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sábado, 7 de mayo de 2011

ALEPH: Nombrar para existir

Carolina Escobar Sarti
La palabra siempre ha sido, en esencia, revolu- cionaria, porque está asociada al conocimiento. Sobre todo cuando queda escrita. No es casualidad que haya estado por siglos del lado del poder y, que desde allí, se hayan definido las coordenadas del silencio al que se confinó a gran parte de la humanidad. Si en la Edad Media la palabra que construyó la historia oficial estuvo reservada para la nobleza

y el clero y se guardaba con el mismo celo que hoy algunos guardan los lingotes de oro en el banco, en el Renacimiento y la Edad moderna, esto se extendió un poco más hacia la burguesía y la academia.

Sin embargo, tanto el medioevo como la Ilustración, la revolución francesa o la industrial fueron hitos históricos observados por las mujeres detrás de las puertas, en absoluto silencio. Ni Rousseau, con todo su ímpetu de libertad, igualdad y fraternidad pensó en las mujeres, y Olimpia de Gouges, que sí pensó en ellas, terminó decapitada por pedir que las incluyeran en este manifiesto “universal” de derechos. Si no es por los movimientos de mujeres de los últimos tres siglos, la modernidad habría trazado esta misma línea recta respecto al acceso de las mujeres a la palabra y al conocimiento. Aún hoy, en varios rincones del planeta, desarrollados o subdesarrollados, hay claras imposiciones de silencio.

En este contexto, es importante partir de la “diferencia” que no es vista como posibilidad sino como menosprecio, constitutiva de una identidad y de una tradición que definen al Sujeto (así con mayúscula) en términos de una mismidad, que no es otra cosa que un conjunto de cualidades y derechos. Este enfoque implica una dialéctica de las otras y los otros sexualizados, racializados y naturalizados, como diferencia negativa. Otros y otras que funcionan como homólogos especulares del Sujeto, mientras permanecen en situación de inferioridad, como cuerpos silenciosos y desechables. Esto me recuerda a la escritora inglesa Virginia Woolf: “Las mujeres han servido durante todos estos siglos como espejos que poseyeran el poder de reflejar la figura del hombre a un tamaño doble del natural”.

Esta historia de la diferencia se ha levantado sobre exclusiones y descalificaciones que han sido estudiadas, elaboradas y nombradas por las escribas feministas y otros intelectuales críticos. Y ahora existe porque está escrita, porque la palabra nos ha permitido conocerla, explicárnosla y nombrarla. ¿Cómo no celebrar que en Guatemala cientos de mujeres académicas, procedentes de distintas nacionalidades se reúnan, del 4 al 8 de mayo, en el II Encuentro Mesoamericano de Estudios de Género y Feminismos, para analizar el avance de las iniciativas, acciones y logros de las mujeres vinculados con los estudios, debates y con la construcción de la academia feminista.

El primer Encuentro fue hace 10 años, y quienes estuvimos en él reconocemos en la mujer escriba el símbolo de entonces y de hoy. Esta mujer escriba simboliza el conocimiento y la escritura, fundamentales para explicarnos el mundo en el cual vivimos y para situarnos en él de otra manera. De aquel primer encuentro quedaron saberes acumulados en documentos y en la memoria, como expresiones de un conocimiento que hoy se rescata para ir trazando una historia contada desde otra parte. Los historiadores “canónicos” han registrado los hechos de la historia “oficial” de la humanidad, pero este nombrar el mundo y hacerlo existir ha sido parcial. Nos toca nombrar y hacer existir el mundo desde nuestros ojos, nuestros cuerpos y nuestras ideas, porque queremos contribuir a hacer y escribir una historia más completa, no la de los tuertos.

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