Introducción
En el transcurso del siglo XX ha habido varios intentos para llevar
adelante esa monumental empresa que representa cambiar el modelo
capitalista por una sociedad socialista. Rusia, China, Cuba, Vietnam,
Norcorea, Nicaragua, cada uno con sus características particulares, lo
ha intentado. No se puede decir que los mismos fracasaron
estrepitosamente; de ningún modo. Allí no hubo fracasos. Con
dificultades, con muchos más problemas de los que hubiera sido deseable,
se consiguieron resultados encomiables. Si se miden con el rasero
capitalista basado en la acumulación del fetiche mercancía y la teoría
del valor, por supuesto que esas sociedades no se “desarrollaron”; pero
está claro que los socialismos realmente existentes se encaminaron a
otra cosa y no a repetir el modelo del capitalismo.
Una sociedad no se puede medir por la cantidad de shopping centers
que posee, ni por la velocidad con que cada uno de sus integrantes
cambia el modelo de automóvil o de lavadora. Esa es una forma de medir
los “éxitos”, pero por cierto no la única, ni la más recomendable. Si de
medirlas se trata, definitivamente hay que apelar a otras categorías.
Lo que se buscó en esas experiencias tiene que ver básicamente con la
dignificación del ser humano, con desarrollar sus potencialidades, con
la promoción de valores más ricos que la acumulación de objetos
apuntando, por el contrario, hacia la solidaridad, al espíritu
colectivo, al darle vuelo a la creatividad y la inventiva.
Quizá esas primeras experiencias, de las que sin dudas podemos y debemos
formular una sana crítica constructiva, son un primer paso: con las
dificultades del caso quedó demostrado que sí se puede ir más allá de
una sociedad basada en la exclusiva búsqueda de lucro
personal/empresarial. Los logros en ese sentido están a la vista: en
esas sociedades, más allá de la artera publicidad capitalista, no se
pasa hambre, la población se educa, no existe la violencia demencial de
los modelos de libre mercado, existe una nueva idea de la dignidad. Si
hoy muchas de esas experiencias se revirtieron o se pervirtieron, eso
debe llamar a una serena reflexión sobre qué significa hacer una
revolución. Pero no hay nada más demostrativo de los logros obtenidos
como el hecho que, por inmensa mayoría, en los países donde existieron
modelos socialistas, al día de hoy, con la llegada del capitalismo
salvaje y luego de pasado el furor de la novedad de las “cuentas de
colores” de los fascinantes shopping centers, las poblaciones
añoran los tiempos idos. Ahora, al igual que en cualquier país
capitalista, allí comer, educarse, tener salud y seguridad social es un
lujo; el socialismo, aún con sus errores, enseñó que la dignidad no
tiene precio.
La titánica tarea de revolucionar el sistema
conocido implica un cambio fenomenal: es la construcción de un
parteaguas en la historia, es el inicio de una sociedad que, alcanzado
un nivel de productividad mucho más alto que otros estados históricos de
desarrollo anteriores, puede empezar a pensar realmente en el bien
común, en el colectivo, en la especie humana como un todo. Eso es el
socialismo. Obviamente, un proyecto fenomenal. Haciendo nuestras las
palabras de Marx: “No se trata de reformar la propiedad privada,
sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino
de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino
de establecer una nueva.”
Establecer una nueva sociedad:
ahí está la clave. No es reformar, maquillar, disimular algo viejo dando
la sensación de un superficial cambio cosmético. Estamos hablando de
una transformación profunda, enorme. Por supuesto, eso es algo
monumentalmente difícil. Es refundar la humanidad. Y eso, la experiencia
lo mostró, no es algo que se logra por decreto, en poco tiempo, sólo
con buena voluntad a partir de ideas renovadoras, con una vanguardia que
intenta dinamizar un proceso y empuja. Cambiar el curso de la historia
implica transformar de raíz el sujeto que somos. Para el caso:
transformar a millones y millones de seres humanos. Eso no es imposible,
pero sí sumamente complejo. Unas pocas generaciones, tal como
efectivamente sucedió en esas primeras experiencias, sólo pueden servir
para comenzar a dimensionar la magnitud de la empresa con la que nos
enfrentamos. ¡Es un reto fenomenal!
Ahora bien: estas breves
reflexiones nos llevan hacia consideraciones más profundas; nos obligan a
repensar el sentido último de lo que significa la revolución
socialista. ¿Por qué no funcionaron como se esperaba las primeras
revoluciones socialistas del silgo XX? ¿Por qué, después de varias
décadas, cayeron, o se revirtieron? ¿Acaso no es posible entonces
tomarse en serio lo de transformar la historia, crear un “hombre nuevo”,
dejar atrás la prehistoria apegada a las luchas en torno a la propiedad
privada? Reflexiones, por cierto, que son imprescindibles para acometer
la construcción del cambio en ciernes. La idea de base es que sí es
posible; si no, ni siquiera nos lo estaríamos planteando. La pasión que
nos alienta es que la utopía es posible. De lo que se trata ahora es
cómo darle forma, cómo sembrarla para que germine. En otros términos:
cómo colapsar el actual sistema, cómo impactar, cómo vencerle.
Dicho así, pareciera que aquí se dan recetas, guías de acción, un
“manual” para hacer la revolución. ¡Ojalá se pudiera disponer de eso!
Sin embargo, ello es absolutamente imposible; es más: está reñido con la
ética socialista misma, con la idea de una verdadera transformación.
Más allá de poder pensar dificultades comunes e intentar sacar
conclusiones de los errores cometidos y de las luchas libradas, si algo
define la experiencia humana es su complejidad, su alto grado de
imprevisibilidad, su dosis de irracionalidad incluso (pese a que exista
una ciencia social -conservadora y de derecha- que intenta anticiparse y
controlarla). Vista en sentido histórico, más allá de saber que las
guerras son disputas a muerte por el poder: ¿es racional la guerra en
términos de especie humana, o justamente atenta contra ella? Todos
sabemos que fumar puede producir cáncer, pero seguimos fumando. ¿Cómo
entender la racionalidad entonces? Se abre ahí una imperiosa necesidad
de reformularnos cuestiones básicas, desde el materialismo histórico y
desde las ciencias sociales que fueron apareciendo en el transcurso del
siglo XX, luego que Marx formulara las líneas fundamentales de este
andamiaje conceptual.
Por ejemplo, la cuestión del poder como
eje que dinamiza buena parte de las relaciones interhumanas (las
conocidas al menos, las que se basan y presuponen la propiedad privada),
es un tema que desde la izquierda tradicionalmente no se ha considerado
en toda su complejidad, lo cual no deja de ser una agenda pendiente de
gran importancia. ¿Por qué vemos que se repiten muchas veces errores
similares a los del campo capitalista en la construcción de alternativas
anticapitalistas? ¿Está la izquierda inmunizada ante los juegos del
poder, o ello debería replantearse con mayor altura crítica? ¿Por qué un
camarada dirigente de ayer puede transformarse tan fácilmente en un
magnate?
Así sea sólo un ejemplo este tema del poder -no
pequeño, por cierto- son muchas las tareas de revisión crítica que
esperan para potenciar las estrategias revolucionarias, hoy por hoy
bastante alicaídas. No hay “manuales” al respecto; hay, en todo caso,
preguntas críticas. No más. Pero tampoco: nada menos. ¿Cómo nos
planteamos el tema del poder? ¿Qué hay de las actuales mezquindades y
flaquezas que nos constituyen? (Dicho en otros términos: ¿por qué es
posible revertir revoluciones socialistas victoriosas?) ¿Cómo se
construye el “hombre nuevo” del socialismo? Sólo decir esto y ya vemos
la necesidad de la autocrítica: ¿por qué “hombre” y no “ser humano”?,
¿“hombre” como sinónimo de humanidad? ¿No se nos filtra ahí un arrogante
prejuicio machista-patriarcal? De eso se trata entonces: “no de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva.”
