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martes, 28 de enero de 2014

Casavalle: territorios, droga y tramas sociales


Uruguay


Brecha

Un informe de la Junta Nacional de Drogas (jnd) afirma que la estrategia de represión del gran narcotráfico, en detrimento del combate al microtráfico, permitió la expansión de las bocas de venta en los barrios, en especial los más pobres de la capital. El efecto “perverso” de esta opción se expresa en las bandas que se adueñaron de cada zona y en los vínculos muchas veces de supervivencia que los vecinos debieron tejer para adaptarse a la situación. Partiendo del diagnóstico sobre Casavalle que la jnd realizó, Brecha hizo su recorrido para entender cómo viven los vecinos esta realidad.

Si el lector googlea “mapa Casavalle” y hace clic sobre el plano que allí aparece, le va a pasar como en la vida real. De lejos el territorio aparecerá perfectamente definido: Aparicio Saravia al sur, Pedro de Mendoza al este, la ruta 102 al norte y el arroyo Miguelete al oeste. Pero zoom mediante, Casavalle es el Barrio Municipal y es el Marconi, el Borro, Palomares y Nuevo Amanecer. Es el asentamiento Primero de Mayo y los barrios Jardines de Instrucciones, las Quintas o Santa María; es Aquiles Lanza, Padre Cacho, Bonomi y muchos otros etcéteras. El área de Casavalle reúne a 11 barrios y 120 asentamientos que conviven en un mosaico donde cada “unidad territorial” contribuye a conformar una realidad para nada homogénea. Cualquier intento de simplificación de la misma será entonces una mentira o un fracaso.

Ahora que llueve y el ómnibus no da señales de vida, los ojos se posan en la vereda. Ese cordón, tan desapercibido siempre, fue todo un tema de conversación con vecinos y también con técnicos que trabajan en la zona. Es un límite simbólico, una imagen potente que configura zonas integradas o no a la trama urbana. En las conversaciones todos hacen el mismo contraste: el Barrio Municipal es “más barrio” porque tiene sus casitas que comparten un techo a dos aguas, y “tiene veredas”. Una vereda y su cordón ordenan la trama y separan el espacio público del de cada quien. Ayudan, también, a sentirse parte de algo definido. El Marconi, por el contrario, se fue construyendo “sin ton ni son. No hay calles, la gente construyó según se le fue dando la familia”, una casa al lado, delante o atrás de la otra, sin orden alguno, describió Pío, que lleva 30 años viviendo en Casavalle. A falta de calles, en Marconi –como en otros asentamientos también– hay “pasajes” que no son de nadie pero por los que no se circula libremente; son lugares en los que pasa gente y pasan cosas, pero quedan ocultas casi como si sucedieran en un ámbito privado. Es que las veredas y su ausencia son uno de los aspectos que contribuyen a “guetificar” el espacio, los pasajes no son calles que permitan entrar y salir del territorio: por ellos el barrio vuelve sobre sí mismo contribuyendo a generar dinámicas propias. Está el adentro y está el afuera. Son muchos adentros y afueras, en realidad. Porque si poco después de la creación de un asentamiento llegaron nuevas familias a ocupar los predios de al lado, los nuevos no se suman al barrio ya existente sino que “fundan” un nuevo barrio. Son “otros”, que vienen con otra circunstancia, tal vez con otras reglas a ocupar su territorio. Claro que un gueto no se arma sólo por el trazado urbano. Hay aspectos simbólicos, como el recelo que los habitantes de las zonas más consolidadas tienen hacia los asentamientos y zonas menos consolidadas, basado en las fantasías pero también en las realidades de lo que sucede en cada “microespacio”.

Casavalle “está en el horno” en todos sus indicadores, dijo Marcia Barbero, socióloga y consultora responsable del diagnóstico de Casavalle para la Junta Nacional de Drogas. Este es el barrio con mayor vulnerabilidad social de todo el departamento: 63 por ciento de los hogares tiene necesidades básicas insatisfechas; 30,9 por ciento de sus jóvenes no estudian ni trabajan; casi 45 por ciento de la población sólo cursó primaria.1 “No son barrios-hotel –señala la socióloga a Brecha– a donde uno vuelve luego del trabajo. Aquí toda la vida se desarrolla en el barrio. Porque hay problemas de traslado (la plata para el boleto, por ejemplo) pero también porque no hay necesidad de salir.” No hay trabajo al que concurrir, no hay paseo que hacer. “Nosotros tenemos el taller de percusión y de panadería en Padre Cacho, y está a siete cuadras de acá. Los chiquilines de acá no caminan siete cuadras, porque te dicen: ‘No, no voy a la villa. Es otro barrio’.” “En cada barrio te piden su salón comunal adentro, su policlínica adentro, (existe) la dificultad de movilizarse a un barrio que está a dos o tres cuadras”, testimonian dos técnicos en el diagnóstico.

Invisibles

 Si ya se está preguntando por qué una nota que prometió ser sobre drogas hace énfasis en la trama urbana y social, sepa que tras esa complejidad descripta hay muchas pistas para entender cómo se configuran las relaciones barriales en torno a la droga. El documento elaborado por la jnd con base en los ocho diagnósticos barriales afirma que la estrategia de represión al tráfico de pasta base estuvo basada en la persecución de los grandes traficantes, “dejando menos controlado el microtráfico en estos territorios”. Esto provocó, según la Junta, un “efecto perverso”, puesto que proliferaron las “bocas”, que pasaron a ser gran fuente de recursos para muchas familias. “La actividad de las ‘bocas’, incluyendo vigilancia, intercambio de objetos robados y hasta el establecimiento de zonas de consumo, pasa a constituir parte del movimiento cotidiano de los barrios. Actividades visibles y claramente identificadas por los vecinos, pero finalmente protegidas por miedo a las represalias ante una denuncia.”

A partir de 2002 esos espacios “guetizados” de Casavalle y de otros barrios fueron tomados por las familias que, viviendo previamente allí, comenzaron a comercializar droga, en particular pasta base, aunque no sólo ésta. Es que el negocio es demasiado suculento: una boca puede estar facturando entre 30 mil y 100 mil pesos por día, y eso hace muy difícil que quienes la manejan se vean tentados por un trabajo formal y poco calificado, que es a lo que podría acceder la mayoría de ellos. En la familia hay quienes fraccionan, quienes venden, acopian, vigilan o trasladan, y participan hasta los niños. La propia configuración urbana facilitó esta situación. Claro que en toda la ciudad hay bocas (y la venta es de múltiples sustancias), pero aquí nada sucede sin la mirada de quienes operan como jefes. Y en la medida en que ese “gran hermano” crece, los espacios se convierten crecientemente en “invisibles” para el resto. Así, con esa palabra, lo describe Claudia Crespo, psicóloga e integrante del proyecto El Achique, que funciona en el barrio. En esos espacios se compra, se vende, se intercambian objetos por droga, se consume, y se respetan los códigos a riesgo de dejar la vida: las deudas se pagan, no se “alcahuetea”, se respeta a los niños, y también a “las mujeres de los otros”. Además, robar en el barrio sólo es perdonado si es para comer. Nadie, salvo los propios habitantes, sabe bien qué sucede ahí dentro, porque si a la Policía le es imposible (¿?) entrar, también a los técnicos se les dificulta si no es con alguien “de adentro”. Las únicas que recorren el barrio sin inconvenientes son las maestras comunitarias, que se convirtieron en un eslabón fundamental para otros técnicos (médicos, asistentes sociales, psicólogos) que necesitan saber qué sucede. Un niño de 4 años llega a la consulta a través del jardín de infantes. Sube, baja, se trepa, se agarra de su madre, se suelta; no para nunca. Tiene miedo de la bruja debajo de la cama que por las noches aparece. “Te das cuenta de que lo que sucede excede los terrores propios de la edad.” El niño vive con su madre y el compañero de ésta, pegados a una boca de pasta base. Por las noches hay consumidores que salen de allí y fuman en su patio. Un día el pequeño avisó a su madre que cuando él estaba afuera a uno le dieron dos puñaladas. Semanas después vio cómo otro moría de dos disparos en su patio.

