Guillermo Almeyra
La Jornada
Todos los días hay una
noticia nueva que debería educar a las víctimas del capitalismo sobre a
quién sirve este sistema y adónde va en su marcha incesante hacia una
mayor explotación.
En México, por ejemplo, el gobierno estudia reducir las ya míseras
pensiones hasta un máximo equivalente a sólo 10 salarios mínimos, al
mismo tiempo que exhibe el lujo y el despilfarro de una ínfima minoría
de millonarios que esquilma al país. En Japón, al mismo tiempo, el
ministro de Hacienda propone muy seria y formalmente, en el Parlamento,
que los ancianos se apresuren a morir, que el
pueblo del tubopida el cese de los cuidados intensivos y, en general, que los atendidos por el Estado, falleciendo, dejen de sufrir la vergüenza de la asistencia oficial (como si la misma no fuese un derecho, es decir, el cobro de salarios diferidos de una vida de trabajo). Esta propuesta es particularmente criminal cuando uno piensa que en la población japonesa la mayoría tiene más de 60 años.
Al mismo tiempo, estalla el escándalo de Los papeles de Panamá,
que prueban la participación delictiva desde la tía del Borbón rey de
España hasta primeros ministros y presidentes, como Piotr Poroshenko, de
Ucrania, y Mauricio Macri, de Argentina, pasando por otros políticos de
derecha de la talla del premio Nobel peruano Mario Vargas Llosa. Todos
ellos se desgarraban las vestiduras ante la
opacidadde la política económica de sus adversarios
progresistas, supuestamente en defensa de las leyes y los bienes comunes.
Mientras todos los ciudadanos, incluso los más pobres, pagan
impuestos como el IVA, que grava medicinas y alimentos, estos señores
creen que por derecho divino pueden evadir impuestos, promover la
defraudación fiscal y lavar dinero. Por supuesto, saben que la
exportación ilegal de capitales aumenta la deuda externa, que nadie
construye gratuitamente hospitales y escuelas y que los bajos salarios
de los profesores traen por consecuencia un bajo nivel de la educación
pública. Pero todo eso les interesa un comino a estos asaltantes,
quienes incluso simulan ser patriotas (el francés Le Pen) mientras
debilitan al Estado capitalista que dicen defender.
Macri, por ejemplo, mientras era gobernador de la ciudad de Buenos
Aires, tenía, al igual que su padre y su hermano, compañías para ocultar
dinero al fisco en refugios fiscales, cosa que no mencionó en su
declaración de impuestos como jefe de gobierno. Ahora, para justificar
su delito, dice que cerró esa empresa. Es como si un ladrón se
justificara diciendo: sí, hasta ayer robé en aquella esquina, pero hace
unos días dejé de hacerlo, momentáneamente. No sólo eso, sino que, para
desviar la atención pública de los efectos sociales de su política de
brutal ajuste y de los escándalos desde los primeros días de gobierno,
detiene con gran escándalo judiciario y de medios a miembros del
anterior gobierno kirchnerista que, en comparación con él y sus
ministros, por mucho que hayan robado, sólo son vulgares ladrones
pueblerinos de gallinas.
La economía mundial en crisis reduce la producción de
plusvalía de las industrias que trabajan a mitad de su capacidad porque
no tienen ya el mismo mercado que antes. Los capitalistas, como siempre,
tratan de redistribuir esa masa a costa de los grupos más débiles. Si
la especulación financiera no les basta, eligen entonces el camino
ilegal.
El capitalismo vive de la nueva esclavitud, la explotación del
trabajo asalariado. Reduce los pagos reales tanto como puede, hasta
donde la relación de fuerzas se lo permite, y trata de reducir al mínimo
los salarios indirectos (educación, subsidios, pensiones), pero no
des-deña la estafa, el despojo, el robo de lo público. No sólo es un
régimen basado en la explotación: es también un régimen corrupto,
antisocial, inmoral, en el que teóricamente producir pan o vender drogas
es sólo una cuestión de comparación de las ganancias en cada rubro, ya
que lo que cuenta es el lucro individual y no el interés colectivo.
Por eso estallan cada tanto grandes escándalos. A fines del siglo
XIX, Panamá –donde el francés Ferdinando de Lesseps construía un canal
sobre la base del despojo de territorio a Colombia y de la corrupción de
los grandes señores panameños– estalló como el primer gran escándalo
del capitalismo del siglo XX. Ahora, a principios del siglo XXI, explota
allí mismo otro escándalo, que se basa en que Panamá es un Estado
parasitario y basado en el fraude internacional, que presta la bandera
nacional a navieras que no quieren pagar lo normal a sus marinos y se
apoya en el silencio cómplice de sus bancos, los cuales saben que tratan
con evasores y delincuentes.
Para hacer imposibles estos escándalos bastaría con nacionalizar los
bancos en cada país, para evitar que éstos construyan sistemas de
muñecas chinas en los que cada caja esconde una caja diferente, o
prohibir las inversiones en los paraísos fiscales y, en el caso de las
navieras con bandera de protección, establecer salarios internacionales.
Por eso, protestar ante un escándalo como este, pero no hacer nada,
sólo muestra la hipocresía de los capitalistas que aprovechan el
escándalo para sus luchas internas.
En la Argentina, el Frente de Izquierda y de los Trabajadores,
mediante sus diputados, exigió que el Parlamento convocase a Macri a dar
explicaciones y logró el apoyo de un grupo numeroso de diputados
kirchneristas (más de 80), dividiendo así al Frente para la Victoria,
importante sostén del mandatario argentino. Pero la lucha en el
Parlamento no basta si no va acompañada por una relación de fuerzas en
la calle favorable a quienes protestan, como lo demostraron esta semana
los islandeses al obligar a renunciar a su primer ministro. Como
cantaban en 1830 los tejedores de seda de Lyon alzados en armas en esa
Francia que desde hace una semana presencia manifestaciones contra el
proyecto de ley de trabajo:
vuestro tiempo acabará y nuestro tiempo llegará. Entonces tejeremos la mortaja del viejo mundo y se escucha ya la rebelión rugiente.
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