Definitivamente,
marzo es el mes de Monseñor Oscar A. Romero. El Arzobispo asesinado el
24 de marzo de 1980 nos convoca siempre a reflexionar no sólo sobre su
pensamiento y obra, sino a valorar y recuperar su legado, en una época
distinta a la suya, pero con desafíos igualmente importantes e
impostergables.
Ciertamente, de Monseñor Oscar Arnulfo
Romero se pueden decir muchas cosas. Y la más radical es que Mons.
Romero es lo más importante que le ha sucedido a El Salvador en el siglo
XX. Peor para quienes no quieren o no pueden –por su ceguera
ideológica o por su ignorancia— darse cuenta de ello. Peor para quienes
no quieren o no pueden darse cuenta de lo terrible que fue su asesinato.
Pues
bien, parte de la grandeza de Mons. Romero es que supo detectar con
lucidez los problemas sustantivos de El Salvador y supo, a la vez,
vislumbrar los caminos que llevarían a su solución. En esta línea,
entendió que en el mar de problemas nacionales a enfrentar, la educación
era, además de un desafío urgente a encarar, un camino para avanzar en
la transformación de la realidad nacional. Mons. Romero se refirió una y
otra vez a la educación en sus escritos y homilías. Una de las formas
más bellas en que lo hizo es esta:
“Que
se capacite a los niños y a las niñas a analizar la realidad del país.
Que los prepare para ser agentes de transformaciones, en vez de
alienarlos con un amontonamiento de textos y de técnicas que los hacen
desconocer la realidad. Una educación que sea educación para la
participación política, democrática, consciente. Esto ¡cuánto bien
haría! (30 de abril de 1978).
De
una y mil maneras Mons. Romero insistió en que la educación debía
preparar a los niños y las niñas, a los muchachos y las muchachas, para
ser agentes de cambio social, familiar y personal. Es decir, que la
educación debía estar volcada a atender, desde las exigencias del
conocimiento, los problemas de la propia realidad.
El
tratamiento temático de ello está esparcido a lo largo de la obra
escrita de Mons. Romero y estuvo presente, una y otra, en su
predicación. En este sentido, este el primer aspecto que hace de Mons.
Romero un educador: reflexionó críticamente sobre la educación y sus
desafíos, y nos legó un importante corpus escrito en torno a
ello. No se le ha extraído a esta herencia toda la sabia que contiene,
pero esa sabia está ahí a la espera de ser actualizada y puesta a
producir.
En segundo lugar, Mons. Romero fue un educador
porque promovió de manera decidida una educación inserta en la realidad,
lo cual lo llevó a animar las obras educativas de distintas órdenes
religiosas. Gracias a su impulso y exigencias, importantes colegios
católicos dieron un giro en su forma de entender la educación, así como
en su modo de entender quiénes eran los destinatarios de la misma.
La
opción preferencial por los pobres se hizo presente en la praxis de
instituciones nacidas para atender a la élite; estas instituciones
llevaron a sus planes de estudio los problemas de la realidad nacional y
trabajaron por romper con la alienación familiar y social de sus
alumnos y alumnas.
Instituciones que, como la UCA y el
Externado San José, habían sido pioneras en este esfuerzo de anclar la
educación en la realidad encontraron en Mons. Romero –al Mons. Romero de
la segunda mitad de los años setenta— a un defensor decidido.
En
tercer lugar, Mons. Romero fue un educador porque dedicó sus mejores
energías y talentos a educar a la sociedad salvadoreña, tanto a sus
sectores populares como a su clase media, a sus militares, a sus
políticos y sus oligarcas.
La obra pastoral y teológica de
Mons. Romero es una obra educativa de gran envergadura. Sus
predicaciones en Catedral fueron, nunca mejor dicho, una cátedra
permanente, en la cual el gran instrumento pedagógico fue la palabra
firme, clara y verdadera.
Muy pocas veces como en boca de
Mons. Romero la palabra viva ha tenido tanta fuerza y eficacia como
recurso pedagógico. Comprensión, convencimiento, crítica, veracidad,
operatividad, motivación, esperanza… Eso y más se encuentra presente en
la palabra viva de Mons. Romero. Eso es lo que se echa de menos en el
palabrerío que circula en boca de los manipuladores de la imagen que
ocupan en la actualidad el espacio mediático.
En estos
tiempos de predominio de la imagen, la palabra viva se ha devaluado. El
proceso educativo mismo resiente la pérdida de sustancia de la palabra,
cuando los recursos visuales la van desplazando del ejercicio del saber.
Es
nefasto para la educación el lema hueco de que “una imagen vale más que
mil palabras”, porque en realidad una palabra bien dicha vale más que
mil imágenes. Y no es que estas últimas no tengan valor: su valor, no
obstante, depende las palabras con las que sean nombradas e
interpretadas.
No ha habido en la historia contemporánea
salvadoreña mejor maestro en esta materia que Mons. Romero. Supo usar
las palabras correctas para nombrar e interpretar la realidad nacional y
sus imágenes, por ejemplo aquellas que pretendían hacer de El Salvador
“el país de la sonrisa” o que decían “paz, trabajo y amor en El
Salvador”, mientras que miles de niños morían por enfermedad o hambre, o
los escuadrones de la muerte descuartizaban a los opositores políticos.
La palabra viva de Mons. Romero irradió conocimiento
crítico y comprometido con la realidad, especialmente con la de quienes
sufrían por la violencia estructural, institucional y terrorista. Pero
no sólo fue un educador con la palabra viva; lo fue también con la
palabra escrita, que supo dar en el blanco, con las fundamentaciones
debidas, de los graves problemas de El Salvador.
Su
producción escrita no sólo es amplia, sino densa en contenidos
conceptuales, éticos, reflexivos y críticos. A la coherencia
argumentativa, Mons. Romero añade la profundidad temática, en asuntos
complejos y delicados que él supo clarificar con un dominio de la
palabra escrita ciertamente excepcional.
Sus cartas
pastorales y homilías son una fuente de enseñanzas invaluables para
quienes deseen adiestrarse en el análisis de la realidad nacional. Pero
sobre todo son una fuente en la que debe beber todo aquél que pretenda
usar la palabra escrita para decir cosas que en verdad importen a la
gente; para decir no banalidades y trivialidades, sino asuntos que
tengan que ver con la vida y la muerte, la dignidad, la desesperación o
la esperanza individual y colectiva.
En definitiva, Mons.
Romero fue y sigue siendo el gran pedagogo de la sociedad salvadoreña.
Fue, es cierto, la voz de los sin voz, pero fue también quien educó a
los que no tenían voz para que la tuvieran: dio voz a los sin voz. Por
momentos, pareciera que quienes recuperaron su voz gracias a Mons.
Romero no les preocupa renunciar a ella, no les preocupa quedarse de
nuevo sin voz. Uno de los grandes desafíos de la transformación
educativa que vive el país es que eso no suceda y que la sociedad
salvadoreña se haga cargo de lo importante que es para su supervivencia
no renunciar a la palabra, viva y escrita, que libera.
Tomado de L. A. González, Educación, conocimiento y emancipación. San Salvador, EDIPRO, 2014, pp. 21-24.
Luis Armando González es Licenciado en Filosofía por la UCA. Maestro en Ciencias Sociales por la FLACSO, México. Docente e investigador universitario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario