Las formaciones
opositoras en la Cámara de Diputados de Brasil consiguieron reunir ayer
más de las dos terceras partes de los votos para aprobar el juicio en
contra de la presidenta Dilma Rousseff. En consecuencia, el Senado del
país sudamericano deberá resolver si procede el juicio, en una votación
por mayoría simple, en una fecha que deberá ser definida por el Supremo
Tribunal Federal (suprema corte), si sigue adelante con el juicio. En
caso afirmativo, la mandataria sería apartada del cargo por un periodo
de 180 días, en el curso de los cuales la cámara alta resolvería en
definitiva el asunto.
La sesión parlamentaria de ayer se realizó con aparente apego a los
procedimientos institucionales y siguiendo el guión de las formalidades
democráticas y la separación de poderes. Sin embargo, más allá de las
formas, no puede pasarse por alto que la mayoría de los legisladores
brasileños se manifestaron por iniciar un juicio sin que exista delito.
En efecto, las únicas acusaciones contra la presidenta se refieren a los
decretos de créditos suplementarios realizados por el gobierno
–reasignaciones de recursos presupuestales para hacer frente a la crisis
económica– y a un retraso en una transferencia de las arcas públicas al
Banco de Brasil para el pago de un programa de crédito agrícola, y
ninguna de esas medidas viola el marco legal.
Paradójicamente, mientras la mandataria ostenta una honradez personal
intachable, el político opositor que presidió la sesión legislativa,
Eduardo Cunha (del Partido del Movimiento Democrático Brasileño, PMDB),
enfrenta varios procesos por corrupción y movimientos financieros
ilícitos. Cunha, por lo demás, no sólo tiene fama pública de corrupto,
sino también de corruptor y de aceitar las alianzas políticas –con sus
compañeros legisladores, para empezar– con negocios opacos. Por
añadidura, el parlamentario opositor logró sumar al frente
antigubernamental a su correligionario, el vicepresidente Michel Temer,
quien hace unos días no tuvo empacho en filtrar en las redes sociales el
audio de su propio discurso de aceptación de la presidencia.
Es claro, pues, que el proceso de destitución de Rousseff
obedece a intereses de impunidad, encubrimiento y ambición de poder que
han sabido capitalizar a su favor –con la participación protagónica de
los medios informativos, casi todos en manos de la vieja oligarquía– los
descontentos sociales causados por la crisis económica, la
descomposición institucional y el desgaste que ha experimentado el
Partido de los Trabajadores (PT) en 13 años de ejercicio del cargo
presidencial, primero con Luis Inazio Lula da Silva y luego con la aún
mandataria. Es evidente también que ambos han perdido el margen de
acción política que habría sido necesario para romper el gravísimo
aislamiento en el que se encuentra el gobierno en la Cámara de
Diputados, donde no pudo obtener ni un tercio de los votos para detener
el impeachment contra Rousseff.
Pero, más allá de nombres y de siglas, lo alarmante del proceso
legislativo en curso en contra de la presidenta de Brasil es que, de
consumarse, representaría una gravísima involución política y económica.
A fin de cuentas, lo que aglutina a los políticos opositores es el afán
de retomar el neoliberalismo corrupto que padeció el país sudamericano
hasta 2003, acabar con las políticas sociales emprendidas desde ese año
por el Estado y poner fin a la política exterior independiente del
gigante sudamericano para realinearlo con las directrices procedentes de
Washington.
Con estos elementos de análisis resulta inevitable concluir que lo
sucedido en Brasil no es, aunque lo parezca, un procedimiento
parlamentario y democrático de control del Ejecutivo por el Legislativo,
sino un golpe de Estado que se desarrolla en cámara lenta en el seno
mismo de las instituciones.
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