Jean Stein se escondía
detrás de las voces que invitaba a su entorno, sea en un gran salón de
sus lujosos departamentos en Manhattan, una cena en un restaurante o en
sus libros y artículos. No callaba, pero nunca buscaba ser la
protagonista. Fue gran directora de un coro luminoso de voces.
El suyo era un entorno espectacularmente variado que incluyó a
algunos de los personajes más agudos y ferozmente inteligentes de las
últimas décadas: Gore Vidal, Edward Said, William Faulkner y Joan
Didion; actores como Dennis Hopper y Diane Keaton, biólogos premios
Nobel, decanos de universidades, artistas como Saul Steinberg y Jules
Feiffer, activistas y diplomáticos, disidentes famosos como Daniel
Ellsberg, abogados destacados de luchas contra dictadores y tiranos
dentro y fuera de Estados Unidos como Michael Ratner y Jose Pertierra,
directores de teatro contemporáneo de vanguardia (St. Ann’s Warehouse) y
de instituciones establecidas (Carnegie Hall, era patrona), la lista de
invitados a su coro parecía infinita.
Hace una semana, a los 83 años, la directora dejó caer su batuta y su
ser y Jean ahora vive en la memoria colectiva de su gran coro.
Jean llegó a este mundo con todo y nada. Hija de Jules Stein, quien
fue cofundador de una de las empresas de medios más poderosa de
Hollywood, MCA (la cual después se adueñó de Universal), Jean creció en
una famosa mansión en Beverly Hills (después fue comprada por Rupert
Murdoch). Ella nos contó una noche que en su fiesta de 16 años
(equivalente a una quinceañera), Judy Garland cantó para ella, en ese
entonces era una de las estrellas más famosas de Hollywood. Su niñez fue
lo que uno se imagina de la realeza de Hollywood, aunque en realidad,
contaba ella, era también un infierno helado donde el cariño era más
bien ficción. Su último libro, West of Eden, es, en parte, la historia de ese Los Ángeles moderno a través de varias familias poderosas, incluida la suya.
Jean huyó de ahí para irse a estudiar a Nueva York y París, entre
otros lugares. A los 19 años empezó una amistad (y breve romance) con
Faulkner. Su entrevista al escritor premio Nobel para Paris Review –una
de las revistas literarias más influyentes de esos tiempos– aún es
utilizada en escuelas de periodismo como ejemplo extraordinario. Al
preguntarle si había un secreto para ser un escritor exitoso, Faulkner
contestó que era
99 por ciento talento, 99 por ciento disciplina y 99 por ciento trabajo. Jean trabajó durante años en París para Review con George Plimpton, antes de mudarse a Nueva York para trabajar con Esquire.
Pero fue como directora editorial de la revista cultural Grand Street (1990-2004)
donde logró su objetivo de combinar voces de varios mundos, sobre todo
literatura, artes visuales y ciencias, o sea, lo que hacía –explicó– en
su casa.
Jean se destacó en crear un estilo de periodismo: historia oral,
contar una historia con un mosaico de voces (menos la suya). Sus libros
son exclusivamente eso. Edie, an American Biography (1982), editada por el legendario George Plimpton, se enfocó en Edie Sedgewick –una musa de Andy Warhol– que se convirtió en un bestseller internacional
contando a través de esta joven (amiga de Jean) parte de la época e
historia cultural de los años 60. Antes había publicado American Journey: The Times of Robert Kennedy,
retrato a través de entrevistas con su círculo íntimo, al cual tuvo
acceso por su primer marido, William vanden Heuvel, quien fue un
asistente del famoso político, y su último, West of Eden (2016), sobre la influencia de Hollywood contado por entrevistas a lo largo e 20 años (incluida su familia).
Sus artículos también usaban una combinación de voces de protagonistas, con el ejemplo más reciente un largo reportaje sobre el Tropicana en la Cuba de los 50,
contada por los que cantaron, bailaron, bebieron y se pelearon ahí, una
especie de historia oral periodística que en este caso logró con la
asistencia de Elizabeth Coll.
Su voz no aparecía, pero su batuta hacía cantar a las voces de la
historia que reportaba. De hecho, aun en persona, en sus fiestas, en
cenas sólo entre unos cuantos amigos, prefería no hablar mucho de sí
misma, y menos se dejaba entrevistar (a veces insistía en que ella no
tenía nada de interesante). Pero eso sí, preguntaba, y no sólo a los
famosos o los destacados, sino a todos.
Algunas de las veces en que se le veía más feliz era en las calles
con gente anónima. Gozaba dar vueltas en un lugar como La Habana e
intercambiar –preguntar– con real curiosidad a la gente con quien se
encontraba. O platicar y comer de todo en una fonda oaxaqueña en un
rincón de Los Ángeles, muy retirado de los barrios dorados casi
mitológicos de donde provenía. O en una cena informal con puros cuates,
donde se deleitaba burlándose de lo pretensioso y lo falso, algo en lo
cual era experta y honesta.
Jean invitaba a una especie de oasis como anfitriona de lo que era un
salón, donde de repente uno podría toparse con medio mundo, desde una sesión par elaborar estrategias para el movimiento por la paz donde asistían desde altos funcionarios de Naciones Unidas, a líderes tanto actuales como históricos de esta causa (entre ellos, por ejemplo, Tom Hayden), a una amplio intercambio con Mariela Castro (Jean admiraba el trabajo de la hija de Raúl) a una presentación de un libro de alguna estrella de cine. Por supuesto había disputas y reconciliaciones, se tejía cultura y no necesariamente se respetaba lo respetable (ella más bien se burlaba con su risa muy particular). Fue en una de sus famosas fiestas hace muchos años que Gore Vidal y Norman Mailer se comunicaron a golpes.
Su hija, Katrina vanden Heuvel, directora de la revista semanal The Nation, frecuentemente
era coanfitriona de estas convergencias, y con ello, de repente
aparecía toda la constelación de la crema del mundo que se considera
progresista.
Le encantaba enterarse y a veces apoyar a esfuerzos que admiraba (La Jornada, entre ellos).
Se extrañará la voz de esta directora de voces.
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