Jorge Eduardo Navarrete
Lo soy, desde
luego, el primero que intenta explotar alguna de las similitudes, menos
reales que aparentes, entre la corte de San Jacobo en Inglaterra y la
recién establecida
corte de la Casa Blanca. Una de ellas fue sugerida, con desparpajo, por Steve Bannon, considerado el poder tras el trono en Washington. Según reportaje de The Telegraph, el estratega mayor de Trump se ve a sí mismo como
el Thomas Cromwell en la corte de los Tudor, confiado en que, dado el éxito de esa serie en la televisión mundial, todo mundo sabrá con quién se compara, pensará en automático en esa dinastía y en el octavo Enrique, cuyo estilo de ejercer el poder real no fue disimilar al del presidente republicano. Corre el riesgo de no escapar al desastrado final del conde de Essex. Mi símil es más modesto: dado que el primer discurso de Trump ante el Congreso, el 28 de febrero, no pudo ser visto como un
State of the Union address, cabría compararlo más bien con un
discurso del trono, pieza anual en que la reina o el rey expone en Westminster las intenciones de política del gobierno en turno.
Trump dio lectura –con inusual disciplina y escasos añadidos
impromptu– a un texto de una hora que marcó una diferencia. Según John
Cassidy, analista de The New Yorker, “si el discurso inaugural pareció escrito por Steve Bannon bajo el acoso de la migraña, el del martes pareció obra de un speech-writer profesional”.
La diferencia de tono y de tonada fue, desde luego, el rasgo más
destacado y elogiado, incluso por articulistas a los que el orador había
motejado, días antes, de
enemigos del pueblo. Espigo aquí ejemplos diversos de los vellocinos con los que Trump trató de cubrir las propuestas que ahora actualizó y ratificó, sin modificar en nada su alcance de fondo.
De entrada, al enumerar los que considera logros de su primer mes de
(des) gobierno, Trump se vanaglorió de sus intervenciones directas y
personales para modificar las decisiones de inversión en el exterior –en
México, sobre todo– de corporaciones a las que no tuvo empacho en
publicitar: Ford, Fiat-Chrysler, General Motors, Sprint, Softbank,
Lockheed, Intel, Walmart y
muchas otras. Según él, van a invertir en EU
miles y miles de millones de dólaresy crearán
decenas de millares de empleos. No precisó cifra alguna. Le bastó, como siempre, la hipérbole.
Casi de inmediato aludió otro tema favorito: “(…) mi gobierno ha
escuchado el clamor popular sobre inmigración y seguridad fronteriza (…)
Pronto comenzaremos la construcción de una gran, gran muralla a lo
largo de nuestra frontera sur. Mientras hablo, estamos deportando a los
malos, como lo prometí durante la campaña”. Ningún reconocimiento de la
clara arbitrariedad con que se iniciaron las deportaciones, sin respeto
al debido proceso; ninguna referencia a la suspensión judicial de la
orden ejecutiva en materia migratoria, reexpedida en forma edulcorada
días después. En cambio, recurrió a la emotividad más elemental como
sustituto de toda conexión del discurso con la realidad y la
racionalidad.
El resto de la exposición presidencial se enfocó en los
cuatro, ocho o más años venideros. Recuérdese que Bannon ha pronosticado
que la era republicana abierta por Trump se extenderá por medio siglo.
Para delinear
los pasos que como país daremos en el futuro, Trump comenzó por aludir al TLCAN y a China en los términos usuales: “Hemos perdido más de una cuarta parte de nuestros empleos en la manufactura desde la aprobación de NAFTA –dijo– y hemos cerrado 600 mil plantas industriales desde que China ingresó a la Organización Mundial del Comercio en 2001”. Se ha hecho notar que esas pérdidas son resultado de tendencias y fenómenos complejos que han modificado la operación de la economía y el comercio mundiales, en cuya escala de importancia relativa el libre comercio queda muy por debajo de, por ejemplo, las innovaciones tecnológicas vinculadas a la automatización y, más recientemente, la robotización. Impermeable a la evidencia, Trump sigue convencido de que la cuestión básica por corregir es el déficit comercial de EU dentro del TLCAN y en el comercio bilateral con China. Las baterías se enfilan, además, contra el sistema multilateral de comercio y sus instituciones. Es evidente que estos requieren ser reformados y puestos al día en función de las necesidades del crecimiento económico y la creación de empleos, no desde la añeja óptica del mercantilismo obsoleto y primitivo a la que se ciñen los planteamientos de Trump, y de su recién ratificado secretario de Comercio, Wilbur Ross.
Como ha sido usual, más que de crear empleos nuevos, Trump habló de
recuperar puestos de trabajoque supuestamente EU ha transferido a otras naciones. Introdujo, sin embargo, un elemento antes ausente de su enfoque. Elogió los esquemas de inmigración selectiva aplicados en Canadá y Australia. Habló de sustituir
el actual sistema de inmigración con baja calificación por un sistema basado en el mérito de los inmigrantes potencialese invitó al Congreso a discutirlo como base
del acuerdo migratorio que nos ha eludido por décadas.
Quedan sin tratar numerosas cuestiones anunciadas por Trump en su
discurso de trono. Destacan, desde luego, el anuncio de expansión veloz
del mayor gasto bélico del mundo, con el riesgo de despertar una nueva y
desbocada carrera armamentista; la terca insistencia en derogar el
sistema de salud establecido por su predecesor (el Obamacare),
aunque no se haya definido cómo remplazarlo, y la reiteración de un
programa gigantesco de gasto de inversión en infraestructura, simultáneo
con un abatimiento casi sin precedente y muy regresivo de los
impuestos.
Trump promete, en suma, un Estados Unidos que atiende sobre todo a
sus propios intereses, sobre todo en el corto plazo; que minusvalúa la
cooperación internacional; que coloca intereses locales (i.e., la
minería del carbón) por encima de necesidades globales (el combate al
cambio climático), por citar sólo unos rasgos. Nada esperanzador, en
balance.
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