La autocrítica permanente debe ser una clave vital. Pero en lo humano
no se puede establecer aquello de “borrón y cuenta nueva”: construimos
el socialismo con la materia prima que somos. Ahí estriba una dificultad
enorme, y por tanto, el reto es mayúsculo. De todos modos “dificultad”,
nunca, en ningún momento histórico y en ninguna lengua significa
“imposibilidad”.
Sin dudas es mucho más fácil preguntar
críticamente y desarmar lo establecido que proponer cosas nuevas. Esa es
una dialéctica humana: es más fácil destruir que construir. En ese
sentido, resulta más simple constituirnos en críticos implacables del
capitalismo (pues obviamente hay muchísimo por demoler ahí) que
proponerle alternativas válidas, posibles, efectivas, que realmente
sirvan para edificar algo nuevo. Si fuera tan fácil aportar soluciones,
el mundo sería distinto. Pero siendo auténticamente socráticos en
nuestro proceder, podríamos decir que en el hecho de preguntar/criticar
lo conocido anida ya el germen de la respuesta, o sea, la solución al
problema planteado. Por tanto, vale (¡y mucho!) preguntarnos acerca de
los límites del capitalismo, del actual y de sus raíces históricas,
porque a partir de ese interrogante se podrán ir construyendo las
respuestas, los caminos alternativos.
En tal sentido: hagamos teoría. Y sin tenerle miedo a la teoría, podemos repetir con Einstein que “no hay nada más práctico que una buena teoría en el momento oportuno”.
¿Cómo hacer la revolución socialista entonces? Presentémoslo en forma de preguntas:
Interrogantes a resolver
· ¿Es posible construir el socialismo en un solo país hoy día?
Quizá
podría ser factible tomar el poder a nivel nacional, desplazar al
gobierno de turno en forma revolucionaria y establecerse como nuevo
grupo gobernante con un planteo de izquierda, pero eso no significa
necesariamente una transformación en términos de relaciones de fuerza
como clase de los trabajadores y oprimidos. Además, dado el grado de
complejidad en el proceso de globalización y la interdependencia de todo
el planeta, es imposible construir una isla de socialismo con
posibilidades reales de sostenimiento a largo plazo. En ese sentido los
planteos revolucionarios deben apuntar a pensar en bloques, espacios
regionales. La idea de Estado-nación entró en crisis y hay que revisarla
críticamente desde las propuestas de izquierda. El ejemplo de los
distintos socialismos que se intentaron construir en el transcurso del
siglo XX nos da alguna pista al respecto: se pueden comenzar procesos
muy interesantes, fecundos, imprescindibles incluso; pero eso es un
preámbulo del socialismo. De todos modos, todo ello no debe
inmovilizarnos y hacernos pensar en que hay que abandonar las luchas
nacionales. De momento nuestra unidad de acción son espacios nacionales,
y ahí debemos trabajar, planteándonos todos estos problemas como los
nuevos retos.
· ¿Cómo dar luchas globales desde lo micro?
No
hay más alternativa que esa: las luchas son siempre en el espacio
local, pequeño: en la comunidad, en el sindicato, en las
reivindicaciones sectoriales. Pero toda lucha debe tener como
perspectiva final un nivel más amplio, entendiendo que lo local es
articula, en definitiva, con lo planetario. Hoy día hay que buscar sumar
descontentos, acumular fuerzas de los numerosísimos
golpeados/explotados/excluidos del sistema. Ese trabajo de hormiga de
juntar descontentos se hace en el nivel micro; aprovechando la
globalización que impera, el desafío es sumar esos descontentos
puntuales y locales en esfuerzos globales, macros. El Foro Social
Mundial fue (es) un intento en ese sentido. quizá no prosperó como
herramienta real de lucha, pero a partir de ello hay que estudiar el
fenómeno y ver cómo impulsar alternativas realmente viables que
consideren el estado actual del mundo como aldea global.
