De Estados Unidos a Guatemala
"Poderoso caballero es Don Dinero”. Francisco de Quevedo
I
En
las democracias representativas, supuesta panacea universal para todos
los problemas sociales de la Humanidad, se repite hasta el hartazgo que
el “pueblo es el soberano”. Aunque, a juzgar por la cruda realidad, parece que es más “ano” que otra cosa.
Manda,
sí…, pero solo a través de sus representantes. O sea que,
inmediatamente formulada la que pareciera una fórmula mágica, viene la
mediación (¿el engaño?) Para muestra, véase el Artículo 22 de la
Constitución de la República Argentina (solo como ejemplo: el mecanismo
se repite exactamente igual en cualquier democracia representativa): “El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución”.
En
otros términos: el pueblo manda (¿manda?) el día que va a votar (al
menos, así nos dicen). Después, hasta varios años más tarde, no se
dedica a mandar sino a obedecer (o, más precisamente, a producir para
otro, y a consumir). Si esa es la democracia representativa, mejor
busquemos otra cosa, pues así parece que jamás se resolverán las
penurias de los pueblos.
Ahora bien: analizadas las cosas en
profundidad, parece que el pueblo no manda nunca. Ni cuando va a votar
(ahí es víctima de una monstruosa manipulación de mercadeo político, y
termina “eligiendo” la mejor campaña publicitaria), ni mucho menos en la
cotidianeidad del día a día, entre elección y elección. ¿Quién manda
entonces? ¿Los representantes de la democracia representativa? ¿Esos
señores encorbatados o esas señoronas muy bien maquilladas y con
tacones, siempre en medio de periodistas y guardaespaldas, que hacen
parte de los elencos gobernantes?
Esos “políticos profesionales”
son los que hacen marchar la máquina estatal: los que hacen las leyes,
quienes desarrollan las políticas públicas, quienes negocian en nuestro
nombre. Pero… ¿mandan?
II
Permítasenos presentarlo a través de algunos ejemplos puntuales. Un par quizá, suficiente para demostrar la falacia en juego.
En
los países latinoamericanos que, con las dificultades del caso,
vinieron desarrollando políticas populares estos últimos años,
redistributivas, con algún criterio social, sus gobiernos fijaron
impuestos considerables a las empresas extranjeras que explotaban sus
recursos naturales. Por ejemplo, tanto en Bolivia con la explotación
gasífera o en Venezuela con la extracción de petróleo, las compañías
deben pagar un 50% de regalías a los Estados de esos países. Podría
discutirse si allí efectivamente “manda el pueblo”; lo que queda claro
es que hay allí gobiernos populares, y que la población se ve bastante
beneficiada. Si los pueblos no mandan directamente, está claro que
mayoritariamente respaldan a sus gobiernos, pues reciben los beneficios
de esas administraciones.
En Guatemala –insistamos: tomamos ese
país solo por poner un ejemplo; la situación es similar en cualquier
democracia representativa, sea Noruega, Estados Unidos, Egipto o Sierra
Leona– hace 30 años que se vive dentro de esto que llamamos
“democracia”, y su población continúa tan pobre y postergada como
siempre, excluida del desarrollo económico-social. La gente vota y elige
a sus representantes. ¿Manda la gente con su voto? ¿Mandan los
representantes, el presidente, los ministros, los diputados? Pero ¿quién
da las órdenes entonces?
Mientras en la República Bolivariana de
Venezuela o en el Estado Plurinacional de Bolivia se retiene un 50% como
impuestos a las ganancias de las empresas extranjeras que explotan sus
recursos naturales, en la democrática Guatemala ese porcentaje es de
apenas el 1%. Como el porcentaje suena a bochornoso, y ante la presión
popular, el Congreso de la República, según el Decreto Legislativo
22-2014, aumentó esas regalías a un 10%. Para ello modificó un artículo
de la Ley de Minería, estableciendo puntualmente:
“LEY DE
AJUSTE FISCAL. CAPÍTULO I. REFORMAS Al DECRETO 48-97 DEL CONGRESO DE LA
REPÚBLICA Y SUS REFORMAS, LEY DE MINERÍA. Artículo 61. Se reforma el
artículo 63 del Decreto Número 48-97 del Congreso de la República y sus
reformas, el cual queda redactado de la siguiente manera: "Articulo 63.
Porcentaje de regalías. El porcentaje de las regalías a pagarse por la
explotación de minerales y materiales de construcción serán del diez por
ciento (10%). De la recaudación resultante de dicho porcentaje, el
monto correspondiente a nueve puntos porcentuales (9%), serán parte del
fondo común y el monto correspondiente a un punto porcentual (1%) se
asignará a las municipalidades; y, cuando se trate de las 'explotaciones
de los materiales a que se refiere el artículo cinco de esta ley, los
diez puntos porcentuales (10%) se asignarán a las municipalidades. Se
exceptúa de esta disposición, las regalías correspondientes a la
explotación de níquel, la cual pagará el cinco por ciento (5%), y las de
jade que pagará el seis por ciento (6%). De la recaudación resultante
de ambos casos, el monto correspondiente a un punto porcentual (1%) se
asignará a las municipalidades y el resto al fondo común.”
Hasta
allí, eso parece una medida popular, de beneficio para la población; en
otros términos: habría más recaudación fiscal, por tanto, mayor
capacidad de inversión social. Llevar el impuesto del 1 al 10%, si bien
no es de gobierno con talante socialista como los de Venezuela y
Bolivia, significa un aumento considerable en la recaudación fiscal, y
por tanto, una merma en los ingresos de las empresas mineras (¡que, por
supuesto, no quebrarán!).
Pero ahora viene lo importante: la
normativa legislativa fue impugnada por determinados círculos de poder
(¿los que realmente mandan?) –léase: alto empresariado organizado en sus
cámaras– y tiempo después, el 17 de septiembre de 2015, la Corte de
Constitucionalidad (¿mandan ellos?) dejó sin efecto el aumento a las
regalías mineras. Por tanto, esa tasa impositiva sigue siendo del 1%.
Las
compañías mineras, en nombre de la hoy día a la moda “responsabilidad
social empresarial”, voluntariamente llevaron ese aporte a un 2%.
¿Encomiable?
Valga aclarar que quienes forman la Corte de
Constitucionalidad son magistrados democráticos, no electos por voto
popular sino en oscuras y cuestionables negociaciones palaciegas, pero
“firmes defensores de la constitucionalidad democrática” en definitiva
(o, al menos –aunque hagan exactamente lo contrario– así lo declaran).
Ahora bien: ¿por qué estos dignos y egregios funcionarios de justicia
dieron marcha atrás con el aumento, que realmente favorecía a los
sectores populares?
“A buen entendedor, pocas palabras”, reza el refrán. ¿Cómo, después de cosas así, seguir creyendo en la democracia formal?
III
Si
lo anterior no fue suficiente para empezar a abrir una crítica a la
democracia representativa e impulsar la pregunta sobre cómo se articulan
los verdaderos circuitos de poder, el siguiente ejemplo puede terminar
de demostrarlo.
La empresa Minera Montana Exploradora de Guatemala
S.A., subsidiaria de la transnacional canadiense Goldcorp, es
propietaria del proyecto minero Marlin, la mina de oro y plata a cielo
abierto más grande del país, ubicada en el Departamento de San Marcos
(municipios de San Miguel Ixtahuacán y Sipakapa), zona indígena
maya-mam. Dicha empresa inició exploraciones mineras en el 2005 con
licencias ilegales, dado que no se realizó una consulta ciudadana para
consensuar el proyecto en cuestión, tal como lo estipula el artículo
15.2 del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo
–OIT–, que es ley guatemalteca desde el 24 de junio de 1997, y que
obliga a hacer un referéndum para tomar este tipo de decisiones.
La
operación de la mina genera 170 barriles de desechos mensuales (una
tercera parte son desechos orgánicos), con una estimación total de 23 a
27 millones de toneladas de residuos al cierre de sus operaciones. Parte
de los deshechos de la mina van a parar a los ríos Cuilco y Tzalá y sus
afluentes, que son las principales fuentes de agua de la región para
consumo y actividades de subsistencia. A partir de su contaminación,
aparecen los problemas de salud. La población afectada por esta
situación es de aproximadamente 10.000 habitantes.
