Luego del aparente repliegue
durante la temporada navideña, las protestas sociales que desde el 17 de
noviembre anterior sacuden al gobierno del presidente Emmanuel Macron
han retornado con fuerza a la capital de Francia y a otras ciudades del
país.
Al llegar a su novena semana consecuti-va de manifestaciones sabatinas, los reclamos de los chalecos amarillos conservan un formidable respaldo social, que en algunas propuestas rebasa 80 por ciento de las simpatías ciudadanas.
La continuidad de las protestas y su popularidad incluso entre
quienes nunca han participado en ellas, pese a la creciente hostilidad
gubernamental y a episodios lamentables como los ataques aislados contra
periodistas durante la cobertura de las marchas, se explica porque lo
que comenzó como una reacción puntual contra el alza de impuestos a los
combustibles –que los habitantes de las periferias y las ciudades
pequeñas consideran vitales– pronto cobró el carácter de una revuelta
contra un programa económico que castiga a las mayorías y consiente al
sector más pudiente de la población. Muestra de lo anterior es que 77
por ciento por ciento de los franceses apoya la exigencia de restablecer
el impuesto de solidaridad sobre la fortuna, gravamen que afectaba
únicamente a los poseedores de un patrimonio neto superior a 1.3
millones de euros (28 millones 540 mil pesos) y que fue eliminado en
2018 por Macron.
Para colmo, el Elíseo no ha cesado de hilvanar salidas en falso: por un lado, el mandatario apuesta a un
debate nacionalque nace muerto, tanto por la futilidad de discutir mediante tecnicismos cuando ya existe un clamor popular que indica el camino a seguir, como por la ausencia de cualquier atisbo de habilidad política en su diseño.
Esa carencia quedó patente cuando se asignó un sueldo de 14 mil 600
euros a la encargada de dirigir el debate, quien debió renunciar ante la
indignación generalizada. Por otro lado, la respuesta se enfoca en la
judicialización del descontento y el endurecimiento de las medidas
represivas, lo cual no sólo no ha logrado que retrocedan las
manifestaciones, sino que ha dado a los inconformes un renovado motivo
de malestar.
En una perspectiva global, la oposición al mandatario galo muestra el
agotamiento del modelo neoliberal y lo inservible de los intentos por
renovarlo mediante giros discursivos y fórmulas pretendidamente
novedosas.
Para Macron, el fracaso en aclimatar lo peor del modelo anglosajón en
suelo francés se ha saldado hasta ahora con un enorme costo político:
con apenas un tercio de su mandato cumplido, el joven tecnócrata y
otrora gran promesa de las derechas mundiales se encuentra entrampado en
una situación en la que ya no parece restarle capital político sino
para administrar el deterioro de su credibilidad.
A menos que se renuncie abiertamente a los principios y las formas de
la democracia, queda claro que el único camino posible para Macron es
el que pasa por echar atrás su programa neoliberal, restituir a la
población los derechos que le han sido arrebatados y convocar a un
diálogo auténtico en el que se pongan sobre la mesa las alternativas a
la debacle y no sólo los distintos estilos de administrarla.
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