La
mañana del 27 de febrero de 1989 en Venezuela subió el pasaje y
“bajaron los cerros”. La indignación de quienes vivían arriba pero
trabajaban abajo llegó a su límite cuando
los chóferes de la ruta Caracas-Guarenas informaron que el costo del
traslado se había triplicado, pasó de 6 a 18 bolívares, de golpe.
La protesta popular comenzó a tomar calor, al igual que los
prejuicios, la xenofobia y el clasismo que también estallaron en los
medios de comunicación.
Unas semanas atrás, el 16, el presidente Carlos Andrés Pérez había
anunciado su prometido paquetazo, que le daba un gancho al hígado a los
pobres, y que incluía incremento descontrolado de precios de bienes y
servicios, entre ellos la gasolina. Estas medidas, dictadas por el
Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, llegaron en medio de
la escasez, el acaparamiento y la fiebre privatizadora.
Mientras tanto, el otro país, conformado por esa minoría con poder y
recursos, leía en una página de El Nacional del 1 de marzo: “¡Esas
vacaciones fabulosas que usted siempre soñó, ahora serán realidad en el
Margarita LagunaMar”. La gráfica de la publicidad mostraba a una pareja
sonriente, a la orilla del mar, con cocteles en su manos. Páginas más
adelante, se leía el titular: “Guarenas sucumbió ante el terror del
pillaje”, con una foto de un negocio totalmente destruido y de personas
corriendo con productos en la mano.
El 1 de marzo Carlos Andrés Pérez se dirigió al país para anunciar
la suspensión de las garantías y para decir que las medidas se
mantenían intactas, a pesar de la explosión social que las había
originado. “El FMI no es la opción, es la única opción”, decía,
mientras se refería a los “sacrificios de todos los sectores”, en los
que “los de más bajos recursos reciben siempre la peor parte”.
No quedó duda de que recibieron la peor parte. El mismo presidente,
el 3 de marzo, en El Nacional, se refería a que “los focos de los
disturbios que quedan son producidos por una mezcla de delincuencia y
rezagos de subversión” y que “los extranjeros detenidos que sean
encontrados culpables serán expulsados del país”.
Las responsabilidades del llamado “Caracazo” eran contradictorias,
incluso para el propio presidente. Aunque días después, el 4 de marzo,
al hacer el balance de los hechos donde, según cifras de El Nacional de
ese día, habían muerto unas trescientas personas debido a la represión
de los cuerpos de seguridad, Carlos Andrés Pérez expresó que la
rebelión popular había sido “una acción de los pobres contra los
ricos”; dos días más tarde, también en El Nacional, decía que “la
violencia social tuvo como objetivo protestar contra la especulación”.
Ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario.
La culpa es de la turbas vandálicas
En ese país “horrorizado” ante la acción de “hordas vándalicas y
marginales”, un grupo de empresarios y personalidades posaba sonriente
y ajeno al caos para El Nacional: Gustavo Cisneros, el ex embajador de
EEUU, George Landau, el embajador estadounidense de entonces, Otto
Reich, David Rockefeller y Eugenio Mendoza, eran un ejemplo de que
“Venezuela se crece ante las dificultades”, como decía la campaña de
motivación del Banco Venezolano de Crédito.
En la revista SIC, de mayo de 1989, el sacerdote jesuita Arturo
Sosa, en su artículo ” ‘Crisis’ de los valores o triunfo de la
ideología”, explica que “uno de los mayores éxitos de las élites
políticamente dominantes (…) ha sido la aceptación masiva, en todos los
estratos sociales, de la imagen que ellos han proyectado de la sociedad
y sus relaciones” y que mantenerlo es “un aspecto prioritario de la
estrategia de poder”.
Sosa escribe que los “medios de comunicación de masas son
instrumento fundamental del orden establecido, con una eficacia muchas
veces demostrada, para difundir e imponer su propia versión de los
hechos”.
La mirada que dio la prensa a la rebelión social en contra del
paquetazo neoliberal estaba nublada, cargada de prejuicios,
discriminación y desconocimiento de las clases populares, sus
carencias, conquistas y organización. El análisis se centró en
encontrar culpables y avergonzar a quienes habían participado en la
revuelta, llamados “nubes de langostas” y “turbas enardecidas”, entre
muchos más.
Para el escritor y poeta Juan Liscano, en un artículo publicado el 9
de marzo, en El Nacional, la culpa era “del régimen democrático por
haber permitido la formación, en los cerros, de inmensas barriadas de
marginales venezolanos y extranjeros que viven del día a día como
‘toeros’, buhoneros, delincuentes y desempleados”.
Otros buscaban las responsabilidades en lo foráneo y desconocido.
“Algunos hasta piensan que tenga que ver el M-19 colombiano”, escribió
Gustavo Jaen, el 3 de marzo, El Universal. Por su parte, César Messori,
el 5 de marzo, decía que ya entre los “marginales, extranjeros,
personal doméstico”, se sabía que iba a pasar algo.
El periodista Alfredo Peña, en El Nacional del 4 de marzo escribió
que “La diferencia entre nosotros y algunos países de América Latina,
concretamente Argentina y Uruguay (…) está en el hecho de que allá las
masas están organizadas en sindicatos y en partidos que tienen
representatividad y capacidad de convocatoria”.
