Guantanamera
CLAE / El Cohete a la Luna
El último lunes, la prestigiosa revista New Yorker publicó una extensa nota de Ben Taub sobre el vínculo de un carcelero y un prisionero acusado de terrorista. [1]
La historia tiene sede en la base naval estadounidense de Guantánamo,
emplazada en territorio ocupado a la República de Cuba. La investigación
periodística relata el vínculo entre uno de los cautivos detenidos en
esa Base Naval, acusado de formar parte de Al-Qaeda, y un integrante de
la Guardia Nacional de Oregón.
El detenido es Mohamedou Salahi, un
ingeniero eléctrico que fue secuestrado por pedido de la CIA, en
Mauritania, su país de origen, en 2002, luego de ser investigado por las
autoridades de inteligencia del país africano, a pedido de la CIA. Sin
que se logre cumplimentar alguna acusación, fue entregado a los
militares estadounidenses, quienes lo trasladaron primero a Jordania y
después a Afganistán, territorios donde empezó a sufrir periódicas
sesiones de torturas.
Sobre Salahi pendía la sospecha (así se
fundamentó su secuestro) de ser uno de los cerebros de los ataques del
11 de septiembre. Tenía 30 años cuando lo detuvieron. Sus credenciales
lo mostraban como un brillante ingeniero de la especialidad de
electricidad, portador de una inteligencia prodigiosa y antecedentes de
haber participado en la guerra contra la Unión Soviética en los años 90,
cuando tenía 20 años, por un lapso de pocos meses. A esas referencias
se le sumaba el hecho de contar con conocidos y parientes ligados a
Al-Qaeda, aunque distanciados de Osama Bin Laden desde el momento que
tomó la decisión de atacar Nueva York.
Luego de su periplo
obligado por Asia, Salahi fue depositado en la base naval de Guantánamo,
donde se convirtió en el detenido de mayor valor de las fuerzas armadas
de los Estados Unidos. A partir de 2002 se convirtió en el recluso 760,
código que remitía al secreto mejor guardado de los servicios de
inteligencia militar. Ese pedestal le impedía gozar de las entrevistas
de la Cruz Roja e interactuar con el resto de los reclusos. Dos años
después de que Salahi llegara a Guantánamo, empezó a ser custodiado,
entre otros, por Steve Wood, un joven de 22 años, miembro de la Guardia
Nacional de Oregón, a quien le advirtieron en forma reiterada acerca de
la infinita peligrosidad del mujaidín de origen mauritano. Los únicos
interlocutores de Salahi eran sus custodios y quienes se encargan de
llevar a cabo los interrogatorios y las torturas.
La convivencia
cotidiana entre Wood y Mohamedou llevó al primero a interesarse en las
acusaciones que pendían sobre el detenido, a quien se caracterizaba como
“un miembro clave de la red terrorista internacional”, pero sobre quien
no se había podido probar ningún crimen desde su llegada a la base
naval. La curiosidad de Wood lo llevó a dedicar parte de su tiempo libre
a indagar sobre los tenebrosos antecedentes de Salahi y las evidencias
que respaldaban las acusaciones. Después de investigar cientos de horas
no encontró nada. En un primer momento supuso que la información no
debía estar disponible para un simple suboficial como él, o que dichos
registros debían estar guardados en archivos residentes en territorio
continental de Estados Unidos. Lo único que encontró fueron confesiones
contradictorias del propio Salahi arrancadas mediante torturas
indescriptibles. De hecho, las propias revelaciones del recluso 760
surgían como discordantes unas con otras, y eran atribuibles a relatos
imaginarios ofrecidos con la obvia intención de que cesara la tortura.
Los datos brindados por Salahi, según Wood, aparecían obviamente
rebatidos por variadas fuentes fidedignas, fechas inconexas y nombres
inexistentes. Sus propios interrogadores, convertidos en verdugos
despiadados, compartían su frustración al constatar reiteradamente que
las incongruentes versiones de Salahi se explicaban por su desesperación
por brindar alguna información que justificara el fin de los vejámenes.
Sus confesiones simuladas, sin embargo, le permitieron acceder a
artículos de confort como un almohada, jabón, toallas y la posibilidad
de escribir en su cuarto de confinamiento.
Wood siguió
investigando el caso durante sus días de franco, sin poder descubrir
evidencias, vínculos o alguna documentación que lograse relacionar al
mauritano con alguna red terrorista. En su estancia en la Bahía de
Guantánamo, mientras lo custodiaba, Wood le pedía que recitara
parágrafos del Corán y Salahi los repetía tanto en inglés como en árabe.
En los años que Wood estuvo destinado en el Caribe, su recluso se
transformó en una fuente de aprendizaje e iniciación espiritual. Salahi
dialogaba habitualmente de historia y filosofía y su carcelero se
asombraba de la educación y la fluidez en el manejo de cuatro idiomas
que poseía el mauritano. Cuando Wood abandonó su tarea en la Base Naval
de Guantánamo, decidió regresar a Oregón con la decisión de abandonar
las ocupaciones militares: sus diálogos con Salahi y lo que había visto
en el centro de detención lo habían cambiado. Había vivido una inversión
del Síndrome de Estocolmo: el carcelero se había transformado tras su
paso por el Caribe.
