No importa el día del año y si llueve un torrencial, ellos siempre están ahí desde la madrugada hasta que anochece. Poniendo el lomo. Su cuerpo como herramienta de trabajo y modo de sobrevivencia. No importa si piensan o sienten, si se preguntarán la hora  (porque para el explotado no hay reloj que se detenga) o si les duele una muela o tienen ampollas. Si se les acaba de  morir un familiar o les nació un hijo.   Ellos siempre están ahí. Poniendo el lomo. Nunca son vistos como personas, al contrario; muchas veces estorban entre los corredores de los mercados populares y nunca falta quien les pegue un grito o haga un gesto despectivo al sentir el olor de sus cuerpos sudorosos por el trabajo. Y quien con estereotipos los vea como ladrones. Raras veces tienen zapatos y si los tienen están rotos y, en tiempo de invierno sus pies cansados son la cuna de tiñas de la temporada. Como rotas están también sus camisas raídas, porque será probablemente la única que tienen para trabajar. Pero, qué más da, son cosas sin importancia en personas sin importancia. Uno, dos, tres, cuatro quintales al lomo y a caminar corriendo entre los corredores atiborrados de compradores en los mercados populares, y atrás va el dueño de la mercancía que solo falta que tenga un azote para pegarle sobre las piernas para que avance más rápido: como animal de carga. 


Los dobleces de la moral
Estamos programados para seguir un protocolo de obediencia al pensamiento ajeno.