· ¿Planificación estatal o pequeños emprendimientos descentralizados?
Las
experiencias económicas comunitarias y a pequeña escala pueden ser una
importante fuente de inspiración para el cambio. Nos referimos, por
ejemplo, a una cooperativa local, un taller alternativo, un grupo de
mujeres tejedoras o de pescadores artesanales. Es decir: pequeñas
iniciativas puntuales que sirven para satisfacer las necesidades
humanas, pero no a la escala gigantesca, global, monumental, del sistema
capitalista mundializado, y que transmiten nuevos valores de
solidaridad y consumo responsable. En esos pequeños emprendimientos
resuena, en todo caso, aquella fórmula de Marx del comunismo como “comunidad de productores libres asociados”.
Pero en la actualidad es para pensar si allí hay un cambio real de
paradigmas, una dinámica verdaderamente anticapitalista, o si estas
experiencias, en todo caso, constituyen islas que quizá pueden jalonar
el camino, pero que no pueden funcionar como elemento transformador.
Son, sin dudas, importantes experiencias que deben retomarse y pueden
mostrar la ruta por donde transitar. Es como el caso de las empresas
cerradas y recuperadas bajo control obrero, o el movimiento Okupa: eso
no es la revolución socialista, pero es la célula que indica por dónde
puede/debe ir la cuestión. Las transformaciones duraderas y efectivas
deben ser de carácter nacional, con un Estado fuerte que sea realmente
el vehículo conductor efectivo de las transformaciones, con una clase
trabajadora organizada y combativa que se plantea proyectos macros. El
Estado, en definitiva, es la expresión de esa clase revolucionaria. Lo
comunitario puntual puede inspirarnos, así como la asamblea local, la
reunión de vecinos o comunitarios, la cooperativa. Pero esas pequeñas
experiencias que mencionábamos no pueden competir realmente contra el
gran capital global, hoy más financiero que productivo. Sin embargo, la
experiencia real y concreta de los socialismos reales indica que el
Estado, que es representación de las relaciones sociales de producción
anteriores, es decir: capitalistas, no se transforma en revolucionario
por decreto, y puede pasar a ser rápidamente un estamento burocrático
que se erige en nueva clase dirigente (capitalismo de Estado). De ahí la
necesidad de explorar estos nuevos caminos alternativos de las
economías descentralizadas.
· ¿Es necesaria una vanguardia?
Viejo
problema en la izquierda, no resuelto, y probablemente que no admite
“una” solución única. Vanguardia no debe ser partido único. Sin lugar a
dudas que el puro espontaneísmo tiene límites muy cercanos: es, en todo
caso, pura reacción visceral, más propia de los procesos colectivos de
muchedumbres desarticuladas (pensemos en un linchamiento por ejemplo)
que de acciones planificadas, con direccionalidad política, que buscan
motorizar proyectos claros. Por supuesto que la reacción espontánea
existe, y puede jugar un papel muy importante en la historia; pero la
historia tiene líneas maestras que alguien traza, que no son casuales.
Es más: hoy día existe toda una colección de ciencias (¿éticamente las
podremos seguir llamando así, o son meras tecnologías?) que tienen como
objetivo manejar, controlar, trazas escenarios a futuro y lograr que
grandes masas de población actúen conforme a lo planificado. Por
supuesto, están siempre al servicio de los poderes de turno. Desde la
izquierda no planteamos “manejar” las masas, pero sí trazar líneas para
que se den cambios en el sistema. Eso, en definitiva, es la política
revolucionaria: tener proyectos a futuro en el que las grandes mayorías
jueguen el papel protagónico para transformar el actual estado de
explotación e injusticia. Dejando librado todo al puro voluntarismo, al
espontaneísmo popular, no se irá muy lejos: es preciso tener claro un
proyecto. Esa claridad es la que debe aportar la vanguardia. Ahora bien:
es difícil establecer quién juega ese papel. Los partidos de izquierda
tradicionales con su estructura vertical, militar en algunos casos, son
cuestionables. El liderazgo de una sola persona, más allá de su carisma,
puede dar como resultado el nada deseable culto a la personalidad que
ya hemos conocido en más de una ocasión, quitándole real protagonismo a
las clases explotadas. En todo caso hay que pensar en vanguardias con
dirección colegiada, siempre en diálogo permanente con las masas. Los
partidos de izquierda electoral, sin dudas, no pueden erigirse en
vanguardia, por cuanto no formulan ninguna crítica real al sistema.
