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sábado, 14 de mayo de 2011

El ataque internacional contra la fuerza laboral

Noam Chomsky

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Imagen de archivo de latinos que se manifiestan en Nueva York el pasado primero de mayo por trabajo y respeto a sus derechosFoto Ap

En la mayor parte del mundo, el primero de mayo es una fecha feriada de los trabajadores internacionales, ligada a la amarga lucha de los trabajadores estadunidenses en el siglo XIX en demanda de una jornada laboral de ocho horas. El primero de mayo pasado lleva a una reflexión sombría.
Hace una década, una palabra útil fue acuñada en honor del Día del Trabajo por los activistas laborales italianos: precariedad. Se refería, al principio, a la cada vez más precaria existencia de la gente trabajadora en los márgenes –mujeres, jóvenes, inmigrantes. Luego se extendió para aplicarse al creciente precariado en el núcleo de la fuerza laboral, el proletariado precario que padecía los programas de desindicalización, flexibilización y desregulación que son parte del ataque contra la fuerza laboral en todo el mundo.
Para ese entonces, incluso en Europa había preocupación creciente acerca de lo que el historiador laboral Ronaldo Munck, citando a Ulrich Beck, llama la brasilinización de Occidente (...) la proliferación del empleo temporal e inseguro, la discontinuidad y formalidad relajada en las sociedades occidentalizadas que hasta entonces han sido bastiones del empleo completo.
La guerra del Estado y las corporaciones contra los sindicatos se ha extendido recientemente al sector público, con legislación para prohibir las negociaciones colectivas y otros derechos elementales. Incluso en Massachusetts, favorable a los trabajadores, la Cámara de Representantes votó, justo antes del primero de mayo, por restringir marcadamente los derechos de los oficiales policiacos, maestros y otros empleados municipales en cuanto a negociar sobre la atención a la salud –asuntos cruciales en Estados Unidos, con su sistema privatizado disfuncional y altamente ineficiente de cuidado a la salud.
El resto del mundo puede asociar el primero de mayo con la lucha de los trabajadores estadunidenses por sus derechos básicos, pero en Estados Unidos esa solidaridad está suprimida en favor de un día feriado jingoísta. El día primero de mayo es el Día de la Lealtad, así designado por el Congreso en 1958 para la reafirmación de la lealtad a Estados Unidos y por el reconocimiento del legado de libertad americana.
El presidente Eisenhower proclamó, además, que el Día de la Lealtad es también el Día de la Ley, reafirmado anualmente con el izamiento de la bandera y la dedicación a la Justicia para Todos, Fundaciones de Libertad y Lucha por la Justicia.
El calendario de Estados Unidos tiene el Día del Trabajo, en septiembre, en celebración del retorno al trabajo después de unas vacaciones que son más breves que en otros países industrializados.
La ferocidad del ataque contra las fuerzas laborales por las clases de negocios de Estados Unidos está ilustrada por el hecho de que Washington, durante 60 años, se ha abstenido de ratificar el principio central de la ley laboral internacional, que garantiza la libertad de asociación. El analista legal Steve Charnovitz lo llama el tratado intocable en la política estadunidense y observa que nunca ha habido un debate sobre este asunto.
La indiferencia de Washington respecto de algunas convenciones apoyadas por la Organización Internacional del Trabajo (ILO, en sus siglas en inglés) contrasta marcadamente con su dedicación a hacer respetar los derechos de precios monopólicos de las corporaciones, ocultos bajo el manto de libre comercio en uno de los orwellismos contemporáneos.
En 2004, la ILO informó que inseguridades económicas y sociales se multiplican con la globalización y las políticas asociadas con ella, a medida que el sistema global económico se ha tornado más inestable y los trabajadores soportan cada vez más la carga, por ejemplo, mediante reformas a las pensiones y a la atención de la salud.
