Arturo Balderas Rodríguez
La renovación de la
Cámara de Representantes de Estados Unidos apunta a un cambio
esperanzador en la política estadunidense, entre otras razones por la
diversidad de sus nuevos miembros, particularmente entre los
legisladores del Partido Demócrata.
Del total de representantes, 199 son republicanos y 235 demócratas.
Entre estos últimos hay dos mujeres indígenas, dos musulmanas y dos que
aún no llegan a los 30 años.
Una de las musulmanas rindió juramento sobre el Corán, y no sobre la
Biblia, como es costumbre, caso insólito en las ceremonias oficiales de
este tipo. Por primera vez en el Congreso el número de mujeres
legisladoras llega a 108, lo que es una novedad en una institución
caracterizada por sus hábitos misóginos. Como se esperaba, la
representante demócrata Nancy Pelosi regresa al liderazgo de la Cámara
de Representantes, lo que la convierte en la segunda funcionaria de
mayor responsabilidad en el gobierno, después del presidente Trump.
La elección de Pelosi no fue del todo tersa, ya que un grupo de 35 de
los nuevos representantes demócratas pretendía que su líder fuera una
persona más joven.
A fin de cuentas, Pelosi tuvo que comprometerse a relegirse por sólo
un periodo más al frente de la bancada demócrata, en el caso de que su
partido conserve la mayoría en las dos próximas elecciones.
Para la oposición se abre la oportunidad de dar un giro a la política
estadunidense. Seguramente tratará de impulsar los derechos humanos y
una estrategia que beneficie a la mayoría de la sociedad.
Contrastar su proyecto y estilo de hacer política con el de Donald
Trump y el del Partido Republicano, le ganará adeptos entre una
población que ha visto asombrada la forma en que se ha polarizado a la
sociedad, ampliado la desigualdad económica y destruido la buena imagen
de EU que en el mundo había dejado Barack Obama.
En este último punto, el liderazgo demócrata deberá hilar muy delgado
para conciliar los ímpetus renovadores de la juventud con el de los
sectores más tradicionales. Entre las decisiones más difíciles que
deberán tomar estará la selección de su candidato a la presidencia en
2020.
Por lo pronto han surgido dos precandidatos cuyo perfil es
radicalmente diferente al proyecto más mesurado y centrista de quienes
han liderado al partido hasta ahora. No parecen haber saneado del todo
las heridas que en muchos militantes dejó la elección de Hillary Clinton
en la carrera a la presidencia. Culpar exclusivamente a los líderes
demócratas por haber optado por ella y por su fracaso en la elección de
2016 es un error.
No deben olvidar, quienes criticaron esa decisión, que después de
todo ganó con un margen de casi 3 millones el voto popular; que hay
pruebas de la campaña de desprestigio en su contra orquestada por los
rusos para erosionar su popularidad, y que siete días antes de la
elección, el director de la FBI, en forma irresponsable, reveló la
supuesta existencia de correos electrónicos que comprometían la
honorabilidad de la candidata demócrata.
La conjunción de todos esos elementos prueba que no sólo los errores cometidos en su campaña le costaron la elección.
Despreciar que a pesar de ello 66 millones de electores apostaron por la señora Clinton sería una equivocación.
El Partido Demócrata enfrenta un dilema cuya solución ya empezó a
procesar en sus diferentes instancias de deliberación y decisión.
Dar sin mayor pausa el salto radical hacia adelante, que reclaman una
parte de sus militantes, o abrir un periodo de transición que otra
parte de su militancia considera prudente, es una decisión que el
liderazgo está obligado a sopesar con mucho cuidado para evitar una
escisión en su partido.
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