Ramonet hace recuento de la represión aplicada en su contra por la ‘‘dictadura mediática’’
Ignacio Ramonet
Periódico La Jornada
Imagen histórica de Fidel Castro, su hermano Raúl y Camilo Cienfuegos, en marzo de 1957, en la campaña en las montañas del oriente de Cuba ara derrocar al dictador Fulgencio Batista Foto Ap |
La muerte de Fidel Castro ha dado lugar –en
algunos grandes medios occidentales– a la difusión de cantidad de
infamias contra el comandante cubano. Eso me ha dolido. Sabido es que lo
conocí bien. Y he decidido, por tanto, aportar mi testimonio personal.
Un intelectual coherente debe denunciar las injusticias. Empezando por
las de su propio país.
Cuando la uniformidad mediática aplasta toda diversidad, censura
cualquier expresión divergente y sanciona a los autores disidentes, es
natural, efectivamente, que hablemos de ‘‘represión’. ¿Cómo calificar de
otro modo un sistema que amordaza la libertad de expresión y reprime
las voces diferentes? Un sistema que no acepta la contradicción, por muy
argumentada que sea. Un sistema que establece una ‘‘verdad oficial’’ y
no tolera la transgresión. Semejante sistema tiene un nombre, se llama:
‘‘tiranía’’ o ‘‘dictadura’’. No hay discusión.
Como muchos otros, yo viví en carne propia los azotes de ese sistema... en España y en Francia. Es lo que quiero contar.
La represión contra mi persona empezó en 2006, cuando publiqué en España mi libro Fidel Castro: biografía a dos voces, o Cien horas con Fidel
(Editorial Debate, Barcelona), fruto de cinco años de documentación y
de trabajo, y de centenares de horas de conversaciones con el líder de
la revolución cubana. Inmediatamente fui atacado. Y comenzó la
represión. Por ejemplo, el diario El País (Madrid), en el que
hasta entonces yo escribía regularmente en sus páginas de opinión, me
sancionó. Cesó de publicarme. Sin ofrecerme explicación alguna. Y no
sólo eso, sino que –en la mejor tradición estalinista– mi nombre
desapareció de sus páginas. Borrado. No se volvió a reseñar un libro mío
ni se hizo nunca más mención alguna de actividad intelectual mía. Nada.
Suprimido. Censurado. Un historiador del futuro que buscase mi nombre
en las columnas del diario El País deduciría que fallecí hace una década...
Lo mismo en La Voz de Galicia, diario en el que yo escribía también, desde hacía años, una columna semanal titulada Res Pública.
A raíz de la edición de mi libro sobre Fidel Castro, y sin tampoco la
mínima excusa, me reprimieron. Dejaron de publicar mis crónicas. De la
noche a la mañana: censura total. Al igual que en El País, ninguneo absoluto. Tratamiento de apestado. Jamás, a partir de entonces, la mínima alusión a cualquier actividad mía.
Como en toda dictadura ideológica, la mejor manera de ejecutar a un
intelectual consiste en hacerle ‘‘desaparecer’’ del espacio mediático
para ‘‘matarlo’’ simbólicamente. Hitler lo hizo. Stalin lo hizo. Franco
lo hizo. Los diarios El País y La Voz de Galicia lo hicieron conmigo.
En Francia me ocurrió otro tanto. En cuanto las editoriales Fayard y Galilée editaron mi libro Fidel Castro: Biographie à deux voix en 2007, la represión se abatió de inmediato contra mí.
En la radio pública France Culture yo animaba un programa semanal,
los sábados por la mañana, consagrado a la política internacional. Al
publicarse mi libro sobre Fidel Castro y al comenzar los medios
dominantes a atacarme violentamente, la directora de la emisora me
convocó en su despacho y, sin demasiados rodeos, me dijo: ‘‘Es imposible
que usted, amigo de un tirano, siga expresándose en nuestras ondas’’.
Traté de argumentar. No hubo manera. Las puertas de los estudios se
cerraron por siempre para mí. Ahí también se me amordazó. Se silenció
una voz que desentonaba en el coro del unanimismo anticubano.
