Carolina Escobar Sarti
“No necesito decirles, señores, que la situación mundial es muy seria. Eso, seguramente, es obvio para todas las personas inteligentes. Creo que la dificultad está en que el problema es tan enormemente complejo, que todos los hechos presentados a la opinión pública a través de la prensa y la radio, hacen que sea muy difícil para un hombre común, apreciar con claridad la situación. Además, las personas en este país están alejadas de las zonas de conflicto de la tierra, y eso hace difícil para ellas, comprender la situación apremiante
y sus consecuentes reacciones en las personas que han sufrido largamente en Europa, así como el efecto de esas reacciones en sus gobiernos, asociadas a nuestros esfuerzos de promover la paz en el mundo”.
Con estas palabras inició su discurso el general George Marshall, Secretario de Estado de los Estados Unidos, un 5 de junio de 1947, frente a la audiencia de la Universidad de Harvard. Este sería el lanzamiento del Plan Marshall, principal plan de los Estados Unidos para la reconstrucción de una devastada Europa, luego de la Segunda Guerra Mundial. Apenas tres meses antes, el presidente de aquel país, Harry Truman, había anunciado su política de Contención del Comunismo y la ayuda a los pueblos libres.
El 31 de marzo de 1948 el Congreso de Estados Unidos aprobó el Plan Marshall y los países adscritos recibieron, por un período de cuatro años, 13 mil millones de dólares de la época, así como asistencia técnica. Por supuesto, y para que no acusaran falta de cortesía, la Unión Soviética y los Estados de la Europa del Este también fueron invitados a recibir ayuda, con la condición de someter su situación económica interna a controles externos y de integrarse a un mercado europeo. Ecuación imposible entonces.
Mientras un continente era estratégicamente apoyado para su reconstrucción, con el fin de contener toda intentona comunista desde la Unión Soviética, otro se preparaba para poner los muertos en un contexto de destrucción y Guerra Fría. Era nuestra Latinoamérica, y en ella, nuestra Guatemala. La mirilla de la industria armamentista, principalmente estadounidense, se enfocaba hacia nuevos territorios de interés geopolítico, como Latinoamérica y Corea, en correspondencia con las intenciones, subyacentes o evidentes, de la política exterior del grande del norte.
Aquí quisiera detenerme un minuto. En el marco de una propuesta enderezada por el mandatario guatemalteco para debatir entre presidentes de la región la despenalización de la droga —que no es lo mismo que legalizarla—, él mismo reaccionó ayer a las declaraciones del presidente salvadoreño que no asistió al evento donde esto sería debatido: “el boicot no fue del gobernante salvadoreño, fue del temor que surgió en Estados Unidos de que la región se pudiera unificar alrededor de la despenalización y eso lo lleváramos como bloque a la Cumbre de las Américas”.
Sin querer darle demasiado espacio a este tema que, frente a la agenda de la política exterior estadounidense, era lotería cantada, solo está la intención de preguntar: ¿qué pasaría con la economía estadounidense y con la industria armamentista de aquel país si se despenalizara la droga en nuestra región?
Vuelvo al Plan Marshall. Desde las más diversas formas de pensar, las críticas a dicha iniciativa se fueron sumando. Según algunos, ese fue el inicio de una serie de programas de ayuda exterior desastrosos, tendientes a elevar la corrupción gubernamental y a favorecer el establecimiento de las multinacionales. Otros, como Noam Chomsky, señalaron que la cantidad de dinero entregado a Francia y Holanda en aquel momento fue igual a los fondos que ambos países destinaron para financiar a sus ejércitos en el sudeste asiático. La pregunta, después de todos esos “esfuerzos por promover la paz en el mundo”, sería ¿de qué paz hablamos?
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