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sábado, 31 de julio de 2010

ALEPH: Cuando un nombre es más que un nombre



CAROLINA ESCOBAR SARTIUn monumento es mucho más que un hombre a caballo. La estatua de un hombre a caballo con una espada en la cintura simboliza, generalmente, la elevación a la categoría de héroe de un caudillo que lideró un momento histórico en la construcción de su nación.

Por su parte, el monumento de una loba amamantando a dos pequeños no es un simple modelo a escala de tres figuras elegidas arbitrariamente, sino el fetiche universal de un mito preservado en la memoria colectiva de los pueblos occidentales: el de Rómulo y Remo, encargados de fundar Roma, siendo alimentados por la loba Luperca. 

Siendo así, diríamos que los monumentos reflejan una visión de mundo y ayudan a preservarla, fijándola a diario en el inconsciente de cientos de personas que ya ni se dan cuenta de la existencia de estas estatuas, pero pasan a su lado.

Haciendo un recorrido desde la Plaza del Papa, al final de la Avenida de las Américas, en la Ciudad de Guatemala, hasta el Hipódromo del Norte en la zona 2, se pueden notar varias cosas: prácticamente todos los monumentos corresponden a personajes masculinos, ladinos, mestizos o criollos de la historia política, eclesial y militar de nuestro país. Apenas un escritor. Eso dice mucho.

En medio de todos ellos, las estatuas de solo dos mujeres: la de una madre con su niño en brazos y la de Dolores Bedoya de Molina. En el primer caso, el símbolo corresponde a “la mujer”, como categoría universal sin nombre propio, destinada al único y sagrado deber de la maternidad. No ella sola, sino como madre de la patria (por cierto, creo que así le decían a las falangistas en tiempos de Franco). En el segundo caso, la efigie de una prócer de nuestra independencia, que no firmó el Acta de Independencia como sí lo hizo su esposo, pero que la noche de aquel 14 de septiembre de 1821 convocó a muchos para que apoyaran esta gesta.

Dos modelos que perviven en la memoria de la sociedad guatemalteca actual: el de la mujer madre, cuyo mandato único es reproducir biológicamente a la especie, o el de la mujer que da vida al famoso aforismo que reza que “detrás de un gran hombre, hay una gran mujer”.

En el mismo sentido, el nombre de una calle, de un puente, de una escuela o de un estadio es mucho más que un nombre. Significa haberle otorgado a un territorio físico, la posibilidad de ser arqueología de una memoria colectiva y el reflejo de una subjetividad, de una visión de mundo.

De allí que tengamos un estadio Mateo Flores, por ejemplo, que nos hace sentir orgullosos. Dicho todo lo anterior, perdonen la insistencia, pero no considero de menor importancia el hecho de que un paso a desnivel sea llamado Jorge Ubico.

Una cosa es que entre gitanos se lean las manos a través de las décadas, y otra muy distinta es que tengamos que aceptar y aguantar que un lugar de nuestra ciudad tenga nombre de tiranía, racismo e ignorancia.

¿Le damos a un paso a desnivel de nuestra ciudad el nombre de aquel Jorge Ubico que redujo el salario de los campesinos a la mitad y otorgó a los cafetaleros y bananeros de su época licencia de matar, al sancionar el decreto 2795 que decía: “Están exentos de responsabilidad criminal los propietarios de fincas...”? Estas cosas hay que recordarlas una y otra vez.

Al haber tantos nombres de países solidarios, de grandes mujeres y hombres de Guatemala que han dado su vida como verdaderos patriotas, de maestros, deportistas, creadores, intelectuales, médicos y hasta nombres abstractos como “justicia”, “luz” o algo parecido, ¿tenemos que aceptar que nos impongan el de un dictador cuyo máximo logro fue construir edificios, algo que es una obligación menor y hasta secundaria de todo gobernante frente al hambre y la marginación de un pueblo entero? Perdonen la insistencia, pero no es un asunto de poca monta o de escasa intencionalidad; si las calles y avenidas de nuestra ciudad han de tener nombres, que sea un nombre que hable de humanidad.

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