Este era lo que los economistas llaman el periodo de la Gran Moderación, proclamado como una de las grandes transformaciones de la historia moderna, encabezada por Estados Unidos y basada en la liberación de los mercados y particularmente en la desregulación de los mercados financieros.
Este elogio al estilo estadunidense de mercados libres fue pronunciado por el editor del Wall Street Journal, Gerard Baker, en enero de 2007, apenas meses antes de que el sistema se desplomara –y con él el edificio entero de la teología económica sobre el que estaba basado– llevando a la economía mundial al borde del desastre.
El desplome dejó a Estados Unidos con niveles de desempleo real comparables con los de la Gran Depresión, y en muchas formas peores, porque bajo las políticas actuales de los amos esos empleos no regresarán, como lo hicieron mediante estímulos gubernamentales masivos durante la Segunda Guerra Mundial y en las décadas siguientes de la era dorada del capitalismo estatal.
Durante la Gran Moderación, los trabajadores estadunidenses se habían acostumbrado a una existencia precaria. El incremento en el precariado estadunidense fue orgullosamente proclamado como un factor primario en la Gran Moderación que produjo un crecimiento más lento, estancamiento virtual del ingreso real para la mayoría de la población y riqueza más allá de los sueños de la avaricia para un sector diminuto, una fracción de uno por ciento, en su mayor parte de directores ejecutivos, gerentes de fondos de cobertura y otros en esa categoría.
El sacerdote supremo de esta magnífica economía fue Alan Greenspan, descrito en la prensa empresarial como santo por su brillante conducción. Enorgulleciéndose de sus logros, testificó ante el Congreso que dependían en parte de una moderación atípica en los aumentos de compensaciones (que) parece ser principalmente una consecuencia de una mayor inseguridad de los trabajadores.
El desastre de la Gran Moderación fue rescatado por esfuerzos heroicos del gobierno para recompensar a los autores del mismo. Neil Barosky, al renunciar el 30 de marzo como inspector general del programa de rescate, escribió un revelador artículo en la sección de Op-Ed del New York Times acerca de cómo funcionaba el rescate.
En teoría, el acto legislativo que autorizó el rescate fue una ganga: las instituciones financieras serían salvadas por los contribuyentes, y las víctimas de sus malos actos serían compensadas en cierta forma por medidas que protegerían los valores de los hogares y preservarían la propiedad de las mismas. Parte de la ganga fue cumplida: las instituciones financieras fueron recompensadas con enorme generosidad por haber causado la crisis económica, y perdonadas por crímenes descarados. Pero el resto del programa se vino a pique.
Cono escribe Barofsky: las ejecuciones hipotecarias siguen aumentando, con entre 8 millones y 13 millones de juicios previstos durante la existencia del programa en tanto que los mayores bancos son 20 por ciento más grandes de lo que eran antes de la crisis y controlan una parte mayor de nuestra economía que nunca antes. Asumen, razonablemente, que el gobierno los rescatará nuevamente, de ser necesario. De hecho, las agencias de clasificación de crédito incorporan rescates futuros del gobierno en sus evaluaciones de los bancos más grandes, exagerando las distorsiones del mercado que les proporcionan una ventaja injusta sobre instituciones más pequeñas, que continúan luchando por sobrevivir.
En pocas palabras, el programa del presidente Obama fue un regalo para los ejecutivos de Wall Street y un golpe al plexus solar para sus indefensas víctimas.
El resultado debe sorprender sólo a aquellos que insisten con ingenuidad inalterable en el diseño e implementación de la política, particularmente cuando el poder económico está altamente concentrado y el capitalismo de Estado ha entrado en una etapa nueva de destrucción creativa, para pedir prestada la famosa frase de Joseph Schumpeter, pero con un giro: creativa en cuanto a formas de enriquecer y dar más poder a los ricos y poderosos, mientras que el resto queda libre para sobrevivir como pueda, mientras celebra el Día de la Lealtad y de la Ley.

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