La tesis de que los movimientos populares de afuera eran más
legítimos también la defendía el periodista Cayetano Ramírez, en un
artículo publicado en El Nacional, el 10 de marzo:
“Los marginales de Caracas no son exactamente marginales, en el
sentido que este término se aplica a los sectores pobres que viven
alrededor de las grandes ciudades de América Latina”, cita el
periodista al filósofo argentino Francisco Romero (…) Estaríamos en
presencia de una reacción cultural y política, de sectores marginales
que expresan un profundo resentimiento contra toda la sociedad que los
está dejando atrás”.
Quienes no vivían en sectores populares como Catia, Av. Fuerzas
Armadas, Petare, 23 de Enero, Av. Lecuna y Bolívar, Guarenas, El Valle,
trataban de explicar su desconocimiento con desprecio. “Las turbas que
actuaron con inusitada violencia (…) no son expresión del pueblo. Es
más, queremos afirmar que ni siquiera llegan a lumpenproletariado (…)
cuando mucho llegan a hez y horda al mismo tiempo”, plasmó Humberto
Seijas Pittaluga en su artículo del 10 de marzo, publicado por El
Nacional y titulado “Lumpen”.
La violencia “era anticristiana”, para monseñor Luis Eduardo
Henríquez, en El Nacional, 5 de marzo, y procedía de “una masa
descontenta que comete delitos arrastrada por la neurosis”, según
fotoleyenda de El Universal.
“Hay esfuerzo sistemático y persistente de calificar los hechos como
violencia pura y simple (…) sin causa ni justificación alguna que mejor
es convertirla en sentimiento de culpa por lo sucedido y en advertencia
ejemplarizante de lo que puede pasar”, reflexionaba Sosa en su artículo
de la revista SIC.
El intelectual Arturo Uslar Pietri escribió el 5 de marzo en El
Nacional que Caracas había pasado de ser “una especie de capital de la
democracia” a “una ciudad saqueada por sus propios habitantes”.
Y proyectaba que “muchos años de disciplinado esfuerzo serán
necesarios para borrar la imagen negativa que acabamos de proyectar
ante el mundo”.
Esta reacción venía de un pueblo “mal habituado al consumismo, y a
vivir de fantasías, siempre sobregirado, con una psicología de 5 y 6, y
de loterías de toda índole”, según la opinión de Ramón González
Paredes, en El Nacional del 5 de marzo.
José Ramón Díaz, también en esa fecha, reforzaba la idea. “Después
de esas alucinantes escenas de saqueo y de pillaje, ya es hora de
reflexionar, y por supuesto, para que los venezolanos vayan olvidándose
de la vida fácil”.
Esa “poblada” que para satisfacción de muchos “fue replegada hacia
los cerros periféricos de la ciudad”, según los primeros reportes de El
Nacional del 28 de febrero, había caído “en el hábito del paternalismo,
frustraciones viejas, resentimientos sociales”, para Uslar Pietri.
El dirigente adeco Luis Piñerúa Ordaz consideraba que todo lo había
causado la “relajación de los resortes morales de la sociedad”, según
un artículo publicado el 12 de marzo en El Nacional. “En el hogar,
cuando la conducta irresponsable y disoluta de los padres propicia la
formación de los hijos bajo el signo de la amoralidad y zanganería”,
agregaba.
Sembrar el miedo
“En esto se basa la segunda dimensión del esfuerzo comunicacional de
los sectores dominantes: introyectar el temor a otra explosión -mucho
más agresiva, destructiva y peligrosa- como disuasión a cualquier
expresión de protesta ante la continuación del paquete de ‘ajustes’ que
golpean a la mayoría de la población”, escribió Sosa en la SIC de mayo.
“La rabia de la turba” que “cometía los desmanes entre risas”, según
El Nacional, no llegó hasta las zonas privilegiadas de la ciudad, sin
embargo, cualquier posibilidad de que “el cerro no fuera replegado por
los cuerpos de seguridad” hacía que se erizaran los pelos, tal como
queda reflejado en “Pánico bajo techo”, publicado por El Nacional el 4
de marzo.
“Un nuevo virus, el síndrome del saqueo, ataca los nervios del
caraqueño de clase media, ese que aún posee objetos valiosos dentro de
sus viviendas. Ahora que todos temen que la ‘furia popular’ se meta en
quintas y apartamentos para terminar con lo que falta”.
El profesor de Periodismo de la Universidad Central de Venezuela
Federico Álvarez en su artículo “El otro shock”, publicado en El
Nacional, el 8 de marzo, se refería a los verdaderos desestabilizadores
de la democracia, que cometen cotidianamente un “saqueo silencioso
impune (…) que ven en la libre empresa ‘una careta del agio y la
especulación’ (…) la acusación unilateral contra el Fondo equivale a un
descargo de conciencia. El desconocido extranjero, lejano, inaccesible
para los que sufren”.
Para Álvarez “ellos propiciaron el ya trágico shock económico. Pero
se niegan a reconocer la responsabilidad que tienen en este inesperado
shock popular”.
Nathali Gómez / AVN