IPS
El suicidio de Alan García, dos veces presidente de Perú, ha agravado el drama latinoamericano en que se cruzan corrupción, deterioro de la democracia y un intento de Brasil de consolidarse como potencia internacional emergente.
El conglomerado de construcción Odebrecht, el gran vector de la epidemia que ha diezmado a líderes político, fue también el principal instrumento de una expansión brasileña, geopolítica y económica, en América Latina y África, durante los gobiernos del presidente Luiz Inácio Lula da Silva y su sucesora, Dilma Rousseff (2003-2016).
Sus confesados sobornos generaron órdenes de detención contra los cuatro últimos presidentes de Perú, una incumplida porque Alejandro Toledo (2001-2006) está pendiente de un pedido de extradición a Estados Unidos.
La otra quedó definitivamente anulada después que García (1985-1990 y 2006-2011), de 69 años, se pegó un tiro en la cabeza, el 17 de abril, cuando efectivos policiales llegaron a su casa con una orden de detención preventiva, inicialmente por 10 días.
El origen de esta cadena de detenciones sin precedentes está en la operación Lava Jato (autolavado de vehículos), mediante la cual el Ministerio Público (fiscalía) y la Policía Federal de Brasil investigan desde marzo de 2014 la corrupción en los negocios de la compañía petrolera estatal Petrobras.
La detención de Marcelo Odebrecht, entonces presidente del grupo empresarial, en junio de 2015, dio paso a un acuerdo de colaboración, lo que la justicia local incluye como “delación premiada” a cambio de reducción de penas. En consecuencia, 77 directores de la empresa prestaron testimonios dentro de la operación, a partir de diciembre de 2016.
Las primeras informaciones permitieron poner bajo investigación a 98 políticos, entre ministros, gobernadores de estado, diputados y senadores, además de tres expresidentes, entre ellos, Lula (2003-2011), en prisión desde marzo de 2018 y ya condenado por otro proceso de corrupción.
El escándalo se extendió a nueve países latinoamericanos y dos africanos el 21 de diciembre de 2016, cuando el estadounidense Departamento de Justicia divulgó los informes de Odebrecht, a los que accedió por un acuerdo de Brasil con Estados Unidos y Suiza, sobre casos vinculados con las transacciones financieras corruptas.
Argentina, Colombia, Ecuador, Guatemala, México, Panamá, Perú, República Dominicana y Venezuela son los países con autoridades señaladas. Pero fue en Perú donde las denuncias motivaron investigaciones y acciones judiciales de un equipo especial del Ministerio Público, que adoptó también el nombre de Lava Jato.
El expresidente Ollanta Humala (2011-2016) y su esposa, Nadine Heredia, estuvieron encarcelados durante nueve meses y esperan el juicio por lavado de activos en libertad restringida. La acusación es de haber recibido tres millones de dólares ilegales para las elecciones de 2011.
El 19 de abril un tribunal ordenó una detención preventiva de 36 meses contra Pedro Paulo Kuczynski (2016-marzo 2018), dentro de la investigación sobre sus vínculos con Odebrecht, que el exmandatario aún no comenzó a cumplir porque a sus 80 años está hospitalizado aquejado de problemas cardiacos.
En el caso de Alan García, no se conoce hasta ahora denuncias de haber recibido personalmente recursos ilegales de Odebrecht. Pero sí se acusa a su partido, Alianza Popular Revolucionaria Americana (Apra), de haber recibido ayuda indebida para financiar procesos electorales.
También asesores directos del expresidente son mencionados como receptores de abultados sobornos para asegurar que la constructora brasileña ganase la licitación de la Línea 1 del metro de Lima, una de las obras más visibles de Odebrecht en el país andino vecino.
García dejó una carta a modo de testamento, en que alegó su inocencia. Ese breve documento parece comprobar un suicidio premeditado y agranda la conmoción de su muerte, con críticas de algunos sectores a los presuntos abusos de la operación anticorrupción.
Una prisión preventiva de 36 meses, por ejemplo, se considera excesiva por los opositores al manejo del caso, para quienes representa una medida de intimidación para forzar la delación.