Tal como esa
población lo preveía, aparecieron problemas sanitarios; concretamente:
hidroarsenicismo. Esta es una enfermedad ambiental crónica, cuya
etiología está asociada al consumo de aguas contaminadas con sales de
arsénico, tal como el proyecto minero utiliza para sus operaciones. En
algunos estudios clínicos, a esta patología se le llama por su acrónimo
HACRE o HACER. El hidroarsenicismo crónico endémico provoca alteraciones
cardíacas, vasculares y neurológicas, repercusiones en el aparato
respiratorio y lesiones hepáticas, renales e hiperqueratosis cutánea,
que avanzan progresivamente hasta las neoplasias o cáncer. Casos graves
de trastornos dermatológicos y neurológicos pueden encontrarse ya en
pobladores de la región, muy probablemente producto del contacto con
aguas contaminadas.
A partir de los graves daños sufridos, la
población se movilizó, entrando en pugna abierta tanto con la empresa
como con el Estado, defensor a rajatablas de la compañía y no de los
pobladores. La lucha contra la minería depredadora pasó a ser una de las
principales reivindicaciones de la población campesina maya, dado que
en sus territorios ancestrales se fueron asentando las industrias
extractivas a lo largo de todo el país, como en el caso de Sipakapa y
San Miguel Ixtahuacán, produciendo enormes perjuicios. Esas luchas
populares llegaron hasta la Comisión Interamericana de Derechos Humanos
–CIDH– de la Organización de Estados Americanos –OEA–.
El 20 de
mayo de 2010, la CIDH otorgó medidas cautelares a favor de los miembros
de 18 comunidades del pueblo indígena maya. Según la solicitud, varios
pozos de agua y manantiales se habrían secado, y los metales presentes
en el agua como consecuencia de la actividad minera han tenido efectos
nocivos sobre la salud de miembros de la comunidad. La Comisión
Interamericana solicitó al Estado de Guatemala que suspenda la
explotación minera del proyecto Marlin y demás actividades relacionadas
con la concesión otorgada a la empresa Goldcorp / Montana Exploradora de
Guatemala S.A., e implementar medidas efectivas para prevenir la
contaminación ambiental, hasta tanto la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos adoptara una decisión sobre el fondo de la petición
asociada a esta solicitud de medidas cautelares.
La CIDH solicitó
asimismo al Estado adoptar las medidas necesarias para descontaminar las
fuentes de agua de las 18 comunidades beneficiarias, y asegurar el
acceso por sus miembros a agua apta para el consumo humano; atender los
problemas de salud objeto de estas medidas cautelares, en particular,
iniciar un programa de asistencia y atención en salubridad para los
beneficiarios, a efectos de identificar a aquellas personas que pudieran
haber sido afectadas con las consecuencias de la contaminación para que
se les provea de la atención médica pertinente; adoptar las demás
medidas necesarias para garantizar la vida y la integridad física de los
miembros de las 18 comunidades mayas en cuestión, y planificar e
implementar las medidas de protección con la participación de los
beneficiarios y/o sus representantes.
Con la demanda se esperaba
que se dieran reformas a la Ley y Reglamento de Minerías y el Código
Municipal, a fin de que se armonicen con el Convenio 169 de la OIT.
Igualmente, que se decrete una moratoria de permisos para las mineras y
se elimine el ya extendido a Montana. Asimismo, que la minera resarza
los daños ambientales e indemnice a las personas y comunidades afectadas
de San Miguel Ixtahuacán y de Sipakapa.
Pero el 9 de diciembre de
2011, contrariando la voluntad popular, la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos, obviamente por presiones recibidas de parte de la
empresa, modificó las medidas cautelares que había otorgado el 20 de
mayo de 2010. Por lo pronto, suprimió la solicitud de suspensión de las
operaciones de la mina Marlín, de descontaminar las fuentes de agua y de
atender los problemas de salud.
Una vez más: ¿quién manda
efectivamente? ¿Los funcionarios democráticos de la OEA –Ministerio de
Colonias de Estados Unidos, había dicho en su momento el Che Guevara– o
las empresas transnacionales?
IV
Y por si quedara
alguna duda de cómo se dan estos mecanismos, observemos lo que sucede en
la gran fuente universal de la democracia, el paladín más encumbrado de
su defensa: los Estados Unidos de América.