· ¿Quién es hoy el sujeto de la revolución?
Las
nuevas modalidades del capitalismo globalizado presentan nuevos
paisajes sociales; el proletariado industrial urbano, considerado como
el núcleo revolucionario por excelencia para la revolución socialista,
está hoy diezmado. O vendido por sindicatos corruptos cooptados por la
clase dominante, o desmovilizado por contrataciones laborales en
absoluta precariedad que lo dejan en situación de indefensión. En tal
sentido, la clase obrera como tal ha retrocedido en su papel histórico,
acorralándosela y anestesiándola (para eso, además, están las nuevas
tecnologías de control: medios de comunicación masivos, nuevas
religiones fundamentalistas, deporte profesional que inunda la vida
cotidiana). Por supuesto sigue siendo la principal creadora de plusvalor
a partir de su trabajo, pero hoy día la arquitectura del sistema, sin
cambiar en su sustancia, ha tenido modificaciones importantes.
Numéricamente, incluso, no está en crecimiento; la desocupación o
subocupación -derivados naturales del capitalismo, más aún en esta fase
de hiper robotización y automatización de los procesos productivos, de
deslocalización y de primado del capital financiero-especulativo- han
hecho del proletariado industrial una minoría entre la masa de
explotados. Los explotados/excluidos del sistema, globalmente
considerado, crecen: campesinos sin tierra que en muchos casos marchan a
las ciudades, subocupados y desocupados, poblaciones originarias cada
vez más marginadas o excluidas por un modelo de desarrollo que no las
incluye, migrantes del Sur hacia el Norte, empobrecidos por la crisis
estructural, jóvenes sin futuro, constituyen los sectores más golpeados
por el capitalismo. Los obreros industriales, tanto en el capitalismo
central como en el periférico, en ese mar de desesperación pueden
considerarse afortunados, pues tienen salario fijo (eso, hoy día, ya se
presenta como un lujo). Todo ello, por tanto, cambia el panorama social y
político: hoy día el fermento revolucionario se nutre en muy buena
medida de todo ese subproletariado de trabajadores precarizados e
informales, de población “sobrante” en la lógica del sistema. Y además
entran en escena con fuerza creciente otros actores (otros descontentos,
diríamos) como las mujeres, históricamente marginadas y que ahora
levantan reivindicaciones específicas, los pueblos originarios, las
juventudes, que pasan a ser igualmente fermentos de cambio. Por todo
ello, el motor de la revolución socialista hoy ya no es sólo el
proletariado industrial: es la masa de trabajadores y golpeados por el
sistema. Los grupos más beligerantes de estas últimas décadas han sido,
justamente, grupos indígenas, campesinos sin tierra, desocupados
urbanos, “marginales” del sistema, en sentido amplio. Es preciso
redefinir con precisión el actual sujeto revolucionario, pero sin dudas
hay ahí otro desafío que debe asumirse con ética revolucionaria.
· ¿Cuáles deben ser en la actualidad las formas de lucha?