Odebrecht sostiene en sus delaciones que pagó 29 millones de dólares en sobornos en Perú, pero nuevas informaciones y datos pueden incrementar ese monto, gracias a la colaboración directa entre investigadores brasileños y peruanos, acordada en febrero.
La cruzada anticorrupción en Perú por los casos vinculados al escándalo Odebrecht contrasta con las escasas consecuencias en los demás países, porque es en esa nación andina donde la constructora conquistó los más numerosos y abultados contratos en el exterior, solo comparables a los obtenidos en Angola.
Centrales hidroeléctricas, carreteras, grandes proyectos agroindustriales de irrigación y otras concesiones fueron proyectos conquistados por Odebrecht, presuntamente a cambio de sobornos.
El proyecto más caro, el Gasoducto del Sur Peruano, de 7.328 millones de dólares, que incluía una concesión por 34 años, debió ser abandonado en 2017 con cerca de un tercio de obras ya realizadas. El gobierno de Lima busca de recuperarlo y licitarlo nuevamente.
Otros países como Panamá y Venezuela registraron también gran presencia de Odebrecht, que es la mayor y más internacionalizada de las constructoras brasileñas y que desde que estalló el escándalo trata de sobrevivir mediante la venta de empresas o negocios del conglomerado, como una planta petroquímica, empresas administradoras de puertos y aeropuertos y estadios de fútbol.
Otras constructoras brasileñas, como Andrade Gutierrez, Camargo Correa y Queiroz Galvão, participaron, por ejemplo, en la construcción de un tercio de la Carretera Interoceánica Sur, de 1.100 kilómetros entre la frontera de Brasil y los puertos peruanos en el Pacífico.
La obra costó más del doble de los 814 millones de dólares previstos y se transformó en elefante blanco por su poco uso.
Odebrecht empezó su carrera internacional precisamente en Perú, donde construyó entre 1979 y 1988 la central hidroeléctrica Charcani V, con potencia de 135 megavatios. Luego, en 1984 inició la planta de Capanda, en Angola, que tardó 18 años en tener el embalse listo y generar 520 megavatios.
Desde entonces, operó con la estrategia de hacerse “amigo del rey”, lo que se traduce en establecer relaciones cercanas y de amistad con las cúspides de los gobiernos, en especial los presidentes. Así, influir en las decisiones sobre los grandes proyectos de infraestructura era una consecuencia natural.
“Amigo” era el apodo de Lula en los registros del Departamento de Operaciones Estructuradas, la oficina de Odebrecht que se encargaba de las cuentas ilegales. Uno de esos personajes en Perú era seguramente Alan Garcia.
Emilio Odebrecht, el patriarca del grupo que presidia el Consejo de Administración y cuidaba las “amistades”, se reunía anualmente con el José Eduardo dos Santos, el expresidente de Angola (1979-2017), para discutir proyectos.
La construcción pesada se volvió hace mucho en Brasil una especie de “poder blando” de su política externa. Contribuyó al acercamiento con países petroleros, como Iraq y Argelia, cuando era total la dependencia brasileña del crudo importado y el brutal aumento de sus precios en 1973 y 1979 golpeó su economía.
Pero el apogeo ocurrió en los gobiernos de Lula y Rousseff, ambos del izquierdista Partido de los Trabajadores (PT), que buscaron desarrollar un área de influencia en América Latina y África.
Hubo incentivos para fortalecer las empresas que dominaban internamente el sector, para exportar servicios de ingeniería junto con equipos y material de construcción, emplear a personal calificado local y promover la imagen de Brasil en el exterior.
El castillo levantado en decenas de países se derrumbó por el escándalo de corrupción y la crisis económica de Brasil a partir de 2014.
La cruzada anticorrupción que abrió en América Latina la operación Lava Jato ha contribuido a debilitar en varios países aún más el sistema político, ya fragmentado y con falta de credibilidad en la opinión pública.
El resultado ha sido la emergencia de opciones radicales, como la de extrema derecha del presidente Jair Bolsonaro en Brasil, y el deterioro de la democracia en su conjunto.
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