En la Universidad París-VII yo llevaba 35 años enseñando la teoría de
la comunicación audiovisual. Cuando empezó a difundirse mi libro y la
campaña mediática contra mí, un colega me advirtió: ‘‘¡Ojo! Algunos
responsables andan diciendo que no se puede tolerar que ‘el amigo de un
dictador’ dé clases en nuestra facultad...’’ Pronto empezaron a circular
por los pasillos octavillas anónimas contra Fidel Castro y reclamando
mi expulsión de la universidad. Al poco tiempo se me informó
oficialmente que mi contrato no sería renovado... En nombre de la
libertad de expresión se me negó el derecho de expresión.
Yo dirigía en aquel momento, en París, el mensual Le Monde diplomatique, perteneciente al mismo grupo editorial del conocido diario Le Monde.
Y, por razones históricas, yo pertenecía a la Sociedad de Redactores de
ese diario, aunque ya no escribía en sus columnas. Esta sociedad era
entonces muy importante en el organigrama de la empresa por su condición
de accionista principal, porque en su seno se elegía al director del
diario y porque velaba por el respeto de la deontología profesional.
En virtud de esta responsabilidad precisamente, unos días después de
la difusión de mi biografía de Fidel Castro en librerías, y después de
que varios medios importantes (entre ellos el diario Libération)
empezaron a atacarme, el presidente de la Sociedad de Redactores me
llamó para transmitirme la ‘‘extrema emoción’’ que, según él, reinaba en
el seno de la Sociedad de Redactores por la publicación del libro.
‘‘¿Lo has leído?’’, le pregunté. ‘‘No, pero no importa –me contestó–; es
una cuestión de ética, de deontología. Un periodista del grupo Le Monde
no puede entrevistar a un dictador.’’ Le cité de memoria una lista de
una docena de auténticos autócratas de África y de otros continentes a
los que el diario había concedido complaciente la palabra durante
décadas.
“No es lo mismo –me dijo–, Precisamente te llamo por eso: los
miembros de la Sociedad de Redactores quieren que vengas y nos des una
explicación.” “¿Me queréis hacer un juicio? ¿Un ‘proceso de Moscú’? Una purga
por desviacionismo ideológico? Pues vais a tener que asumir vuestra
función de inquisidores y de policías políticos, y llevarme a la fuerza
ante vuestro tribunal”. No se atrevieron.
No me puedo quejar; no fui encarcelado, ni torturado, ni fusilado
como les ocurrió a tantos periodistas e intelectuales en el nazismo, el
estalinismo o el franquismo. Pero sufrí represiones simbólicas. Igual
que en El País o en La Voz, me
desaparecieronde las columnas del diario Le Monde. O sólo me citaban para lincharme.
Mi caso no es único. Conozco en Francia, en España, en otros países
europeos, a muchos intelectuales y periodistas condenados al silencio, a
la
invisibilidady a la marginalidad por no pensar como el coro feroz de los medios dominantes, por rechazar el
dogmatismo anticastrista obligatorio. Durante decenios, el propio Noam Chomsky, en Estados Unidos, país de la caza de brujas, fue condenado al ostracismo por los grandes medios, que le prohibieron el acceso a las columnas de los diarios más influyentes y a las antenas de las principales emisoras de radio y televisión.
Esto no ocurrió hace 50 años en una lejana dictadura polvorienta. Está pasando ahora, en nuestras
democracias mediáticas. Yo lo sigo padeciendo en este momento. Por haber hecho simplemente mi trabajo de periodista, y haberle dado la palabra a Fidel Castro. ¿No se le da acaso, en un juicio, la palabra al acusado? ¿Por qué no se acepta la versión del dirigente cubano, a quien los grandes medios dominantes juzgan y acusan en permanencia?
¿Acaso la tolerancia no es la base misma de la democracia? Voltaire definía la tolerancia de la siguiente manera:
No estoy en absoluto de acuerdo con lo que usted afirma, pero lucharía hasta la muerte para que tenga usted el derecho de expresarse. La dictadura mediática, en la era de la post-verdad, ignora este elemental principio.
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