Las
que se pueda, simplemente. Insistamos mucho en esto: ¡no hay manual
para hacer la revolución! La Comuna de París, allá por el lejano 1871,
fue una fuente inspiradora, y de allí Marx y Engels tomaron
importantísimas enseñanzas. Es a partir de esa experiencia que surge la
idea de “dictadura del proletariado”, en tanto gobierno revolucionario
de los trabajadores como constructores de un nuevo orden. Después de los
socialismos realmente existentes y de todas las luchas del pasado siglo
se abren interrogantes para plantearnos esa noble y titánica tarea de
hacer parir una nueva sociedad: ¿cómo hacerlo en concreto? Pregunta
válida no sólo para ver cómo empezar a construir esa sociedad nueva a
partir del día en que se toma la casa de gobierno sino también para ver
cómo llegar a esa toma, punto de arranque primario. Ya hemos dicho que
la tarea de construir la sociedad nueva es complejísima y necesita de la
autocrítica como una herramienta toral. Ahora bien: la pregunta -quizá
más pedestre, más limitada y puntual- es ¿qué hacer para estar en
condiciones de comenzar esa construcción? Dicho en otros términos: ¿cómo
se desaloja a la actual clase dominante y se toma su Estado (el Estado
nunca es de todos, es el mecanismo de dominación de la clase dominante)
para comenzar a construir algo nuevo? ¿Se puede repetir hoy
-metafóricamente hablando- la toma del Palacio de Invierno de la Rusia
de 1917? ¿O hay que pensar en una movilización popular con palos y
machetes que, acompañando a su vanguardia armada, pueda desalojar al
gobernante de turno como sucedió en la Nicaragua de 1979? ¿Constituyen
los procesos democráticos -dentro de los límites infranqueables de las
democracias burguesas- de Chile con Allende, o la actual Revolución
Bolivariana en Venezuela, con la figura histórica de Chávez a la cabeza,
modelos de transiciones al socialismo? ¿Cuáles son sus límites? ¿Se
puede apostar hoy por movimientos armados, cuando vemos, por ejemplo,
que todas las guerrillas en Latinoamérica o ya han depuesto las armas, o
están próximas a hacerlo? ¿Se puede revolucionar la sociedad y
construir el socialismo con el “mandar desobedeciendo”, como pretende el
movimiento zapatista? ¿Hay que participar en los marcos de la
democracia representativa para ganar espacios desde allí? Dado que no
hay manual para esto, la respuesta debería ser amplia y ver como válidas
todas esas alternativas. “Válidas” no significa ni infalibles ni
seguras; son, en todo caso, pasos a seguir. ¿Hoy es pertinente levantar
la lucha armada? De hecho, existe en algunos puntos del planeta (el
movimiento naxalita en la India, por ejemplo, o una fuerza no
desmovilizada en Colombia, el ELN), pero no está clara su real
posibilidad de triunfo, dadas las tecnologías militares sofisticadas con
que el sistema cuenta para defenderse. En definitiva, golpeado como
está hoy el campo popular, desarticulado y sin propuestas claras, muchos
pueden ser los caminos para comenzar a construir alternativas. Por
ejemplo, todas las reivindicaciones de los pueblos originarios de
América, que no son simplemente “reclamos territoriales” sino
articuladas propuestas políticas alternativas al sistema-mundo imperante
(con mayor o menor grado de organización, entre las que puede contarse
el zapatismo en Chiapas o el movimiento mapuche en Chile, por mencionar
algunas) pueden ser puertas a abrir. Queda claro que no hay “una” vía;
distintas formas pueden ser pertinentes. Quizá los movimientos populares
amplios, los frentes, la unión de descontentos y la potenciación de
rebeldías comunes pueden ser útiles en un momento. La presunta pureza
doctrinaria de las vanguardias quizá hoy no nos sirva.
En
realidad estas no pretenden ser conclusiones sino preguntas a
desarrollarse. Las mismas constituyen una invitación a profundizar estos
debates, a enriquecerlos y darles vida. El mundo de ninguna manera
puede ser una suma de “triunfadores” y “desechables”, por lo que esa
búsqueda está abierta, invitándonos a zambullirnos en ella. Cerremos con
una frase del poeta Antonio Machado totalmente oportuna para el caso: “Caminante, no hay camino. Se hace camino al andar”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario