¿Ha sido el 8 de noviembre un nuevo 11 de septiembre?
TomDispatch
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García |
Las elecciones que cambiaron todo y podrían ser el factor decisivo de la Historia
Durante décadas, Washington tuvo la costumbre de utilizar la Agencia
Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés) para sabotear a
gobiernos del pueblo, ejercidos por el pueblo y para el pueblo que no
eran de su gusto y reemplazarlos con gobiernos sumisos [elija el tipo de
su preferencia: junta militar, shah, autócrata, dictador...] en todo el
planeta. Hubo el tristemente célebre golpe de Estado organizado por la
CIA y los ingleses que en 1953 derribó al gobierno democrático iraní de
Mohammad Mosadegh y en su lugar colocó en el poder al Shah (y a su
policía secreta, la SAVAK). En 1954, hubo el golpe de Estado de la CIA
contra el gobierno de Jacobo Arbenz que instaló a la dictadura militar
de Carlos Castillo Armas; también en 1954, hubo la acción de la CIA para
hacer que Ngo Dinh Diem se hiciera con el mando en Vietnam del Sur; en
1961, hubo la conspiración –CIA-belgas– para asesinar al primer ministro
Patrice Lumumba –el primero de ese país–, que se concretó finalmente en
la dictadura militar de Mobutu Sese Seko; en 1964, hubo el golpe de
Estado realizado por los militares y respaldado por la CIA que derribó
al presidente –elegido democráticamente– João Goulart y entregó el poder
a una junta militar; y, por supuesto, en septiembre de 1973 (el primer
11-S), hubo el golpe de Estado militar, respaldado por Estados Unidos,
que derrocó y asesinó al presidente de Chile, Salvador Allende. Bueno,
el lector ya está haciéndose una idea...
De este modo, en su
calidad de guía de lo que entonces se llamaba “el Mundo Libre”,
Washington ha trabajado sin cesar y a su antojo. A pesar de que esas
operaciones eran llevadas a cabo en forma encubierta, cuando llegaban a
conocerse, los estadounidenses, orgullosos de sus tradiciones
democráticas, generalmente han permanecido imperturbables en relación
con lo que en su nombre la CIA había hecho a las democracias (y a otros
tipos de gobierno) más allá de sus fronteras. Si Washington otorgaba
repetidamente el poder a regímenes de un tipo que los estadounidenses
hubiéramos considerado inaceptables para nosotros mismos, en el contexto
de la Guerra Fría, no se trataba de algo que nos quitara el sueño.
Esas acciones han permanecido como mínimo encubiertas; esto sin duda
muestra que no se trataba de algo que pueda pregonarse con orgullo a la
luz del día. Sin embargo, en los primeros años de este siglo surgió otro
modo de pensar. En la estela de los ataques del 11-S, la expresión
“cambio de régimen” adquirió categoría de normalidad. Como un curso de
acción posible, ya no había nada que debiera ocultarse. En lugar de
ello, la cuestión fue discutida abiertamente y llevada adelante a la luz
plena de la atención mediática.
Washington ya no recurriría a
una CIA que conspiraba en la oscuridad para deshacerse de algún gobierno
aborrecido y poner en su lugar a otro más manejable. En lugar de eso,
en se calidad de “única superpotencia” del planeta Tierra, con unas
fuerzas armadas presumiblemente más allá de toda comparación o desafío,
la administración Bush reclamaría el derecho de desplazar sin rodeos,
expeditiva y descaradamente a los gobiernos que ella despreciaba
mediante el sencillo empleo de la fuerza militar. Después, la
administración Obama tomaría el mismo camino recurriendo a los lemas
“intervención humanitaria” o “responsabilidad de proteger” (R2P, por sus
“siglas” en inglés). En este sentido, el cambio de regímenes y la R2P
se convertirían en una abreviatura del derecho –de la derecha de
Washington– de derrocar gobiernos a plena luz del día mediante misiles
de crucero, drones y helicópteros Apache, por no hablar de las tropas,
si eran necesarias (por supuesto, el Irak de Saddam Hussein sería el
primer objeto de exposición; le seguiría en importancia la Libia de
Muhammar Gaddafi).
Con esta historia y los resultados de las
últimas elecciones en la mente, hace poco tiempo empecé a preguntarme si
acaso, en 2016, el pueblo estadounidense había dejado a un lado a la
CIA y empezado –como posibilidad– a hacer él mismo lo que la Agencia (y
más recientemente las fuerzas armadas de Estados Unidos) había hecho a
los demás? En otras palabras, en la más extraña de las elecciones de
nuestra vida, ¿puede ser que solo hayamos visto algo parecido a un golpe
de Estado democrático en cámara lenta o alguna forma de cambio de
régimen en el ámbito nacional?
Solo el tiempo lo dirá, pero he
aquí un indicio de esa posibilidad: por primera vez, una parte de la
seguridad nacional intervino directamente en las elecciones de Estados
Unidos. En este caso, no fue la CIA sino nuestro principal organismo de
investigación en el entorno nacional: el FBI. En su interior, como hoy
lo sabemos, se ha despotricado y conspirado contra uno de los dos
candidatos a la presidencia antes de que su director, James Comey, con
franqueza –incluso, con descaro– entró en la disputa cuando faltaban 11
días para el desenlace. Y lo hizo con un asunto que, aun en su momento,
parecía al menos flojo –si no sencillamente falso– y se llevó por
delante firmes tradiciones del FBI respecto de los periodos electorales.
Al hacerlo, es por cierto muy probable que esa intervención haya
cambiado el curso del proceso eleccionario, un tópico en el resto del
mundo pero un momento único en este país.
La administración de
Donald Trump, que en estos momentos se está llenando de racistas,
islamófobos, iranófobos y un surtido de colegas multimillonarios, ya
tiene el aire de un gobierno en formación crecientemente militarizado y
autocrático, que favorece a militaristas blancos y poco dados al humor,
que no se toman las críticas a la ligera y reaccionan rápidamente ante
un golpe. Además, el 20 de enero, este equipo verá que tendrá en sus
manos unas enormes potestades represivas de todo tipo, unas potestades
que van desde la tortura hasta la vigilancia generalizada, unas
potestades que han sido extraordinariamente institucionalizadas a partir
de los años posteriores al 11-S en coincidencia con el surgimiento del
estado de la seguridad nacional como el cuarto poder de gobierno, unas
potestades que algunos de ellos están claramente impacientes por probar.
Retroceso e impulso hacia adelante: la historia de nuestro tiempo
Después de que Washington decidiera en 1979 encargar a la CIA el
pertrechamiento, la financiación y el adiestramiento de los más
extremistas y fundamentalistas musulmanes afganos (y otros) para que la
Unión Soviética se enfrentara con una situación parecida a la sufrida
por Estados Unidos en Vietnam, hicieron falta 22 años para que la
inversión estadounidense en los radicales islámicos se hiciera notar en
casa con toda su fuerza. En la cuenta de las reacciones habría una
instalación militar estadounidense en Arabia Saudí hecha saltar por los
aires, dos embajadas de Estados Unidos atacadas con bomba y un
destructor estadounidense gravemente averiado en el puerto de Aden. Pero
fueron las atentados del 11-S los que de verdad pusieron la reacción
enemiga en el mapa de este país (y, muy apropiadamente, convirtió el
libro de Chalmers Johnson* con ese título en un éxito editorial). Esos
ataques de al-Qaeda, cuyo costo estimado no pasó de los 400.000 dólares
apuntaron a tres edificios paradigmáticos: el World Trade Center (la
representación del poder económico de Estados Unidos), en Manhattan; el
Pentágono (el poder militar), en Washington; y, presumiblemente, la Casa
Blanca o el Capitolio (el poder político), hacia donde sin duda se
dirigía el avión del vuelo 93 de United Airlines cuando se estrelló en
un campo de Pennsylvania. La intención de estos ataques, realizados por
19 secuestradores aéreos –saudíes en su mayor parte–, era asestar un
golpe devastador a la autoestima estadounidense, y lo consiguieron.
En respuesta, la administración Bush lanzó la guerra global contra el
terror (GWOT –por sus siglas en inglés–, uno de los peores acrónimos de
la historia), conocida también por sus furibundos promotores como “la
Guerra Prolongada” o la “Cuarta Guerra Mundial”. Considere el lector
esta “guerra”, que incluyó en ella la invasión y ocupación de dos países
–Afganistán e Irak– como una especie de “impulso hacia adelante”, o una
segunda inversión –enorme y de largo plazo– de tiempo, dinero y vidas
de extremistas islámicos, que no hizo otra cosa que consolidar más aún
el fenómeno en nuestro mundo, ayudar a reclutar más militantes y a
propagarlo en todo el planeta.
Para decirlo con otras palabras,
la relativamente modesta inversión de 400.000 dólares de Osama bin
Laden llevaría a que Washington literalmente se lanzara a derrochar
billones de dólares en unas guerras e insurrecciones que no han hecho
más que extenderse y a poner en su mira a organizaciones terroristas
–cada vez más cambiantes– del Oriente Medio y África. El resultado de
años de acciones bélicas que han escapado a todo control y llevado al
desastre a una vasta región ha acabado en lo que yo he llamado el
“imperio del caos” y propiciado un tipo de reacciones enemigas en el
ámbito nacional, reacciones que cambiarían y distorsionarían la
naturaleza del gobierno y la sociedad de Estados Unidos.
Hoy en
día, después de 37 años de la primera intervención en Afganistan y 15
años después de la segunda, en la estela de unas elecciones en este
país, la reacción contraria respecto de la guerra contra el terror –sus
mandos, su mentalidad, sus obsesiones, su ansiedad por militarizarlo
todo– ha llegado a casa con mucha fuerza. De hecho, acabamos de tener lo
que algún día quizá sea visto como las primeras elecciones al estilo
11-S. Y, con ellas, vistas las enloquecidas propuestas de expulsar o
registrar a los musulmanes, o a quienes se les parezcan. La guerra
literal contra el terror está amenazando con aposentarse también en casa
con toda intensidad. Sabiendo lo que sabemos sobre los “resultados” en
tierras distantes en los últimos 15 años, esto de ninguna manera puede
ser una buena noticia (por ejemplo, según un informe muy reciente [de The Daily Beast]
el temor a ser perseguidos está creciendo entre los musulmanes que
trabajan en el Pentágono, la CIA, y el departamento de Seguridad
Interior; con los sentimientos islamofóbicos que ya se hacen notar en la
administración Trump que se esta formando, es posible concluir que esto
no acabará bien).
¿El factor decisivo de la Historia?
El 12 de septiembre de 2001 era muy difícil tratar de adivinar qué
consecuencias tendría en Estados Unidos y el mundo el impacto producido
por los ataques del día anterior, por eso no tiene sentido perder el
tiempo en especular adónde nos conducirán en los años venideros los
acontecimientos del 8 de noviembre de 2016. En el mejor de los tiempos,
la predicción es un ejercicio arriesgado; generalmente, el futuro es un
agujero negro. Pero hay una cosa que parece ser probable en medio de las
tinieblas: con los generales (y otros oficiales de alta graduación) que
han conducido las fracasadas guerras de Estados Unidos estos últimos
años dominando en la estructura de la seguridad nacional de una futura
administración Trump, nuestro imperio del caos (incluyendo tal vez el
cambio de régimen) ciertamente ha llegado a casa. Es algo razonable ver
el triunfo de Donald Trump y su fracción de derecha corporativista –o
“populismo” multimillonario– y la marea de creciente racismo blanco que
ha acompañado a este racismo como un impacto estilo 11-S en el mundo de
la política, aunque acabe siendo una versión en cámara lenta del
acontecimiento que propició su aparición.
Al igual que con el
11-S, una historia –larga y cargada de reacciones hostiles– precedió a
la victoria de Donald Trump del 8 de noviembre. Esa historia incluye la
institucionalización de la guerra permanente como una forma de vida en
Washington, el crecimiento de un poder autónomo y la preeminencia del
estado de la seguridad nacional; todo esto acompañado del desarrollo y
la legalización de los poderes más opresivos del Estado, entre ellos la
invasiva vigilancia de todos los tipos imaginables, el regreso, desde
los campos de batalla más remotos, de la tecnología y la mentalidad de
la guerra permanente y la capacidad de asesinar a quienquiera que la
Casa Blanca elija matar (incluso a ciudadanos estadounidenses). Además,
en relación con las reacciones contrarias, en el ámbito nacional sería
necesario incluir el resultado del fallo de 2010 llamado “Citizens
Unites” (Ciudadanos unidos) del Tribunal Supremo, que permitió liberar
pasmosas sumas de dinero corporativo y del 1 por ciento que está en la
cúspide de una sociedad cada vez más desigual para llenar las arcas de
un sistema político (sin el cual habría sido impensable la existencia de
una presidencia y un gabinete de multimillonarios).
Tal como
escribí a principios de octubre, “...una parte significativa de la clase
trabajadora blanca siente como si –sea económicamente, sea
psicológicamente– tuviera la espalda contra el muro y ya no quedara un
sitio adónde ir. Es evidente que en estas circunstancias, muchos de esos
votantes han decidido que están preparados para lanzarse literalmente
contra la Casa Blanca; están dispuestos a aprovechar el derrumbe del
tejado, incluso aunque éste les caiga encima.”. Entonces, tomemos la
elección de Donald Trump como el triunfo del terrorista suicida –en este
caso, el trabajador blanco– enviado al Despacho Oval para que, como
dicen todos ahora muy educadamente, “sacudir las cosas”.
En un
momento que, en tantos sentidos, está lleno de extremismo y en el que
los yihadistas del estado de seguridad nacional están claramente
dispuestos a todo, es posible quizás que las elecciones de 2016 acaben
siendo el equivalente en cámara lenta a un golpe de Estado en Estados
Unidos. Donald Trump, como otros populistas de derecha antes que él,
tiene un temperamento con tendencia no solo a la demagogia (como lo
demostró en la campaña presidencial), sino también al autoritarismo en
su versión estadounidense, sobre todo desde que en los últimos años –en
términos de pérdida de derechos y de reforzamiento de los poderes del
Estado– este país ya se ha movido hacia la autocracia, aunque esta
realidad sea poco percibida.
Fuera cual fuera la forma en que
los acontecimientos del 8 de noviembre hayan sido presentados a los
estadounidenses, hay una cosa que cada día es más cierta acerca del país
que gobernará Donald Trump. Olvidemos a Valdimir Putin y su
destartalado petro-estado: en este momento, el país más peligroso del
planeta es el nuestro. Conducido por un hombre que –aparte de la forma
de manipular a los medios (en lo que es un genio innato)– sabe bien poco
y, al menos en parte, por los frustrados generales provenientes de la
guerra estadounidense contra el terror, es probable que Estados Unidos
sea un país más extremo, beligerante, irracional, obsesivo; un país que
cuenta con unas fuerzas armadas poderosamente pertrechadas, financiadas
en un nivel cada vez mayor –al que ningún otro país puede siquiera
acercarse– y con pasmosos poderes para intervenir, interferir y
reprimir.
No es un cuadro muy atractivo. Aun así, es apenas una
introducción a lo que indudablemente debería ser considerado lo más
importante del Estados Unidos de Donald Trump: con todo lo que sabemos
de la historia golpista de la CIA y la tradición de cambios de régimen
por la fuerza de las armas, ¿podría también Estados Unidos hacer pedazos
un planeta? Si, en lo más alto de lo que ya es el segundo país emisor
de gases de efecto invernadero del mundo, Trump lleva adelante las
futuras políticas energéticas que prometió durante la campaña electoral
–desfinanciar las ciencias relacionadas con el clima, denunciar o
ignorar los acuerdos contra el cambio climático, quitarle importancia al
desarrollo de energías alternativas, dar luz verde a los oleoductos y
al fracking, alentar aún más otras formas de extracción de combustibles
fósiles y repensar completamente a Estados Unidos para convertirlo en la
Arabia Saudí de América del Norte–, estará efectivamente iniciando una
acción de cambio de régimen contra el planeta Tierra.
Todo lo
demás que pueda hacer la administración Trump, incluso introducirnos en
un periodo de autocracia estadounidense, formaría parte inherente de la
historia de la humanidad. Los despotismos vienen y van. Los déspotas
surgen y mueren. Las rebeliones estallan y fracasan. Las democracias un
día funcionan y un día dejan de funcionar. La vida continúa. Sin
embargo, el cambio climático no tiene nada que ver con todo eso. Puede
formar parte de la historia del universo, pero no de la historia humana.
En cambio, puede ser un factor decisivo en la Historia. Lo que nos haga
la administración Trump en los venideros años puede dar lugar a un
periodo muy negro pero será algo pasajero, al menos en comparación con
la posible desestabilización total de la vida sobre la Tierra y de la
historia tal como las hemos conocido en los últimos miles de años.
Esto, por supuesto, eclipsa al 11-S. En última instancia, el triunfo
electoral del 8-N podría llegar a ser el impacto de una vida, de
cualquier vida, durante muchísimos años. Este es el peligro que está
ante nosotros desde ese día; no nos equivoquemos, puede ser devastador.
* El título (en inglés) del libro de Ch. Johnson es Blowback: The Costs and Consequences of American Empire, que podría traducirse como “Retroceso: el costo y las consecuencias del Imperio estadounidense”. (N. del T.)
Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World.
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