Pandemia
Eric Manheimer*
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▲ Si las sociedades determinan sus propias tasas de mortalidad, entonces
es evidente que en Estados Unidos mueren de Covid-19 más personas de
las que tendrían que haber fallecido.Foto Ap
Cada sociedad determina su tasa de mortalidad.
Hace más de un siglo, el médico Hermann Biggs, comisionado del
Departamento de Salud de la ciudad de Nueva York y egresado del Colegio y
Hospital Médico Bellevue en 1883, quien combatió epidemias de cólera,
tuberculosis, tifo y difteria combinando enérgicas medidas sanitarias
con los trascendentales descubrimientos científicos de finales del siglo
XIX, escribió:
La salud pública se puede comprar.
Es útil en este momento remontarnos en la historia para entender cómo
epidemias anteriores han fortalecido la voluntad política. El
movimiento sanitario del siglo XVIII, encabezado por Edwin Chatwick,
logró que se aprobaran las primeras reformas de salud en coordinación
con el Estado, las cuales promovían el abastecimiento de agua limpia y
otras mejoras públicas. Al identificar el bacilo que causaba la
tuberculosis en 1882, Robert Koch, ganador del premio Nobel, inició la
era científica de la bacteriología.
Biggs era tanto patólogo como experto en sanidad, y reconoció la
urgencia de impulsar la voluntad política para apoyar las medidas
sanitarias más inteligentes, con base en lo mejor del conocimiento
científico, para combatir la bacteria letal que causaba la epidemia.
Sabía que las patologías sociales de la pobreza, la falta de acceso a la
atención de la salud, el hacinamiento en la vivienda, la desigualdad
racial y de género, la corrupción endémica, la falta de regulaciones
ambientales y demás factores obstruían cualquier esfuerzo de control. En
realidad, los gérmenes eran el último paso en la compleja línea de
causas de enfermedad y muerte.
Biggs aplicaba pruebas bacteriológicas para revisar la leche, los
alimentos y la reserva de agua de la ciudad en los primeros laboratorios
del departamento de salud pública. Los médicos tenían la obligación de
reportar al Departamento de Salud todos los casos nuevos de
tuberculosis, a lo que en un principio muchos se resistieron. Estos
casos y sus contactos se asignaron a equipos de trabajadores de salud
pública comunitaria, conocedores del crisol de idiomas y diferencias
culturales. Se impuso la cuarentena y se crearon centros para aislar a
los pacientes. Si era necesario, se les proporcionaban alimentos. La
ciudad asignaba fondos especiales para que los pobres tuvieran acceso a
recursos de salud pública para vacunas y antitoxinas.
Biggs también trajo nuevas tecnologías de Europa para controlar
enfermedades. Por ejemplo, con regularidad se practicaban sangrías a
caballos antitoxinasen un rancho del interior del estado, en Otisville, para extraer el suero con el cual se trataba a niños con difteria, y que más tarde se comercializó y vendió en el país y el exterior. Utilizó sus contactos con Tammany Hall, en ese tiempo el partido político en el poder en Nueva York, para lograr sus metas de salud pública, junto con un esfuerzo incansable de educación en las instituciones médicas y organizaciones laicas. Sabía que los grupos activos de ciudadanos voluntarios podían contrarrestar los intereses arraigados.
La percepción profunda de Biggs era que el proceso político y las
prioridades determinan la tasa de mortalidad de la población. Es una
decisión: no dar atención a la salud para todos, no aplicar normas de
limpieza en alimentos, aire y agua mientras el planeta arde, observar
cómo las zonas de pobreza y étnicas se alinean con las tasas de
mortalidad más altas. Estas son decisiones deliberadas. No prepararse
para la pandemia, aun cuando sabemos que vendrá, es una decisión. Dejar a
los trabajadores de primera línea expuestos directamente al virus letal
es una decisión. La pandemia del Covid-19 ha puesto de relieve el daño
colateral causado por las profundas divisiones y por los sistemas de
valores en conflicto en nuestra nación.
Algo de esta mala práctica política tiene larga cola. Las feroces
batallas bipartidistas de varias décadas, con respecto a la expansión de
la cobertura de salud para todos, desnuda un sistema de valores de
profunda desigualdad, basado en prejuicios de clase, raciales, misóginos
y homofóbicos. Ronald Reagan optó por hacer caso omiso al virus del VIH
–al igual que el Covid-19, otra enfermedad que se transmite de animales
a humanos–, el cual luego dio muerte a 33 millones de personas en el
mundo. En la memoria reciente, hemos aprendido mucho de las pandemias en
la era de la globalización, gracias en buena parte a los Centros para
el Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos y a las redes
internacionales de colaboración. Las respuestas al SARS y al ébola,
aunque imperfectas, mostraron que intervenciones internacionales
oportunas y coordinadas podían controlar las infecciones secundarias.
