente.
Así, considerando los cuatro indicadores presentados, no podemos
menos de afirmar que, efectivamente, el clima laboral de la economía
vecina es realmente complicado para los asalariados. Incluso
angustiante. Sobre todo para los de salarios medios o inferiores a los
medios. ¡Qué decir de los mínimos! Esto, por cierto, nos obliga a ver
los efectos por estrato salarial, aspecto que deberemos abordar en otro
momento. Sin duda.
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