Viento Sur
Nota de edición:
En este artículo, se esbozan evaluaciones generales sobre la violencia
del siglo pasado y se inscribe a América Latina dentro del escenario más
amplio y horroroso de la violencia contemporánea. Alguna vez el
continente de rebeliones sociales y revoluciones políticas, donde la
violencia parecía tener un potencial emancipatorio, América Latina se ha
convertido en un continente de víctimas: desde las de la Conquista
hasta las de las dictaduras de la década de 1970.
Comparaciones
Los investigadores suelen ver a América Latina como una suerte de matrix
de la violencia moderna, como el emplazamiento original de una larga
cadena de guerras y genocidios que configuraron la trayectoria de la
civilización occidental desde el siglo xvi en adelante.
Retrospectivamente –este concepto apareció recién durante la Segunda
Guerra Mundial–, América Latina se ha convertido en el lugar del primer
genocidio global. Allí surgieron las formas originales de conquista y
exterminio, que representaron de manera anticipada el racismo moderno y
la destrucción colonial.
Como han señalado muchos investigadores,
la ideología de los conquistadores –el casticismo español y la idea de
la limpieza de sangre– preanunció el mito ario y la biología racial de
los nazis, del mismo modo en que el genocidio microbiano introducido por
Hernán Cortés anticipó los “holocaustos victorianos” del imperialismo
británico en la India y la devastación belga del Congo en el siglo xix.
La conquista del Nuevo Mundo proporciona el paradigma de todas las
narrativas de genocidio: el colonialismo como el campo donde se produce
un violento choque entre Occidente y la “otredad” no occidental (de
acuerdo con el modelo epistemológico de Tzvetan Todorov) o, en términos
marxistas, como el espacio histórico donde se desarrolla un proceso
criminal de acumulación originaria de capital (según la interpretación
clásica de Eduardo Galeano).
Esta narrativa fundacional se
propagó a escala global y finalmente regresó a la propia América Latina,
donde la violencia multiforme del siglo xx tiende a ser subsumida bajo
el concepto de genocidio. Existe hoy una propensión a clasificar muchas
experiencias históricas diferentes de violencia como genocidio. Ese es
el marco académico de nuestros tiempos, dominados por el discurso sobre
los derechos humanos: allí el pasado aparece representado como una era
indeterminada de violencia, frente a la cual surge nuestra época de
sensatez postotalitaria y democracia liberal pacífica. Por supuesto,
esta tendencia está muy relacionada con nuestro régimen global de
historicidad, tan sensible a los derechos humanos como despolitizado.
Entre 1910 y 1980 (es decir, entre la Revolución Mexicana y la
Nicaragüense, pasando por Cuba y los movimientos guerrilleros de la
década de 1960), América Latina aparecía frente a los ojos del mundo
como el continente de las rebeliones sociales y las revoluciones
políticas, donde la violencia tenía un potencial emancipatorio. Desde
los años 80, en cambio, se ha convertido en un continente de víctimas:
desde las de la Conquista hasta las de Augusto Pinochet, Jorge Rafael
Videla y Efraín Ríos Montt.
Soy bastante escéptico en cuanto a
ese desplazamiento, que traslada el concepto de genocidio desde su campo
original (el derecho penal) hacia las humanidades. Resulta peligroso
transformar una categoría jurídica en una herramienta analítica para la
interpretación histórica, porque ese procedimiento reduce la complejidad
de la experiencia histórica –con sus múltiples causalidades, actores y
dimensiones temporales– a una confrontación binaria entre victimarios y
víctimas, y empobrece así nuestra comprensión. Creo que esta
metamorfosis del genocidio en un prisma hermenéutico global muestra el
sometimiento del ámbito académico al arbitrio de la memoria, que
está mucho más interesada en alcanzar el reconocimiento público de las
víctimas que en explicar el proceso histórico que las produjo.
Enredados
en una lucha legítima por la justicia, los historiadores proporcionaron
apoyo académico a los reclamos reivindicativos y olvidaron a veces que
su tarea consiste en elaborar un discurso crítico sobre el pasado. En
cierta medida, no se trata de algo sorprendente ni nuevo: la actual
bibliografía latinoamericana sobre genocidio evoca la historiografía
antifascista de las décadas de 1930 y 1940, así como la española
producida en el exilio durante los años de la dictadura de Francisco
Franco. Los historiadores no viven en una torre de marfil y no pueden
escapar a las limitaciones intelectuales, políticas e incluso
psicológicas que les impone su sociedad (a veces, a partir de su propia
experiencia); pero deben marcar una distancia crítica en la relación que
cualquier sociedad establece con su propio pasado. En mi opinión, el
hecho de no abusar del concepto de genocidio –y evitar aplicarlo a
cualquier forma de violencia– no implica establecer una jerarquía
moralmente indigna entre las víctimas, sino que busca preservar la
lucidez y agudeza históricas. En otras palabras, lo que sugiero no es
eliminar el concepto de nuestro léxico, sino incorporarlo dentro de un
enfoque metodológico multicausal y con más matices.
Un segundo error se vincula a la habitual percepción de América Latina como el
escenario privilegiado de la violencia moderna. Esto surge a partir de
dos motivos: la violencia social endémica de sus sociedades y el
recuerdo todavía fresco de las dictaduras militares. En las últimas
décadas, la violencia social se ha convertido en el prisma a través del
cual la opinión pública internacional percibe a América Latina, más allá
de la literatura, el folclore y el turismo; y esa imagen suele ser
amplificada por la industria cultural (películas, series de televisión,
etc.), que ha reemplazado los relatos de mafias sicilianas o
ítalo-estadounidenses por historias mucho más atrapantes sobre narcos
colombianos y mexicanos, como Pablo Escobar o el Chapo Guzmán.
Al
mismo tiempo, las dictaduras militares de los años 70 y comienzos de
los 80, percibidas adecuadamente como el equivalente latinoamericano del
fascismo europeo, dejaron un legado de sufrimiento y pasado
conflictivo, que se unieron a la reviviscencia del recuerdo del
Holocausto en Occidente.
Estas memorias entrecruzadas reafirmaron
la tendencia a transformar el Holocausto en un paradigma de violencia
moderna y a subsumir a las víctimas de la represión militar bajo la
categoría de genocidio. Evidentes tanto en términos de las prácticas
como de la retórica política, las afinidades entre el fascismo clásico y
las dictaduras militares latinoamericanas se vieron realzadas por la
presencia de decenas de miles de exiliados de América Latina en Europa,
entre ellos muchos escritores brillantes, que recrearon la atmósfera
intelectual del antifascismo de la década de 1930.
Sin embargo,
esta violencia social endémica y el retorno del fascismo disimulan
algunas diferencias históricas enormes con Europa y ocultan algo obvio:
durante el siglo xx, América Latina no debió atravesar ninguna guerra
mundial y quedó a salvo del cataclismo sufrido entre 1914 y 1945. Esto
significa que, durante el siglo pasado, América Latina ocupó un lugar
“marginal” dentro de la historia global de violencia y, si se compara
con Europa o Asia, aparece como un continente afortunado (lo que resulta
muy paradójico, ya que en la actualidad se ha convertido en el objeto
elegido para los estudios sobre violencia).
Desde luego, todos
los datos son relativos y deben evaluarse dentro de su correspondiente
contexto temporal y demográfico: la Guerra del Paraguay (1864-1870) tuvo
efectos devastadores que, de acuerdo con varias investigaciones,
redujeron la población de este pequeño país en 40%; en menos de una
década, en los conflictos militares de la Revolución Mexicana murieron
más de 1,5 millones de personas sobre una población de 15 millones, es
decir, más de 10%; en 1982, la contrainsurgencia llevada a cabo por Ríos
Montt en Guatemala mató a 85.000 personas en unos pocos meses, etc.
Las
cifras son enormes, sobre todo cuando –como en el caso de Colombia o
Guatemala– las consideramos en el marco de procesos históricos
desarrollados a lo largo de varias décadas. De todos modos, el hecho es
que América Latina no experimentó la macroviolencia de las guerras
mundiales del siglo xx. Comúnmente se acepta que el número de víctimas
de la dictadura militar argentina (que duró siete años) o del régimen de
Pinochet en Chile (que se prolongó durante 17) es de 30.000
desaparecidos, una cifra que equivale al primer día de la Batalla del
Somme durante la Primera Guerra Mundial, a una semana de matanzas en un
solo campo de exterminio nazi o a los cuatro ataques aéreos que
destruyeron Dresde entre el 13 y el 15 de febrero de 1945. Cuando
hablamos de guerras mundiales, nos referimos a conflictos que mataron a
12 y más de 50 millones de personas respectivamente (con mayoría de
civiles en el caso de la Segunda Guerra Mundial). A partir de 1954 en
Guatemala, eeuu intensificó sus intervenciones militares contra las
revoluciones y los movimientos guerrilleros en América Latina, pero
nunca bombardeó con napalm como en Vietnam, ni realizó ocupaciones
duraderas como en Afganistán o Iraq. En otras palabras, pese a su
reputación como tierra de violencia endémica, América Latina parece ser a
escala global un continente pacífico y muy civilizado.
Matanza industrial
Con
las disculpas del caso, es necesario adoptar en cierta medida una
mirada “eurocéntrica” para construir un enfoque genealógico sobre el
siglo xx como era de la violencia global. Aunque en 1918 Europa dejó de
ser el eje central del mundo, la Primera Guerra Mundial fue la cuna de
los cataclismos del siglo. Entre 1914 y 1945, el continente vivió una
segunda Guerra de los Treinta Años, que rápidamente se convirtió en una
guerra civil internacional y fue mucho más allá de sus propios límites
territoriales. Después de 1945, esta contienda terminó oponiendo a dos
bloques geopolíticos –oriental y occidental– cuyas fronteras estaban
definidas desde un punto de vista ideológico.