Tejidos

La experiencia de atención del pequeño la tuvo Crespo. Y la contó a Brecha para explicar cómo la realidad de las drogas atraviesa a todo el barrio, incluidos quienes no consumen ni venden.

Son “territorios poco privados”, donde con sólo caminar “pasás por una boca, o te cruzás con alguien que consume, o presenciaste un acto de violencia. Lo visual impacta, se guarda sin procesar y así se van normalizando conductas”, dijo. El costo de lo vivido se expresa a través de angustias, ansiedad e inseguridad, que se acrecientan mientras más cerca se esté de los espacios cooptados por el narcotráfico. Por eso es que Casavalle, como cualquier barrio, no es un espacio homogéneo ni siquiera en las apreciaciones que los vecinos tienen sobre el tema. “Negar que existen no se puede –dice un vecino en la lluviosa parada del ómnibus–, pero tampoco es tan así como lo pintan, ¿o vos no viniste sola y sos mujer?” Ciertamente. “Si vos la sabés llevar y no te regalás... Pero si te regalás… como que no van a tener escrúpulos, ¿no? Pero acá no, se complica para allá, que yo voy porque vive mi hija. Son unos pocos nomás, pero dominan la cosa. Me conocen, entonces paso, hago gesto como que saludo, mismo a los de las bocas, que yo sé que son porque sabemos todos, porque te das cuenta de mirar nomás, los zombis salen igual de día, pobrecitos.” ¿Y si es tan obvio por qué nadie denuncia? “¿Denunciar qué?” La violencia. “Porque a veces más te conviene aprender a convivir con ella”, dijo el entrevistado ocasional, ya con un pie en el escalón de un Cutcsa.

El “estar” permanente de la gente en el barrio, las dificultades de vincularse con otros espacios fuera de allí (porque no quieren, porque no pueden o porque no saben cómo), y la propia vulnerabilidad social hacen que los habitantes deban recurrir a los lazos vecinales. “No es como en otros barrios, que uno puede prescindir de esos vínculos”, dice Barbero. Si alguien tiene una urgencia, se le enferma un hijo y necesita plata para trasladarse en un taxi, tan sólo por poner un ejemplo, puede ser que recurran a alguien vinculado a la venta de drogas para que le preste plata. Si se arma lío, por ejemplo por un robo entre vecinos (algo que, aunque prohibido en los códigos, creció a partir del surgimiento de la pasta base), es mejor estar cerca de una familia poderosa. Entonces no es tan sencillo decir que la gente no denuncia “por miedo”. Muchas veces no denuncia porque necesita hacer uso de los vínculos –“solidarios” según unos, de “silenciamiento” para otros–, que son esencialmente de supervivencia. Otras veces sucede simplemente que los lazos de vecindad son de toda una vida, y eso inhibe a un posible denunciante de una boca, o de un consumidor que se zarpa o que roba para conseguir sus dosis. Por otro lado, el miedo y la desconfianza están presentes pero no sólo hacia los narcos.

“Si voy a la 17, no sé si estoy hablando con el comisario o con el jefe narco.” Claro y directo, este vecino argumenta por qué no denuncia las bocas que afirma conocer. “Así como sé yo, saben los demás, y sabe la Policía también. Para denunciar se necesitan pruebas, y aunque las tenga me pueden matar. El ciudadano necesita determinadas garantías, no te olvides de que estás denunciando a un vecino, y denunciar algo con tanta fuerza… después hay que seguir viviendo al lado. Hubo uno que sacó fotos y filmó, lo llevó a la Policía y nomás volver le estaban tiroteando la casa. O sea, no tengo respaldo, pero no es que no sienta la obligación de denunciar.”

