Ilán Semo
La Jornada
El panopticum
digital.- En abril de 2018, Facebook reconoció que, en realidad, los
datos de más de 80 millones de usuarios habían sido compartidos con
Cambridge Analytica, una de las empresas de publicidad que pavimentó el
camino de Donald Trump a la Casa Blanca. Cuando algunos de estos
usuarios intentaron demandar a Marc Zuckerberg en una corte de Illinois
por
invasión de privacidad, el juez rechazó incluso la viabilidad del caso. El empresario pidió una disculpa y case closed. Hace una semana, Juilian Assange, que filtró a la opinión pública, entre muchos otros documentos del Pentágono, pruebas decisivas sobre el carácter apócrifo de los móviles de la invasión estadunidense a Irak, se encuentra hoy detenido en una corte inglesa después de que el gobierno de Ecuador le denegó el derecho al asilo. Y es esta asimetría, que guarda la impunidad de un gigante digital que llevó a la Casa Blanca a un presidente que no se cansa de violar las reglas elementales del Estado de derecho y, al mismo tiempo, condena y persigue a dos individuos aislados empeñados en garantizar la libertad a la información, lo que pone en la actualidad en jaque el concepto mismo del Estado de derecho. Pues, ¿qué es el Estado de derecho si no la capacidad del Poder Judicial de actuar contra quien tiene el poder económico y político para violar sus leyes elementales? Es predecible que un ciudadano de a pie tenga que ceñirse a las leyes que regulan un orden; no lo es que un gigante como Facebook deba hacerlo. ¿O acaso ya se ha convertido el Estado en un simple suplemento del panóptico digital? ¡Horror vacui!
La metáfora cautiva.- Hay una versión actual que encuentra en el
espectáculo que ofrece Trump en la actualidad un giro delirante. Cada
día un desplante, una provocación dislocante. La definición más
elemental del delirio consiste en una pérdida de la capacidad de
metaforizar. Una madre le dice a su hija:
échale un ojito a los frijoles. Quiere decir, en otras palabras: cuida que no se quemen. La hija toma un cuchillo, se arranca un ojo y se lo echa a los frijoles. Está delirando. El tono delirante de Trump aparecería como ese sesgo permanente a atraer la atención sobre sí mismo con un desplante cotidiano para permitir que los poderes fácticos actúen a la sombra. En inglés se le llama: un conman. Y sin embargo, en ese delirio hay un método.
En los pasados dos años, Washington ha reconfigurado en un tiempo
brevísimo la mayor parte de la geopolítica internacional. En América
Latina, los antiguos gobiernos con cierta orientación social han sido
removidos uno tras otro. Argentina, Chile, Ecuador, Costa Rica, Perú… El
giro a la derecha es incuestionable. En Brasil, un fascista encabeza
una cruzada para borrar lo poco exitoso que ese país logró en tiempos
recientes, fruto en gran medida de la obra de Lula y Dilma. Nicaragua y
Venezuela, debido en parte a las aberraciones de sus propios dirigentes,
se encuentran bajo una presión abismal. Sólo quedan Evo Morales en
Bolivia, con los dilemas que enfrentaría una probable relección, y el
Frente Amplio en Uruguay –en donde el ejército parece sentirse una vez
más reanimado a vindicar su sombrío pasado.
En Europa, la situación parece moverse en la misma dirección. Toda la
estrategia de la Casa Blanca ha estado orientada hacia la fragmentación
de la Unión Europea. Y las secuelas son ya muy visibles: el Brexit,
el ascenso del neofascismo y el antieuropeismo en Francia, España,
Holanda, Austria, Italia… Y el fascismo a secas en Polonia y Hungría.
Por cierto, todo estos virajes firmemente anclados en las prácticas
parlamentarias.
Hay algo más que un conman en la figura de Trump: ese algo es un paradigma político de los tiempos que vienen. No es casual que haya sorteado el affaire de la intervención rusa en las elecciones de 2016 con tanta facilidad. La mayor parte del establishment estadunidense está más que satisfecho con su desempeño.
¿Atrapados con salida?.- ¿Y México? Si se observa con atención, el
gobierno de Morena se ha ceñido de manera escrupulosa a los
señalamientos del Fondo Monetario Internacional. La política fiscal, los
recortes en la nómina del gobierno, la estabilización de la deuda
pública –incluso la de Pemex– y, sobre todo, la disposición a contraer
más endeudamiento. Todo al pie de la letra. Incluso, eso sí para fortuna
de los asalariados, el aumento de salarios que exigía el propio FMI
desde hace tiempo. El mismo tenor se ha impuesto en la política social
destinada a individualizar la relación entre los ciudadanos y el Estado.
Es decir una política social que potencia tan sólo el espíritu del
consumidor.
Paradójicamente, este ceñimiento a la política del FMI puede traer
ciertas repercusiones no negativas en las condiciones actuales. Reducir
en cierta manera la corrupción, cerrar algunas de las llaves de la
economía criminal, limitar el flujo de la migración sólo a los migrantes
mexicanos –la frontera sur prácticamente ya se cerró a la migración
centroamericana.
La pregunta es si la suma de estas restricciones acabarán atrayendo a las inversiones que Morena pretende atraer.
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