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lunes, 11 de abril de 2016

Los papeles de Panamá



Guillermo Almeyra
La Jornada
Todos los días hay una noticia nueva que debería educar a las víctimas del capitalismo sobre a quién sirve este sistema y adónde va en su marcha incesante hacia una mayor explotación.
En México, por ejemplo, el gobierno estudia reducir las ya míseras pensiones hasta un máximo equivalente a sólo 10 salarios mínimos, al mismo tiempo que exhibe el lujo y el despilfarro de una ínfima minoría de millonarios que esquilma al país. En Japón, al mismo tiempo, el ministro de Hacienda propone muy seria y formalmente, en el Parlamento, que los ancianos se apresuren a morir, que el pueblo del tubo pida el cese de los cuidados intensivos y, en general, que los atendidos por el Estado, falleciendo, dejen de sufrir la vergüenza de la asistencia oficial (como si la misma no fuese un derecho, es decir, el cobro de salarios diferidos de una vida de trabajo). Esta propuesta es particularmente criminal cuando uno piensa que en la población japonesa la mayoría tiene más de 60 años.
Al mismo tiempo, estalla el escándalo de Los papeles de Panamá, que prueban la participación delictiva desde la tía del Borbón rey de España hasta primeros ministros y presidentes, como Piotr Poroshenko, de Ucrania, y Mauricio Macri, de Argentina, pasando por otros políticos de derecha de la talla del premio Nobel peruano Mario Vargas Llosa. Todos ellos se desgarraban las vestiduras ante la opacidad de la política económica de sus adversarios progresistas, supuestamente en defensa de las leyes y los bienes comunes.
Mientras todos los ciudadanos, incluso los más pobres, pagan impuestos como el IVA, que grava medicinas y alimentos, estos señores creen que por derecho divino pueden evadir impuestos, promover la defraudación fiscal y lavar dinero. Por supuesto, saben que la exportación ilegal de capitales aumenta la deuda externa, que nadie construye gratuitamente hospitales y escuelas y que los bajos salarios de los profesores traen por consecuencia un bajo nivel de la educación pública. Pero todo eso les interesa un comino a estos asaltantes, quienes incluso simulan ser patriotas (el francés Le Pen) mientras debilitan al Estado capitalista que dicen defender.
Macri, por ejemplo, mientras era gobernador de la ciudad de Buenos Aires, tenía, al igual que su padre y su hermano, compañías para ocultar dinero al fisco en refugios fiscales, cosa que no mencionó en su declaración de impuestos como jefe de gobierno. Ahora, para justificar su delito, dice que cerró esa empresa. Es como si un ladrón se justificara diciendo: sí, hasta ayer robé en aquella esquina, pero hace unos días dejé de hacerlo, momentáneamente. No sólo eso, sino que, para desviar la atención pública de los efectos sociales de su política de brutal ajuste y de los escándalos desde los primeros días de gobierno, detiene con gran escándalo judiciario y de medios a miembros del anterior gobierno kirchnerista que, en comparación con él y sus ministros, por mucho que hayan robado, sólo son vulgares ladrones pueblerinos de gallinas.
La economía mundial en crisis reduce la producción de plusvalía de las industrias que trabajan a mitad de su capacidad porque no tienen ya el mismo mercado que antes. Los capitalistas, como siempre, tratan de redistribuir esa masa a costa de los grupos más débiles. Si la especulación financiera no les basta, eligen entonces el camino ilegal.
El capitalismo vive de la nueva esclavitud, la explotación del trabajo asalariado. Reduce los pagos reales tanto como puede, hasta donde la relación de fuerzas se lo permite, y trata de reducir al mínimo los salarios indirectos (educación, subsidios, pensiones), pero no des-deña la estafa, el despojo, el robo de lo público. No sólo es un régimen basado en la explotación: es también un régimen corrupto, antisocial, inmoral, en el que teóricamente producir pan o vender drogas es sólo una cuestión de comparación de las ganancias en cada rubro, ya que lo que cuenta es el lucro individual y no el interés colectivo.
Por eso estallan cada tanto grandes escándalos. A fines del siglo XIX, Panamá –donde el francés Ferdinando de Lesseps construía un canal sobre la base del despojo de territorio a Colombia y de la corrupción de los grandes señores panameños– estalló como el primer gran escándalo del capitalismo del siglo XX. Ahora, a principios del siglo XXI, explota allí mismo otro escándalo, que se basa en que Panamá es un Estado parasitario y basado en el fraude internacional, que presta la bandera nacional a navieras que no quieren pagar lo normal a sus marinos y se apoya en el silencio cómplice de sus bancos, los cuales saben que tratan con evasores y delincuentes.
Para hacer imposibles estos escándalos bastaría con nacionalizar los bancos en cada país, para evitar que éstos construyan sistemas de muñecas chinas en los que cada caja esconde una caja diferente, o prohibir las inversiones en los paraísos fiscales y, en el caso de las navieras con bandera de protección, establecer salarios internacionales. Por eso, protestar ante un escándalo como este, pero no hacer nada, sólo muestra la hipocresía de los capitalistas que aprovechan el escándalo para sus luchas internas.
En la Argentina, el Frente de Izquierda y de los Trabajadores, mediante sus diputados, exigió que el Parlamento convocase a Macri a dar explicaciones y logró el apoyo de un grupo numeroso de diputados kirchneristas (más de 80), dividiendo así al Frente para la Victoria, importante sostén del mandatario argentino. Pero la lucha en el Parlamento no basta si no va acompañada por una relación de fuerzas en la calle favorable a quienes protestan, como lo demostraron esta semana los islandeses al obligar a renunciar a su primer ministro. Como cantaban en 1830 los tejedores de seda de Lyon alzados en armas en esa Francia que desde hace una semana presencia manifestaciones contra el proyecto de ley de trabajo: vuestro tiempo acabará y nuestro tiempo llegará. Entonces tejeremos la mortaja del viejo mundo y se escucha ya la rebelión rugiente.

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