Los epidemiólogos de pandemias han advertido repetidas veces que el
próximo brote viral probablemente será respiratorio y, por tanto, se
extenderá como el fuego. Sus sistemas de alerta han pasado de la
Organización Mundial de la Salud a la Agencia de Investigación de
Proyectos Avanzados de Defensa (DARPA, por sus siglas en inglés), de
Bill Gates a Hollywood.
Estas lecciones, sin embargo, han sido desdeñadas flagrantemente por
Donald Trump. Si las sociedades determinan sus propias tasas de
mortalidad, entonces es evidente que en Estados Unidos mueren de
Covid-19 más personas de las que tendrían que haber fallecido. Hoy el
país tiene más decesos que cualquier otro en la Tierra, lo cual es
resultado directo de muchas malas decisiones.
El replanteamiento de prioridades que hizo Trump ha contribuido a
esta crisis, magnificada por la falta de atención. Trump se unió hace
décadas a la comunidad de
dudosos: los que no creían que Obama fuera estadunidense de origen, los opositores a las vacunas y los que niegan el calentamiento global, que en realidad contribuyen a esta pandemia. Su necesidad de crear nuevos datos que encajaran con sus objetivos políticos alimenta su ataque a las comunidades científicas, desde el servicio meteorológico hasta el Centro para el Control de Enfermedades, la Agencia de Protección Ambiental y otros. Eliminó al asesor sobre pandemias del Consejo Nacional de Seguridad y disolvió el comité científico que daba seguimiento a las pandemias. Puso a personas sin experiencia científica, como Mike Pence y Jared Kushner, a cargo de la toma de decisiones. Luego, el gobierno optó por ignorar advertencias tempranas del brote que se aproximaba, provenientes de diversas fuentes, y prefirió escuchar a los líderes financieros y corporativos que ponían el énfasis en salvar la economía por encima de la vida humana, lo que acabó por poner en grave peligro a ambas.
La pérdida de semanas vitales de un esfuerzo federal claro y
coordinado obstruyó los esfuerzos por aportar recursos y apoyo
adecuados: las relaciones envenenadas con China dificultaron los
esfuerzos estadunidenses por obtener una muestra del virus para crear
una vacuna y asegurar cadenas de suministro. La resistencia de Trump a
ordenar que vendedores privados desarrollaran pruebas en gran escala,
proveyeran de equipo de protección y ventiladores creó enorme confusión y
retrasos. Además, al arrojar las decisiones a los gobernadores, Trump
creó un caos en el que había 50 respuestas distintas y contrapuestas.
Herman Biggs sabía que las epidemias requieren una atención política
intensa y de largo plazo, que necesita combinarse con las mejores
prácticas de salud y el desarrollo de nuevos productos científicos, así
como protocolos como cuarentenas, aislamiento oportuno (ahora
distanciamiento social), pruebas y desarrollo de vacunas. Hemos tenido
que aprender y reaprender esas lecciones de Biggs y sus predecesores,
pero nuestra era moderna ha visto éxitos espectaculares con la vacuna
contra la polio y la erradicación de la viruela. Lo irónico es que la
mala información, la falta de atención y la crónica reducción de fondos
para medidas de salud pública terminan costando mucho más, no sólo en
vidas, sino también en dinero. Y aun así, las relativamente sencillas
medidas de prevención son pasadas por alto en gran medida.
El Covid-19 ilustra nuestras fisuras políticas y estructurales. La
lenta respuesta y la falta de un liderazgo unificado están costando
vidas. Y de paso, han dejado a la economía en ruinas. Estados Unidos
llegó a ser líder en salud pública, ¿y ahora somos los líderes en casos
de coronavirus? La presidencia de Trump será juzgada culpable de mala
práctica política y se le deben pedir cuentas por el exceso de muertes y
el sufrimiento. Después de todo, como Biggs habría señalado, fueron
decisiones de Trump.
* Eric Manheimer fue director médico del Hospital Bellevue de 1997 a 2012. Es autor de Twelve patients: life and death at Bellevue Hospital ( Doce pacientes: vida y muerte en el Hospital Bellevue), en el que se basa la serie de televisión New Amsterdam. Es profesor de clínica en la Escuela de Medicina de la Universidad de Nueva York.
Traducción: Jorge Anaya
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