La
historia está llena individuos que un día se convierten en sus propios
antagónicos: amantes que se odian, ángeles que caen del cielo a los
abismos más oscuros, moderados que se vuelven fanáticos y fanáticos que
se pasan al bando opuesto.
La historia de las
civilizaciones registra casos similares pero rara vez alguien puede
observar la dirección desde la breve experiencia de la vida propia. Con
frecuencia, cuando los vientos soplan hacia el Este, el huracán se
dirige hacia el Oeste. Durante gran parte de la Edad Media, la
civilización islámica fue el centro de la racionalidad sobre la
autoridad intelectual mientras la Europa cristiana se entretenía en las
explicaciones religiosas de los fenómenos naturales y se basaba en el
arbitrio de la autoridad para liquidar cualquier discusión. La
tolerancia hacia las otras grandes religiones era más común en el mundo
musulmán que en el mundo cristiano.
Pero en cierto momento
de lo que luego se llamaría Renacimiento los roles comenzaron a
cruzarse hasta alcanzar, en muchos casos, una situación inversa a la
existente en la Edad Media.
Lo mismo ocurrió a una escala
menor con los partidos políticos: En Estados Unidos, los republicanos
eran los liberales y los demócratas los conservadores el sur esclavista
hasta que cambiaron de roles y hoy se odian por sus valores
supuestamente contrarios. En América latina no son raros casos similares
donde la izquierda liberal del siglo XIX pasó a representar los
intereses y narrativas de la derecha liberal del siglo XX.
En
todos los casos vemos un factor común: una sostenida lucha antagónica
desde lo militar hasta lo dialectico, lo que recuerda una observación de
Jorge Luis Borges: “hay que tener cuidado al elegir a los enemigos
porque uno termina pareciéndose a ellos”.
Es probable que
en nuestro presente estemos (1) inmersos en un punto de cruce semejante,
donde Oriente y Occidente se intercambian roles o (2) como anotamos más
arriba, solo se trate de un ciclo menor (una reacción) con dirección
contraria al súper ciclo.
En casi todo el mundo, las
democracias liberales están teniendo problemas económicos. No se trata
tanto de que estén sumidas en la pobreza sino de que sus crecimientos
son inferiores a los registrados por los países con sistemas menos
democráticos y, en casos, el crecimiento de sus economías no es
suficiente para sostener sus actuales niveles de vida.
Lo
contrario ha estado ocurriendo con países comunistas como China o
Vietnam. Singapur, una sociedad diversa, multi religiosa, con los
mayores índices de desarrollo social y económico del mundo, no califica
para democracia plena. Al menos según el estándar occidental. Incluso la
China liberal, Hong Kong, empieza a perder terreno competitivo con
Shenzhen, su vecino comunista. Estos países comunistas han adoptado un
capitalismo de mercado más globalizado mientras las democracias
liberales se mueven en el sentido contrario hacia la antiglobalización,
los nacionalismos y nuevas propuestas proteccionistas. En el medio, las
“democracias iliberales” de Putin en Rusia, Erdogan en Turquía y Orban
en Hungría.
Estados Unidos, Europa y Japón ya perciben el
declive de sus hegemonías y reaccionan negando la realidad con sus
nacionalismos más autoritarios, menos liberales, en nombre de la
seguridad y la restauración de un pasado que no puede volver sin causar
más declive aun.
Un aspecto crítico de este cambio de
roles, en cuanto a su manifestación económica, consiste en el factor
“predictibilidad”. Irónicamente (aunque no es una contradicción), los
capitalistas están hoy más seguros con gobiernos comunistas, como el
chino, y menos con gobiernos capitalistas. No el resto de la tradición
liberal, si consideramos que quienes no poseen grandes capitales todavía
consideran que hay ciertos valores, como la libertad de expresión y
otras libertades que no se dan en China y su éxito económico no
justifica perderlas.
Este grupo suele ser identificado en
Estados Unidos y en Europa con las izquierdas (antes acusadas de lo
contrario) mientras que las derechas, fortalecidas por el sentimiento de
frustración, se refugian en un nacionalismo dispuesto a cambiar ciertas
libertades y ciertos valores (como la diversidad y el cosmopolitismo)
por un supuesto renacimiento o una supuesta “recuperación de sus
países”. Nada de esto preocupaba tanto cuando las economías iban mejor
y, sobre todo, cuando no se percibía el declive, la pérdida del poder
hegemónico o imperial, cuando los pobres eran los comunistas o los
países del tercer mundo (que también eran capitalistas pero dependientes
servidores del centro).
La relación del capitalismo con
las democracias siempre fue una relación de interés, no de amor, pero
hoy podemos ver un capitalismo postdemocrático sin prejuicios. Hay algo
que todavía tiene en común con el capitalismo moderno y posmoderno:
aunque todavía elogia el espíritu de riesgo de sus individuos, detesta
la imprevisibilidad, eso mismo que las todavía democracias liberales han
demostrado sufrir en un alto grado.
De hecho, es un valor
que el presidente Trump se ha encargado de destacar en su persona,
mucho antes de ser elegido presidente. Es un valor del hombre de
negocios que regatea y presiona, pero un arma peligrosa, tal vez
suicida, para un presidente. En sus primeros cien días de gobierno,
Trump se ha dedicado a revertir todas las políticas y logros del
presidente anterior, desde las reformas al sistema de salud hasta los
acuerdos comerciales internacionales. Lo mismo puede ocurrir en
cualquier país de Europa.
Dese un punto de vista
democrático no parece mal: las sociedades deben tener la opción de
cambiar aunque, por lo general, sea solo una ilusión necesaria. Sin
embargo, para bien o para mal, toda esa imprevisibilidad de hacer y
deshacer significa más de lo mismo: las actuales democracias liberales
son tan imprevisibles que no se puede confiar ni en sus propios
acuerdos. Los países que negocian con ellas negocian con hombres y
mujeres que están en el poder cuatro u ocho años y luego son
reemplazados sistemáticamente por un antagónico, ya que la
insatisfacción de la población es cada vez más frecuente.
Según un estudio reciente de los profesores Stephen Broadberry y John Wallis (“Growing, Shrinking and Long Run Economic Performance”)
el factor que explica el aumento del crecimiento económico en los
últimos siete siglos no se ha debido a la mayor producción sino a las
menores recesiones y, según los datos extraídos de un estudio posterior,
este fenómeno no se explica por factores demográficos o por las grandes
invenciones sino por la capacidad de las cortes de resolver disputas
basadas en reglas previamente establecidas. Es decir, predecibles.
Más
allá de muchos otros factores (como la justicia de reglas establecidas
por los vencedores a escala social e internacional), parece aún menos
discutible el hecho de que la previsibilidad es lo que atrae a los
dueños del dinero, también en nuestro mundo posliberal. Es ahí donde los
países no democráticos de Asia se benefician de una mayor apertura y
liberalización económica mientras que las democracias liberales corren
la suerte contraria.
Una posible consecuencia a largo
plazo puede ser un corrimiento aún mayor de Oriente hacia sociedades más
democráticas y abiertas al tiempo que Occidente decide moverse en
sentido opuesto, lo que confirmaría lo anunciado en “El lento suicidio de Occidente” (2003)
La
otra posibilidad es nuestra mayor esperanza: que Occidente reaccione y
no se deje seducir por lo peor de sí mismo. Ejemplos tiene de sobra en
su propia historia.
Ambas posibilidades están ahí, vivas,
latentes. Tal vez todo dependa de una de las mayores virtudes humanas,
que es también su mayor peligro: la libertad de tomar sus propias
decisiones.
Jorge Majfud
Escritor uruguayo estadounidense, autor de Crisis y otras novelas.
http://www.alainet.org/es/articulo/185222
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