Los técnicos también optan por no hacerlo. En algunos casos por temor, o falta de garantías, en el caso de El Achique fue una decisión consciente, la forma que encontraron para seguir trabajando sin estar en líos permanentes con los narcos. EL FACTOR JOVEN. El diagnóstico de Casavalle hizo el ejercicio de contrastar el imaginario de la Policía en torno a la droga y su vinculación con el delito, y la realidad de los casos que atiende la seccional. Mientras los policías ven en los menores infractores “uno de los problemas más acuciantes del territorio” y aseguran que la mayor parte de las infracciones están vinculadas al consumo o comercialización de drogas, un estudio-ventana realizado en la seccional durante una semana dice otra cosa. El perfil de los detenidos es de “adultos, vinculados a violencia doméstica y consumo de alcohol”. A Pío le gustaría que le demostraran la relación entre consumo y delito, porque él conoce gente que se hizo rica robando autos y no consume nada. Y tampoco cree el discurso de “jóvenes, pastabaseros y chorros” con el que “la prensa colabora”. De todas formas, no deja de reconocer que hay un sector de chiquilines en el barrio que “andan en la vuelta” y tienen cero disciplina laboral y nada de solidaridad con el entorno. “Para ellos todo es ‘¿Cuánto hay?’. Si les pedís que colaboren con algo del barrio te dicen ‘¿Cuánto hay?’. Si se rompe una pelota de ping pong que sale diez pesos te dicen que ellos no la reponen, ¡pero son ellos los que están jugando gratis todo el día!” Y si no hacen nada, dice, “se vuelven insoportables. Pero no es que hagan cosas malas, y son una minoría”. Así es fácil que, “si un día necesitan plata, los inviten a robar y salgan”. Aunque “todo depende de los vínculos y de la plata que quieran hacer sin hacer un sacrificio mayor”.

El señalamiento hacia los jóvenes es tan complejo como el mosaico de Casavalle. La realidad que describe Pío en los párrafos anteriores parece tan cierta como la experiencia de El Achique, donde se trabaja con 30 jóvenes con un abordaje comunitario basado en la reducción de riesgos y daños en el consumo. Cuatro de esos jóvenes se anotaron ya para retomar la escuela en 2014. Y en estas semanas terminaron de formalizar una cooperativa de trabajo con otros cinco. Se llama Achicando Caminos, y nació a partir de los talleres de comida saludable que imparte un profesor. Primero empezaron vendiendo a los técnicos que trabajan en la zona. Después la propia gente comenzó a encargar cosas para sus casas. A partir de una visita de integrantes de la oea y la Presidencia de la República, que almorzaron sus productos, lograron el interés de estos últimos, que ahora contratan el servicio para algunas de las actividades que realizan. También están negociando con ose para que el reparto de las facturas de la zona se haga con la cooperativa. El reparto no es fácil aquí porque en algunas zonas la numeración de las calles está salteada o es inexistente, o complicada de encontrar.

“No sé qué estoy haciendo con mi vida”, confesó angustiada a Crespo una muchacha que pertenece a una de las familias que controlan el tráfico en uno de los microterritorios de Casavalle. La muchacha había sido consumidora, pero hace largo tiempo que abandonó por completo. Cuando la psicóloga le preguntó el motivo de su actual angustia, la interrogada respondió: “Porque abro la heladera de mi hermana y tiene hamburguesas de las gordas, y Coca-Cola uruguaya, y championes para los hijos, y yo no tengo nada”. Crespo ahora lo cuenta para explicar la complejidad que enfrentan los consumidores cuando quieren salir, o los narcos cuando quieren alejarse del negocio. “Todos intentamos tener para ser, viene dado con estos tiempos. El adicto es un sufriente, no es que no quiera saber de nada, ni que no quiera trabajar ni que nada le importe. Pero en estos contextos faltaron oportunidades, y constantemente están buscando formas de supervivencia. Si les das oportunidades, ellos quieren aprovecharlas. En El Achique decimos ‘Todo con amor y de buena calidad’. Porque de pobreza y precariedad están hartos.”

Nota 1. Los datos presentados en el diagnóstico fueron tomados del INEy del Mides.

http://brecha.com.uy/

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