Esta era de
violencia tuvo su origen en una crisis europea global: una crisis
política, determinada por el colapso del viejo orden liberal y la
irrupción de las masas en la esfera pública, que se extendió hasta el
advenimiento del fascismo y el comunismo; una crisis económica,
determinada por el final del laissez-faire y la introducción en
todos los países de diferentes formas de intervención estatal; y
finalmente una crisis cultural, que puso en tela de juicio la idea hasta
entonces dominante de progreso.
Durante este tiempo, nuevos
paradigmas científicos se fundieron con cosmovisiones conservadoras
heredadas de la tradición de la contra-Ilustración, lo que creó formas
híbridas y desconocidas de modernismo reaccionario. A partir de 1914, la
modernidad reveló su cara más destructiva y aterradora: la de la guerra
total. Un continente en gran medida rural descubrió las leyes de un
mundo mecanizado, una temporalidad completamente desconectada del ritmo
de la naturaleza y un sometimiento de los cuerpos al Moloch arrollador e
impersonal de los ejércitos de masas.
De pronto, el concepto de
modernidad ya no se identificaba con el progreso material; estaba
relacionado, más bien, con una guerra industrial llevada a cabo por
gigantescos ejércitos organizados como fábricas fordistas, que
incorporaban soldados transformados en “trabajadores de la destrucción”
(definición que apareció de manera simultánea en 1915 en los escritos de
Henri Barbusse y Arnold Zweig). La guerra total se convirtió en una
masacre racionalizada y tecnologizada, cuyo resultado ya no era una
muerte en la gloria, sino en serie: una muerte “sin atributos”, una
muerte anónima en masa. Según la definición de Walter Benjamin, era una
muerte “mecánicamente reproducible”, cuyo “aura” se perdió para siempre
en el barro de las trincheras. Inaugurada con el mito de la muerte
heroica, la Primera Guerra Mundial finalizó con conmemoraciones al
“soldado desconocido”.
Guerra civil internacional.
Durante
esta segunda Guerra de los Treinta Años, Europa experimentó una
extraordinaria fusión de conflictos: clásicas guerras infraestatales,
revoluciones, guerras civiles, guerras de liberación nacional,
genocidios y confrontaciones violentas surgidas a partir de divisiones
de clase, nacionales, políticas, ideológicas y también religiosas. La
idea de “guerra civil europea” sintetiza todos estos conflictos. Se
trata de un concepto acuñado aparentemente por el pintor alemán Franz
Marc, quien lo utilizó en una carta que escribió desde el frente poco
antes de morir en Verdún; pese a lo que afirmaba la propaganda, Marc
señaló que la guerra mundial era “una guerra civil europea, una guerra contra el enemigo interno invisible del espíritu europeo”1.
A comienzos de 1943, tras regresar de una misión al Cáucaso en el
momento de la derrota alemana en Stalingrado, Ernst Jünger definió la
Segunda Guerra Mundial en el frente oriental como “absoluta, hasta un
punto que Clausewitz no podría haber concebido, ni siquiera después de
las experiencias de 1812: es una guerra entre Estados, entre pueblos,
entre ciudadanos y entre religiones con el objetivo de la extinción
zoológica”2.
Por supuesto que “guerra civil europea” y
“guerra civil internacional” son conceptos contradictorios: “guerra
civil” implica una ruptura en el orden interno de un Estado, y Europa y
el mundo no eran un Estado ni una federación ni en 1914 ni en 1945. Sin
embargo, los conflictos que atravesaron en esos años adquirieron los
rasgos de una guerra civil. De acuerdo con todas las teorías modernas
del derecho, la guerra tiene sus reglas, que establecen quiénes pueden
declararla (jus ad bellum) y cómo conducirla (jus in bello).
Por un lado, la guerra solo puede ser declarada por una autoridad
legítima, es decir, por un Estado soberano; por el otro, necesita contar
con un conjunto de reglas compartidas por todos los beligerantes, que
deben respetar los derechos de los prisioneros (sobre todo, su derecho a
la vida), evitar ataques sobre la población civil y no transformar a
esta en un objetivo militar. Las leyes de la guerra no eran más que un
aspecto del Jus Publicum Euro-paeum, es decir, un sistema
codificado de relaciones entre Estados que poseían el monopolio de la
legítima violencia en sus territorios. Esta concepción está implícita en
la famosa frase inicial del tratado de Carl von Clausewitz sobre la
guerra, que data de la primera mitad del siglo xix: “La guerra no es más
que un duelo a gran escala”. De hecho, la práctica social de retarse a
duelo estaba muy difundida entre las capas aristocráticas hasta 1914 y
revelaba una mayor adaptación a las leyes y a ciertas normas compartidas
respecto al uso de la violencia. Más que un remanente del feudalismo,
la práctica del duelo parecía representar un espejo del proceso de
civilización –autocontrol y regulación normativa de conflictos–
encarnado por el orden dinástico a lo largo del siglo xix. En otras
palabras, su código tan formalizado reproducía las normas de guerra
fijadas por el Jus Publicum Europaeum.