El futuro primer
mandatario de este país, Donald Trump, ganó la presidencia con un
encendido discurso de campaña. Pero no tanto por su furioso racismo, su
acendrada xenofobia o su repulsivo machismo sexista, sino porque levantó
un discurso ultra nacionalista que encendió esperanzas en la clase
trabajadora estadounidense.
Está claro que este país dejó de ser
la super potencia que fuera una vez terminada la Segunda Guerra Mundial,
cuando aportaba el 52% del producto bruto mundial. Su moneda, el dólar,
que por décadas fue el patrón monetario universal obligado, y el
dinamismo de su industria, basado en una fabulosa expansión
científico-técnica, ya no brillan como antaño. Quizá ya nunca vuelvan a
brillar así. Sus trabajadores –proletariado industrial urbano y sectores
medios más ligados a los servicios– están en caída libre. Con la
relocalización de muchas empresas en otros países donde la mano de obra
es más barata, se han perdido millones de puestos de trabajo en su
propio territorio. El patriotismo no parece preocupar a los capitales (“El capital no tiene patria”,
había expresado ya Marx en el siglo XIX), y si la instalación de
plantas industriales en otros puntos del planeta aumenta su ganancia aún
a costa de la pauperización del ciudadano estadounidense medio, ello no
parece inquietar a los que realmente deciden la marcha de las cosas.
Los
puestos perdidos en suelo de Estados Unidos difícilmente se recuperen.
Pero la campaña proselitista de Trump, ganadora en las elecciones
finalmente, prometió repatriarlos. ¿Lo logrará? Esto sirve para
demostrar quién manda realmente en las llamadas democracias.
¿Cómo
podrá el futuro presidente de esta gran nación forzar a que los
megacapitales diseminados por todo el mundo (¡eso es la globalización
neoliberal!) regresen a suelo patrio? Ya se está viendo cómo: eximiendo
de impuestos. Esas fueron las negociaciones emprendidas para cumplir con
la reinstalación en suelo americano: ¿se le habrá consultado eso a la
población? Exención de impuestos para las grandes empresas: ¿quién lo
habrá impuesto? Los trabajadores desocupados, seguramente no. ¿El futuro
presidente, o los representantes de esos megacapitales?
Seguramente
Estados Unidos no volverá a ser la potencia dominante de varias décadas
atrás, pero el discurso político (siempre mentiroso, embustero,
manipulador, en cualquier democracia en cualquier parte del mundo) hará
creer a la clase trabajadora (el Homero Simpson término medio) que desde
la presidencia se logró repatriar inversiones. Y por supuesto, habrá
que inventar algo para mostrar que la desgravación impositiva era
necesaria.
Todo lo dicho y estos pocos ejemplos (para el caso funcionan igual una gran potencia imperial como un país del Tercer Mundo, un banana country)
sirven para demostrar que los funcionarios de gobierno son simples
empleados de los capitales (para el caso, incluyendo a Donald Trump, que
a su vez es parte de esos grandes millonarios, de un modo bastante
excéntrico por cierto, de ahí que lo que vendrá en la política
estadounidense puede deparar sorpresas). Y sirve también para demostrar
que la gente en su conjunto, la población de a pie no decide
absolutamente nada. ¿A quién se le consultó para decidir no aumentar las
regalías mineras, o para dar marcha atrás con las medidas cautelares
contra una mina que contamina y mata, o para eximir de impuestos a las
grandes empresas? ¿Cuándo las poblaciones toman parte en esas
discusiones? Las decisiones finales, ¿las toman realmente esos
encorbatados funcionarios, o se acerca más a la realidad el epígrafe de
Francisco de Quevedo?
Por tanto, si esta democracia representativa
no sirve a las grandes mayorías populares, habrá que ir buscando otras
formas. Ahí está la democracia de base, la democracia real, directa,
participativa, esperándonos. ¿No fue eso la Comuna de París en 1871? ¿No
fueron eso las Comunidades de Población en Resistencia –CPR– en
Guatemala durante los años de la guerra? Otra democracia donde la
población efectivamente sí elije es posible. ¿Cuándo comenzamos a
construirla?
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