Vigilar y castigar
La
injusticia originada por las prácticas de detención de Washington
socavan los basamentos del sistema internacional de los derechos
humanos.
La base de Guantánamo es alquilada por los
Estados Unidos en el marco de un tratado impuesto por Washington desde
1898. Cuba desconoce, desde el triunfo de la Revolución, dicho
arrendamiento y exige su devolución. Cada mes, en el marco de una
teatralización grotesca, Washington desembolsa un monto de U$S 4800 que
el gobierno cubano se niega a recibir, como forma de repudio (y de
dignidad) ante la ocupación. Al Pentágono, la extraterritorialidad de la
prisión de Guantánamo le permite desconocer las propias leyes de su
país, logrando que los reclusos sean juzgados por cortes marciales
secretas, con ausencia de defensa y de conocimiento de cargos.
En el año que Wood abandonó la base naval, el Departamento de Estado
aceptó nombrar a un fiscal para atender el caso de Salahi. Para ese
menester se contrató al teniente coronel Stuart Couch. El militar se
dedicó durante dos años a revelar todos los antecedentes existentes que
probaban el nexo de Salahi con Al-Qaeda, pero luego de constatar que las
acusaciones no guardaban ninguna credibilidad, que las confesiones del
preso carecían de verosimilitud y que habían sido obtenidas bajo los
efectos de torturas, renunció al caso sin presentar cargos. Adujo, antes
de su dimisión, que la causa era un amontonamiento de impericias,
negligencias y falacias.
Ese mismo año, como resultado de las
presiones impulsadas por organismos de derechos humanos, se logró que
los detenidos pudieran acceder a la visita de un capellán militar. Para
ese tarea fue nombrado el capitán del ejército James Yee, de fe
islámica, quien visitó a Salahi en su celda de aislamiento durante un
año. Luego de extensos y profundos intercambios, al igual que Wood, Yee
empezó a entrever que las acusaciones en contra del recluso 760 eran una
suma de arbitrariedades y errores conjugados para legitimar la supuesta
eficiencia de las fuerzas armadas estadounidenses, en su lucha contra
el terrorismo internacional.
Durante una parte de su cautiverio, a partir de 2005, Salahi, a quien sus captores citaban con el apodo de Almohada,
pudo escribir cartas desgarradoras a sus abogadas, Theresa Duncan,
Sylvia Royce y Nancy Hollander. En esos escritos relató en forma
pormenorizada las condiciones de su encierro, el suplicio cotidiano y
las evidencias de su inocencia en relación con las actividades de
Al-Qaeda. La compilación de dichos escritos se transformó en un libro, Diario de Guantánamo,
que se publicó en enero de 2015 y se consagró como un éxito de ventas
en Estados Unidos y varios países del mundo. La conmoción que produjo su
publicación obligó a Washington a liberar a Mohamedou Salahi. El 17 de
octubre de 2016, fecha innegable de liberaciones varias, Salahi fue
devuelto a Mauritania luego de 14 años de detención, sin que se le
acusara formalmente de ningún cargo.
Persecuciones neocoloniales
El último miércoles 17 de abril se conmemoró el Día Internacional de
los Presos Políticos. En Argentina existen 70 mujeres y varones
sometidos a causas fraguadas por la complicidad de agencias de
inteligencia nacionales y extranjeras, asociadas a periodistas
subordinados a intereses corporativos y sectores de la justicia
cooptados por la lógica de la persecución ideológica. Tanto Salahi como
Milagro Sala, Julio de Vido, Amado Boudou, Gerardo Ferreyra o Fernando
Esteche –y la totalidad de los detenidos gracias a las imbricadas
operaciones de los D´Alessio o los Fariña— son víctimas de un sistema
que privilegia la fraguada grandilocuencia de una (in)justicia,
dispuesta para hacerle creer a la sociedad que cumple con eficacia su
misión punitiva. Esa lógica nunca logra comprender por qué irrumpen
desde sus propias entrañas los Wood, los Couch o los Yee. Pero permite
entrever que el encierro y el terror son algunos de los dispositivos
utilizado para disciplinar a quienes no forman parte de los grupos
hegemónicos o se rebelan ante ellos.
Pocos días después de su
liberación, Salahi llamó a un teléfono de Portland donde residía uno de
sus antiguos carceleros, Steve Wood. Desde África Occidental, Almohada
lo invitaba a convertirse en el padrino de su hijo, Ahmed. El
exintegrante de la Guardia Nacional de Oregón viajó a Mauritania para
reencontrarse con quien le había estimulado una fuerte espiritualidad y
un sentido de la vida. Juntos repitieron versículos del Corán.
Jorge Elbaum: Sociólogo, doctor en Ciencias Económicas, analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la ). Publicado en cohetealaluna.com
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