En el verano
europeo de 1914, cuando estas normas aún parecían darse por sentadas, el
atentado de Sarajevo detonó un conflicto que puso el continente en
llamas. Ninguno de los responsables había imaginado a ejércitos de
millones de hombres atrincherados durante años; nadie había pensado en
armas químicas, bombardeos, ciudades destruidas y asesinatos en serie
producidos por el fuego de las ametralladoras. El habitus mental y
las referencias culturales se asociaban a la experiencia europea del
siglo xix, con sus guerras “civilizadas” entre Estados del Antiguo
Régimen que se profesaban un mutuo respeto.
Fascismo
El
“embrutecimiento” cultural y político engendrado por la Primera Guerra
Mundial creó las premisas históricas tanto para el comunismo como para
el fascismo e inventó nuevas formas de violencia que se propagaron
rápidamente por todo el mundo. En la década de 1920, esta imaginación
llegó a América Latina: dentro del panorama intelectual y la vida
política, el comunismo se convirtió en un nuevo actor junto al
nacionalismo, el populismo y un liberalismo exhausto. Artistas mexicanos
como José Clemente Orozco y Diego Rivera pintaron murales titulados La trinchera,
en los que las formas europeas de guerra se trasladaban a un contexto
latinoamericano, y la Revolución Mexicana –una guerra campesina por la
tierra y el poder– comenzó a ser representada a través de los códigos
políticos y estéticos del comunismo soviético, como en La distribución de las armas de Diego Rivera (1926) o en las fotografías de Tina Modotti.
La
relación entre los fascismos de Europa y de América Latina sigue siendo
un tema controvertido en el ámbito académico. Federico Finchelstein
pone en duda una hipótesis comúnmente aceptada, que presenta el fascismo
como resultado de la Primera Guerra Mundial3. Desde una
perspectiva europea, eso es algo incuestionable. Desde una perspectiva
mundial, se trata de una afirmación que debe ser relativizada o
desestimada. Finchelstein logró demostrar de forma convincente que sí
existió un fascismo argentino; que su influencia en materia política,
social y cultural fue profunda y duradera; y, finalmente, que no fue un
producto importado, sino el resultado de un proceso histórico endógeno.
En otras palabras, tenía profundas raíces nacionales. Fue contemporáneo
al fascismo europeo y emergió como parte de una experiencia fascista global.
Desde luego, Argentina no conoció la Primera Guerra Mundial pero, al
igual que muchos otros países latinoamericanos, ya tenía su propia
tradición de militarismo, dictadura y nacionalismo, con experiencias de
“colonialismo interno” y guerras de exterminio. Tenía su propia cultura
de violencia y su propio racismo (la creación de una identidad nacional
moderna, opuesta a la otredad de sus enemigos: por un lado, los pueblos
rurales, nómades e indígenas; por el otro, los extranjeros urbanos,
principalmente los judíos).
Por supuesto que el fascismo europeo
jugó un papel importante en el proceso genético e ideológico de
construcción de la versión argentina o chilena, pero su influencia
–particularmente italiana y española– se combinó con tradiciones
nacionales y terminó creando algo peculiar. Los fascistas
latinoamericanos no se consideraban a sí mismos como simples discípulos o
imitadores, y en verdad no lo eran. Hubo múltiples razones para que los
fascismos latinoamericanos fueran “sincréticos”. De acuerdo con la
definición de Finchelstein, combinaron lo secular y lo sagrado y así se
convirtieron en “fascistas y religiosos al mismo tiempo”. En otras
palabras, desde José Félix Uriburu hasta Jorge Rafael Videla y desde
Pinochet hasta Ríos Montt mostraron diferentes formas de “fascismo
cristianizado” (no solamente católico).
Ese “fascismo
cristianizado” fue mucho más que una ideología religiosa o conservadora,
habida cuenta de que derivó en el “terrorismo de Estado”. En las
dictaduras de Videla, Pinochet o Ríos Montt, la violencia adquirió una
dimensión redentora y sacralizada. Legitimado por esa ideología, el
exterminio de los enemigos se convirtió en el instrumento de una nación
“regenerada”. Tal como explica Virginia Garrard-Burnett, el
pentecostalismo de Ríos Montt sostenía la visión de una nueva Guatemala,
formada a partir de una mezcla potente de religión, racismo, seguridad,
nacionalismo y capitalismo4.
Por lo general, los
estudiosos del fascismo hacían caso omiso de América Latina.
Consideraban que su objeto de análisis era un fenómeno político
exclusivamente europeo y clasificaban el fascismo latinoamericano dentro
de diferentes categorías, como dictadura militar, populismo,
autoritarismo, etc. Otros investigadores lo limitaban a una experiencia
importada exótica o a una copia incompleta de su arquetipo europeo. Esta
evaluación simplemente omite que incluso en Europa, desde España y
Portugal hasta Hungría y Rumania, el fascismo se extendió en el marco de
una simbiosis permanente con las dictaduras militares. De hecho, la
peculiar historia latinoamericana echa luz sobre la naturaleza del
fascismo como experiencia histórica global y pone en duda el
relato conservador, que plantea una especie de equivalencia entre el
fascismo y el comunismo como hermanos enemigos o gemelos totalitarios,
igualmente opuestos a la democracia liberal. El fascismo latinoamericano
surgió en la década de 1930 bajo la influencia de las potencias del
Eje, pero alcanzó su auge en los años de la Guerra Fría; durante ese
periodo, estableció una alianza orgánica con eeuu, que lo legitimó en
nombre de la lucha contra el totalitarismo. Los regímenes militares más
sangrientos del continente se vieron respaldados de manera activa (o
fueron instalados directamente en el poder) por eeuu. Si se pone la lupa
en Argentina, Chile, Brasil o Guatemala, la concepción antitotalitaria
de François Furet no parece demasiado convincente.
Guerras anómicas
Desde luego, el Jus Publicum Europaeum
tenía sus ambigüedades y sus propósitos ideológicos ocultos. Dado que
su corolario implícito era la visión del mundo no occidental como un
vasto espacio abierto a la colonización, las guerras de conquista y las
masacres aparecían ipso facto como meras guerras en nombre de la
ley natural. Concebidas como invasiones y muchas veces también como
campañas de exterminio, en las que las tropas europeas no se enfrentaban
a otros ejércitos regulares sino a tribus y combatientes sin un estatus
definido, las guerras coloniales no distinguían entre soldados y
civiles.
Desde esta perspectiva, la violencia del colonialismo
constituyó un modelo para las guerras totales del siglo xx. Está claro
que no eran guerras civiles, porque enfrentaban a fuerzas que se
encontraban a una gran distancia desde lo político y lo cultural. No
eran conflictos que oponían a miembros de la misma comunidad, y su
violencia no provenía de la crisis interna de un Estado incapaz de
mantener el monopolio de la fuerza. Sin embargo, algunas características
eran similares. Como en una guerra civil, no había normas compartidas y
cada una de las partes beligerantes intentaba destruir a su enemigo: la
guerra colonial no conocía la figura del “enemigo legítimo” (justus hostis).
Los elementos sediciosos internos de la guerra civil, al igual que los
nativos rebeldes de la guerra colonial, eran forajidos que debían ser
subyugados o destruidos, y con los cuales era imposible alcanzar algún
acuerdo. La guerra civil no busca una paz justa, sino la destrucción del
enemigo.
En la Conferencia de Casablanca realizada en enero de
1943, Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt señalaron en una
declaración conjunta que sus fuerzas aliadas no accederían a ningún
acuerdo con Alemania y Japón; solamente aceptarían su “rendición
incondicional”. Es interesante observar que en esa declaración, que ya
anunciaba los juicios de Núremberg y de Tokio, el presidente
estadounidense y el primer ministro británico no usaron el término
convencional de la jerga militar: “capitulación” (capitulation).
Prefirieron adoptar el concepto que los unionistas habían impuesto a los
confederados al final de la Guerra de Secesión de eeuu y hablar de
rendición incondicional. Esta expresión –”rendición incondicional” (unconditional surrender)–
no pertenecía al derecho internacional; había sido tomada del derecho
mercantil, donde indicaba una cesión de propiedad. En una capitulación,
los soldados deponen sus armas durante una ceremonia pública y
simbolizan así su derrota, pero siguen perteneciendo al ejército de un
Estado cuya existencia legal es reconocida por el derecho internacional
(y por el vencedor). En cambio, en una rendición incondicional, el
ejército derrotado se convierte en una especie de propiedad del
vencedor, que impone su dominación. En Casablanca, Roosevelt y Churchill
decidieron rechazar cualquier tipo de negociación con Alemania y Japón.
La rendición incondicional permitió redefinir por completo el mapa
internacional. En la segunda mitad del siglo xx, muchas guerras –desde
la de Vietnam hasta la última en Iraq– reprodujeron características
similares tanto en las prácticas militares como en la conclusión: un
cambio de régimen político, impuesto por el vencedor sobre el enemigo
derrotado.
Partisanos
La historia de la violencia
del siglo xx está dominada por otra figura de la guerra civil: el
partisano. Se trata de un combatiente irregular que aparece en todos los
escenarios de conflicto y a veces juega un papel decisivo. Durante la
Segunda Guerra Mundial, millones de partisanos llevaron a cabo una lucha
paralela a la que desarrollaban los ejércitos regulares con su
gigantesca movilización de soldados. Desde 1943 en adelante, la
Resistencia adquirió una dimensión masiva como movimiento armado tanto
en Europa oriental y en los Balcanes como en las sociedades
occidentales, desde Holanda y Bélgica hasta Francia e Italia. En China, a
su vez, el ejército de partisanos comunistas experimentó un enorme
crecimiento bajo la ocupación japonesa y terminó tomando el poder en
1949. Durante la guerra, la propaganda fascista y nazi justificaba la
represión, la violencia, la deportación y la masacre de civiles con el
pretexto de la lucha contra los partisanos. Los países ocupados por las
tropas alemanas estaban cubiertos de carteles que amenazaban con matar a
todo tipo de combatientes de la Resistencia, a quienes se llamaba
“bandidos” y “terroristas”. Después de la Segunda Guerra Mundial, el
foco del combate partisano pasó a ser Vietnam y América Latina, donde la
Revolución Cubana estableció una suerte de paradigma continental de la
guerrilla.
