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miércoles, 22 de marzo de 2017

Monseñor Romero, educador


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Definitivamente, marzo es el mes de Monseñor Oscar A. Romero. El Arzobispo asesinado el 24 de marzo de 1980 nos convoca siempre a reflexionar no sólo sobre su pensamiento y obra, sino a valorar y recuperar su legado, en una época distinta a la suya, pero con desafíos igualmente importantes e impostergables.  

Ciertamente, de Monseñor Oscar Arnulfo Romero se pueden decir muchas cosas. Y la más radical es que Mons. Romero es lo más importante que le ha sucedido a El Salvador en el siglo XX.  Peor para quienes no quieren o no pueden –por su ceguera ideológica o por su ignorancia— darse cuenta de ello. Peor para quienes no quieren o no pueden darse cuenta de lo terrible que fue su asesinato.

Pues bien, parte de la grandeza de Mons. Romero es que supo detectar con lucidez los problemas sustantivos de El Salvador y supo, a la vez, vislumbrar los caminos que llevarían a su solución. En esta línea, entendió que en el mar de problemas nacionales a enfrentar, la educación era, además de un desafío urgente a encarar, un camino para avanzar en la transformación de la realidad nacional.  Mons. Romero se refirió una y otra vez a la educación en sus escritos y homilías. Una de las formas más bellas en que lo hizo es esta:

“Que se capacite a los niños y a las niñas a analizar la realidad del país. Que los prepare para ser agentes de transformaciones, en vez de alienarlos con un amontonamiento de textos y de técnicas que los hacen desconocer la realidad. Una educación que sea educación para la participación política, democrática, consciente. Esto ¡cuánto bien haría! (30 de abril de 1978).

De una y mil maneras Mons. Romero insistió en que la educación debía preparar a los niños y las niñas, a los muchachos y las muchachas, para ser agentes de cambio social, familiar y personal. Es decir, que la educación debía estar volcada a atender, desde las exigencias del conocimiento, los problemas de la propia realidad.

El tratamiento temático de ello está esparcido a lo largo de la obra escrita de Mons. Romero y estuvo presente, una y otra, en su predicación. En este sentido, este el primer aspecto que hace de Mons. Romero un educador: reflexionó críticamente sobre la educación y sus desafíos, y nos legó un importante corpus escrito en torno a ello. No se le ha extraído a esta herencia toda la sabia que contiene, pero esa sabia está ahí a la espera de ser actualizada y puesta a producir.

En segundo lugar, Mons. Romero fue un educador porque promovió de manera decidida una educación inserta en la realidad, lo cual lo llevó a animar las obras educativas de distintas órdenes religiosas. Gracias a su impulso y exigencias, importantes colegios católicos dieron un giro en su forma de entender la educación, así como en su modo de entender quiénes eran los destinatarios de la misma.

La opción preferencial por los pobres se hizo presente en la praxis de instituciones nacidas para atender a la élite; estas instituciones llevaron a sus planes de estudio los problemas de la realidad nacional y trabajaron por romper con la alienación familiar y social de sus alumnos y alumnas.

Instituciones que, como la UCA y el Externado San José, habían sido pioneras en este esfuerzo de anclar la educación en la realidad encontraron en Mons. Romero –al Mons. Romero de la segunda mitad de los años setenta— a un defensor decidido.

En tercer lugar, Mons. Romero fue un educador porque dedicó sus mejores energías y talentos a educar a la sociedad salvadoreña, tanto a sus sectores populares como a su clase media, a sus militares, a sus políticos y sus oligarcas.

La obra pastoral y teológica de Mons. Romero es una obra educativa de gran envergadura. Sus predicaciones en Catedral fueron, nunca mejor dicho, una cátedra permanente, en la cual el gran instrumento pedagógico fue la palabra firme, clara y verdadera.

Muy pocas veces como en boca de Mons. Romero la palabra viva ha tenido tanta fuerza y eficacia como recurso pedagógico. Comprensión, convencimiento, crítica, veracidad, operatividad, motivación, esperanza… Eso y más se encuentra presente en la palabra viva de Mons. Romero. Eso es lo que se echa de menos en el palabrerío que circula en boca de los manipuladores de la imagen que ocupan en la actualidad el espacio mediático.

En estos tiempos de predominio de la imagen, la palabra viva se ha devaluado. El proceso educativo mismo resiente la pérdida de sustancia de la palabra, cuando los recursos visuales la van desplazando del ejercicio del saber.

Es nefasto para la educación el lema hueco de que “una imagen vale más que mil palabras”, porque en realidad una palabra bien dicha vale más que mil imágenes. Y no es que estas últimas no tengan valor: su valor, no obstante, depende las palabras con las que sean nombradas e interpretadas.

No ha habido en la historia contemporánea salvadoreña mejor maestro en esta materia que Mons. Romero. Supo usar las palabras correctas para nombrar e interpretar la realidad nacional y sus imágenes, por ejemplo aquellas que pretendían hacer de El Salvador “el país de la sonrisa” o que decían “paz, trabajo y amor en El Salvador”, mientras que miles de niños morían por enfermedad o hambre, o los escuadrones de la muerte descuartizaban a los opositores políticos.  

La palabra viva de Mons. Romero irradió conocimiento crítico y comprometido con la realidad, especialmente con la de quienes sufrían por la violencia estructural, institucional y terrorista. Pero no sólo fue un educador con la palabra viva; lo fue también con la palabra escrita, que supo dar en el blanco, con las fundamentaciones debidas, de los graves problemas de El Salvador.

Su producción escrita no sólo es amplia, sino densa en contenidos conceptuales, éticos, reflexivos y críticos. A la coherencia argumentativa, Mons. Romero añade la profundidad temática, en asuntos complejos y delicados que él supo clarificar con un dominio de la palabra escrita ciertamente excepcional.

Sus cartas pastorales y homilías son una fuente de enseñanzas invaluables para quienes deseen adiestrarse en el análisis de la realidad nacional. Pero sobre todo son una fuente en la que debe beber todo aquél que pretenda usar la palabra escrita para decir cosas que en verdad importen a la gente; para decir no banalidades y trivialidades, sino asuntos que tengan que ver con la vida y la muerte, la dignidad, la desesperación o la esperanza individual y colectiva.

En definitiva, Mons. Romero fue y sigue siendo el gran pedagogo de la sociedad salvadoreña. Fue, es cierto, la voz de los sin voz, pero fue también quien educó a los que no tenían voz para que la tuvieran: dio voz a los sin voz. Por momentos, pareciera que quienes recuperaron su voz gracias a Mons. Romero no les preocupa renunciar a ella, no les preocupa quedarse de nuevo sin voz. Uno de los grandes desafíos de la transformación educativa que vive el país es que eso no suceda y que la sociedad salvadoreña se haga cargo de lo importante que es para su supervivencia no renunciar a la palabra, viva y escrita, que libera.


Tomado de L. A. González, Educación, conocimiento y emancipación. San Salvador, EDIPRO, 2014, pp. 21-24.
 

Luis Armando González es Licenciado en Filosofía por la UCA. Maestro en Ciencias Sociales por la FLACSO, México. Docente e investigador universitario. 

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