Ilán Semo
En 2002, meses después del atentado contra las Torres Gemelas en Nueva York, el vértigo por estatuir al terrorismo islámico como el nuevo enemigo de Estados Unidos, desembocó en la promulgación de la Homeland Security Act, una ley que preveía medidas de control para detectar e impedir posibles acciones terroristas. El acta contenía tal cantidad de interdicciones a las garantías individuales y a los derechos políticos de la población, que muchos juristas –entre ellos varios conservadores notables– se preguntaban si no se trataba de una forma inédita del estado de excepción. Inédita porque en la historia moderna de Occidente (al menos la que se inicia en el siglo XIX), lo previsible era, hasta esa fecha de 2002, que una implosión tan mayúscula de las garantías constitucionales correspondiera a un colapso equivalente del régimen democrático en general, tal como sucedió en Europa durante los años 1930 y 1940, o bien en los países del Mediterráneo en las décadas que siguieron.
Obviamente,
éste no era el caso. Mientras que se abolían los derechos de expresión,
manifestación, privacidad y, sobre todo, el del habeas corpus,
la esfera de la representación en la política estadunidense seguía
funcionando como si no pasara nada: el Poder Legislativo deliberaba al
igual que siempre, la prensa mantenía la relativa pluralidad pública de
costumbre, los partidos se preparaban para los siguientes comicios…
Meses
después, el asombro y la preocupación siguieron aumentando. A raíz de
la acción punitiva en Afganistán, la base naval de Guantánamo fue
convertida en un extraño (y también inédito) presidio. Cientos de
probables acusados de terrorismo, provenientes de los más diversos
rincones del mundo islámico, fueron recluidos de una manera singular. La
fiscalía de Washington se negó a otorgarles cualquier estatuto que los
convirtiera en sujetos de ley. Para ese máximo tribunal, se trataba
simplemente de detainees (detenidos), exentos por ello de
derecho a juicio o a cualquier forma de defensa. En términos jurídicos,
algo equivalente a la nada: no sujetos fuera de la ley, o a la leyes de
la guerra, sino sujetos sin ley, desprovistos de cualquier posibilidad
de hacer efectiva alguna forma de derecho. En suma, el grado cero del
reconocimiento.
Giorgio Agamben hizo notar que este peculiar estatuto era el mismo que prevalecía para las inhaftierte (del
alemán, recluidos) en los campos de concentración de los años 30, lo
cual representaba, para la democracia estadunidense, algo alarmante.
Para Agamben se trataba exclusivamente de una comparación del estatus
legal, no de la finalidad de la retención. Finalmente, Guantánamo
siempre fue un presidio, no un campo de concentración. Y sin embargo,
este estatus sin ley de los detainees devenía peligroso
precedente: volvía disponible el estado de excepción sin la necesidad de
cancelar la normalidad del régimen. Un régimen híbrido que,
potencialmente, podía extenderse a otras franjas de la población en aras
de someterla a control. Con el paso de los años, la profecía de Agamben
ha ido tomando cuerpo en formas cada vez más ostensibles en las
sociedades occidentales. Los actuales estados de seguridad europeos,
instituidos a partir de los ataques terroristas y los flujos de
emigración, hablan en abundancia de ello. Y si Donald Trump decide crear
la figura del deportado, habrá hecho lo equivalente en Estados Unidos.
El
caso mexicano, sin embargo, recuerda el otro lado de esta ecuación
(aparente normalidad + estado de excepción), acaso su lado más oscuro.
En principio, un plantío de amapola funciona bajo una lógica bastante
similar a la de un campo de concentración. Ningún campesino en sus cinco
sentidos aceptaría participar en una empresa de este estilo motu proprio
o simplemente para gozar de la paga. Los peligros que contraen las
industrias de la droga son tan cuantiosos y los riesgos tan altos, que
su operación sólo es factible si se obliga a quienes trabajan ahí, es
decir, una forma de trabajo forzado. Los cientos de fosas que circundan
esos lugares hablan de lo que puede pasar a quienes no aceptan la
oferta.
Cierto, las fosas tienen muy diversos orígenes: el despoblamiento para facilitar el fracking en
Tamaulipas; o también el despoblamiento para abrir camino a las
industrias extractivistas en Morelos y Coahuila. Pero en rigor, se trata
de espacios dominados por la terrible condición de la nuda vida. Esa
condición que desprovee de cualquier ley y cualquier historia al cuerpo
del desaparecido. Un espacio perfectamente conocido, vigilado y
frecuentemente protegido por las autoridades civiles.
Los
argumentos que sostienen en funcionamiento a estos infraespacios
provienen del discurso del mercado: la culpa la tienen el consumo en
Estados Unidos, los campesinos obtienen dividendos, imposible detener la
globalización de la corrupción, bla, bla, bla... El hecho es que la
reproducción del capital (en este caso la reproducción clandestina)
parece hoy justificarlo todo. El mercado se vuelve así una suerte de
maquinaria devoradora de vidas e historias, una maquinaria sostenida en
una teología caníbal.
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