Carl Schmitt esbozó el retrato del partisano como un “tipo ideal”5. Ante todo, es un combatiente irregular, que se diferencia de un soldado uniformado. La profunda motivación
de su lucha radica en un “compromiso político intenso”, como indica la
etimología de su nombre, que remite a la pertenencia a un partido. Su
actividad combina “movilidad, rapidez y alternancia inesperada de
ofensiva y retirada”, especialmente cuando se coordina con la de un
ejército regular. Finalmente, el partisano tiene un “carácter telúrico”:
en la mayoría de los casos está profundamente arraigado en un
territorio que desea liberar, y su acción aprovecha los vínculos
orgánicos con la población local tanto en las montañas como en las
ciudades. Por lo tanto, el partisano es una figura central dentro de una
guerra que reivindica una justa causa, pero no reconoce un justus hostis.
La Segunda Guerra Mundial exaltó tanto al guerrillero de liberación
como al combatiente político; sus rasgos se fundieron en el partisano y
le confirieron a veces un aura casi mítica.
En los países donde
un ejército de liberación creado por partisanos tomó el poder contra las
fuerzas de ocupación, su líder carismático se convirtió de manera
natural en el jefe de un nuevo Estado, como ocurrió con el mariscal Tito
en Yugoslavia. Después de la Segunda Guerra Mundial, el partisano se
transformó en el héroe de innumerables guerras y revoluciones en Asia,
África y América Latina. En la Italia de posguerra –valga en este caso
un recuerdo personal–, el partigiano era una figura mítica, que
condensaba muchas expectativas y valores: el renacimiento de la
democracia y la redención de la nación, pero también el paradigma de una
concepción militar de revolución y comunismo heredada del bolchevismo
ruso.
No contemporaneidad de la violencia
El siglo
xx experimentó una mezcla de guerras totales, guerras civiles y
genocidios. Creó un contexto en el que una violencia salvaje y ancestral
se combinó con la violencia moderna de la guerra total, con la
tecnología de los bombardeos aéreos y el exterminio industrial de las
cámaras de gas. Tomando prestadas las expresiones de Alain Corbin, uno
podría decir que durante esa época turbulenta las “pulsiones
dionisíacas” de muchedumbres vengadoras coexistieron con las “masacres
pasteurizadas” de la violencia estatal.
En otras palabras, la
violencia nacida de la regresión del proceso civilizatorio se sumó –en
una pasmosa dialéctica de “no contemporaneidad”– a la violencia moderna y
mucho más letal de la sociedad industrial. Esa violencia conllevaba los
resultados del proceso civilizatorio: el monopolio estatal de las
armas, la racionalidad empresarial y productiva, la fragmentación de
tareas y la división del trabajo, el control de las pulsiones, la
neutralización social de las normas éticas, la separación espacial entre
víctimas y ejecutores. Tanto la imagen de aldeas quemadas como los
hornos crematorios de Auschwitz forman parte de la memoria de la Segunda
Guerra Mundial.
Observada a través de la lente de la
antropología, la violencia del siglo xx –desde la guerra civil rusa
hasta el Holocausto y desde Hiroshima hasta los campos de matanza de
Camboya– revela esta mezcla de arcaísmo y modernidad. Mientras los
ingenieros de las fábricas Topf de Fráncfort inventaban crematorios
especiales, resistentes a un uso prolongado a muy altas temperaturas,
los grupos de operaciones (Einsatzgruppen) libraban su lucha contra los partisanos (Partisanenkampf)
en el frente oriental, donde los combatientes capturados eran colgados
en las plazas centrales de los pueblos. La lucha de los nazis contra los
partisanos perpetuaba una tradición de “cacería humana” que, inventada
en la Edad Media y adoptada por la aristocracia bajo el absolutismo, era
cualquier cosa menos moderna. Por su parte, el Ejército Rojo cometió
violaciones en masa. Con su imaginación colonial, el secretario de
Estado estadounidense George Kennan describió el avance del Ejército
Rojo en Prusia oriental en 1944 como el saqueo de una “horda asiática”.
Una
situación similar de “no simultaneidad” o “asincronismo” de prácticas
violentas propias de diferentes épocas también caracterizó la guerra en
el Pacífico. Mientras los científicos reunidos en Los Álamos creaban la
primera bomba atómica, en la jungla asiática los marines
decoraban sus vehículos con cráneos de soldados japoneses asesinados,
desenterrando costumbres que provenían de las guerras con los pueblos
indígenas en el siglo xix.
El ejército japonés llevó hasta el
paroxismo la coexistencia de la racionalidad tecnológica con el código
de honor heredado de la ética samurái, familiarizando a sus oficiales y
soldados tanto con el uso de armas químicas como con la práctica del
suicidio ritual (seppuku) en nombre del emperador.
Estas
formas diferentes de violencia –”caliente” y “fría”, arcaica y moderna–
coexistieron en la misma guerra. Civilización y barbarie no son dos
conceptos absolutamente antagónicos, sino dos aspectos asociados del
mismo proceso histórico, que encierra tendencias emancipatorias y
destructivas al mismo tiempo. Pese a las ideas ingenuas de Norbert Elias
sobre el proceso civilizatorio6, estas tendencias forman
parte de todas las guerras modernas: durante el último conflicto bélico
en Iraq, las más sofisticadas armas convivieron con las más primitivas
formas de tortura en la prisión militar de Abu Ghraib.
Secularización de la ciencia
Desde
la perspectiva de la historia universal, la Segunda Guerra Mundial
aparece como la condensación traumática de muchas transformaciones que
anticiparon el concepto moderno de globalización. Todos los
elementos de este proceso –creciente interdependencia económica,
desplazamientos masivos de poblaciones, exilio y diáspora, transferencia
tecnológica y científica, hibridez cultural entre naciones y
continentes– se desarrollaron y aceleraron a través del prisma de la
guerra.
Cuando miles de académicos europeos perseguidos emigraron
a eeuu (según muchos historiadores, este fenómeno representó un éxodo
cultural y científico de una orilla a otra del océano Atlántico) y
millones de soldados norteamericanos, asiáticos, africanos y
australianos combatían en Europa, súbitamente surgió y se hizo visible
una nueva percepción del planeta, una nueva imaginación y un nuevo
paisaje mental.
La Segunda Guerra Mundial también fue un potente
catalizador de la investigación científica y la ciencia aplicada.
Durante el conflicto, la distinción entre ciencia e ingeniería, entre
ciencia como conocimiento y tecnología como dominación de la naturaleza,
los objetos y los seres humanos, se convirtió en un límite cada vez más
poroso.
La guerra engendró a una nueva elite tecnocrática, que
abarcaba a responsables políticos y militares, ingenieros, dirigentes
industriales, inventores de sistemas (computadoras, láseres, radares,
equipos aeronáuticos y misiles), así como a una gran cantidad de
investigadores (físicos, matemáticos, biólogos, economistas, geógrafos,
etc.) formados en universidades europeas y estadounidenses. Según
Dominique Pestre, la guerra les ofreció oportunidades casi inagotables
para inventar y crear sin ningún tipo de restricción económica, y se
generó así una ilusión sostenida sobre el poder ilimitado de la ciencia.
En otras palabras, la guerra promovió la secularización
de la ciencia –un descenso desde su torre de marfil a un mundo profano,
donde se tornó intrínsecamente técnica y práctica–, que encontró su
ilustración emblemática en la fabricación (y el uso) de la bomba
atómica.
La guerra aérea ilustra con claridad este cambio
tecnológico. Su presencia en la Primera Guerra Mundial exhibió algunas
formas primitivas, que se desplegaron principalmente sobre las ciudades
fronterizas y ocasionaron un número muy limitado de bajas. Sin embargo,
durante la Segunda Guerra Mundial, los bombardeos aéreos significaron
una destrucción sistemática y planificada de las sociedades civiles de
los países enemigos (Coventry, Dresde, Hamburgo, Tokio e Hiroshima
siguen siendo los símbolos de esa desmesura de devastación). Según el
filósofo Peter Sloterdijk, la Segunda Guerra Mundial engendró una forma
nueva y eminentemente moderna de “atmoterrorismo”: el objetivo del
bombardeo aéreo no era solo el ejército enemigo, sino también su
sociedad civil, cuyo hábitat natural (en el sentido biológico de la
palabra) debía ser destruido7. Los avances tecnológicos
específicos experimentados durante las décadas de posguerra no cambiaron
esta concepción; simplemente la perfeccionaron hasta llegar a la
reciente invención de los drones, que parecen hacer realidad el sueño de
una contienda bélica sin bajas humanas (en el bando agresor).
Intelectuales
El
“embrutecimiento” de las sociedades europeas afectó profundamente a la
cultura en su conjunto, desde los niños de las escuelas primarias hasta
las elites intelectuales. Durante la Guerra Civil española, la lucha
contra el fascismo dio una nueva forma a todas las herramientas
pedagógicas: los textos escolares adoptaron una orientación política
(por ejemplo, la “Cartilla aritmética antifascista”, que usaba balas
para enseñar a hacer cuentas). Según George Orwell, en la década de 1930
la política europea irrumpió en la cultura. Los escritores ya no podían
encerrarse en un universo de valores estéticos, a resguardo de los
conflictos que laceraban a la sociedad. Fue la edad de oro del
compromiso intelectual.
En este contexto, la Guerra Civil
española adquiere una enorme dimensión simbólica al trazar nuevas
divisiones y clarificar las actitudes políticas. El triángulo entre
liberalismo, comunismo y fascismo, que había polarizado la escena
política tras la finalización de la Primera Guerra Mundial, parece ser
reemplazado por una confrontación única entre fascismo y antifascismo.
Este
antagonismo político deviene militar y genera una profunda metamorfosis
en el campo de la cultura: el intelectual deja de ser un personaje de escritorio y se transforma en un soldado.
El “intelectual” ya no es el de la época del caso Dreyfus, cuando
encarnaba la defensa de valores universales como igualdad y justicia.
Ahora se convierte en un combatiente dentro de un contexto de guerra.
Entre sus herramientas no solo están los lápices y las máquinas de
escribir, sino también las armas. Los intelectuales del siglo xx han
definido su papel y legitimidad según su apoyo o denuncia a guerras y
revoluciones.
Por supuesto que se podrían hacer consideraciones
similares con respecto a América Latina tanto en la década de 1930
(cuando el antifascismo era concebido como una lucha contra todo tipo de
dominio “neocolonial”) como en la de 1960 (cuando la Revolución Cubana
produjo una división duradera y una ola de radicalización política entre
los intelectuales del continente).
Eric Hobsbawm escribió que el
nacionalsocialismo no logró prevalecer debido al persistente legado de
la Ilustración. Las fuerzas del Eje –que habían proclamado claramente su
deseo de erradicar la idea universal de humanidad– fueron derrotadas
por una coalición entre el liberalismo y el comunismo, los herederos de
la Ilustración en el siglo xx. Sin embargo, este conflicto no se reducía
a un choque titánico entre la Ilustración y la anti-Ilustración;
también revelaba las antinomias de la modernidad cuando –al decir de
Benjamin– el racionalismo instrumental era incapaz de usar el progreso
técnico como una “llave para la felicidad” y lo transformaba, en cambio,
en un “fetiche del hundimiento”8.
La Primera Guerra Mundial había revelado la modernidad como desnaturalización
de la violencia, una violencia confiscada y monopolizada por un aparato
mecánico anónimo; la Segunda Guerra llevó a muchas corrientes del
pensamiento crítico a reconocer que existía un vínculo entre la
modernidad técnica y la deshumanización del planeta. De pronto, la
famosa “jaula de hierro” descripta por Max Weber como el destino del
racionalismo occidental parecía adoptar una forma concreta y espantosa.
En agosto de 1945, inmediatamente después del bombardeo de Hiroshima,
Albert Camus escribió que la ciencia se había convertido en un “crimen
organizado” y que en el futuro el mundo debería elegir entre “el
suicidio colectivo o la utilización inteligente de las conquistas
científicas”9.
Paisajes mentales
Hace
unas semanas tuve la oportunidad de admirar por segunda vez un
maravilloso mural de Diego Rivera en el Palacio de Bellas Artes de la
Ciudad de México. Fue pintado en 1934 y se denomina El hombre controlador del universo, aunque también se lo conoce como Hombre en la encrucijada. Ambos títulos son absolutamente pertinentes, pero además se lo podría llamar La era de la guerra civil internacional.
La composición está dominada por una hélice central gigantesca, que
simboliza el siglo xx como era de la tecnología. Sería un mundo de
máquinas, y los seres humanos debían elegir –al decir de Benjamin– entre
transformarlo en una “llave para la felicidad” o en un “fetiche del
hundimiento”. Listas para la batalla final, dos fuerzas sociales y
políticas opuestas encarnan este dilema: por un lado, los ejércitos
fascistas con fusiles, bayonetas, lanzallamas y armas químicas; por el
otro, los ejércitos proletarios de la revolución con sus banderas rojas.
En la parte de abajo, la naturaleza aparece amenazada. La ciencia y la
cultura se involucran en este conflicto titánico entre progreso y
fascismo. En mi opinión, tal vez por su suntuosa ingenuidad, este mural
representa a la perfección el paisaje mental del siglo xx y el marco
donde se inscribió su violencia.
Este artículo se basa en la
conferencia “New Approaches to Violence in Latin American History”,
Universidad de Columbia / New School for Social Research, Nueva York, 13
de mayo de 2016.
Traducción del inglés de Mariano Grynszpan.
Referencia bibliográficas:1. Cit. en Modris Eksteins: Rites of Spring: The Great War and the Birth of the Modern Age, Bantam, Londres, 1989, p. 94.
2. E. Jünger: The Paris Diaries, Farrar, Straus & Giroux, Nueva York, 1992.
3. F. Finchelstein: Ideología, violencia y sacralidad en Argentina y en Italia, 1919-1945, FCE, Buenos Aires, 2010.
4. V. Garrard-Burnett y Ronald Flores: Terror en la tierra del Espíritu Santo. Guatemala bajo el general Efraín Ríos Montt, 1982-1983, Asociación para el Avance de las Ciencias Sociales en Guatemala, Ciudad de Guatemala, 2013.
5. C. Schmitt: Teoría del partisano. Comentario sobre la noción de lo político, Prometeo, Buenos Aires, 2017.
6. N. Elias: El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas [1939], fce, Madrid, 1987.
7. P. Sloterdijk: Temblores de aire, Pre-Textos, Valencia, 2003.
8. W. Benjamin: “Teorías del fascismo alemán” en Estética y política, Las Cuarenta, Buenos Aires, 2009.
9. A. Camus: “Combat, 8 August 1945” en Writings 1944-1947, Princeton up, Princeton, 2006, p. 326.
http://nuso.org/articulo/interpretar-la-era-de-la-violencia-global/?utm_source=email&utm_medium=email
Nuestra fuente: https://vientosur.info/spip.php?article14753
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