Carlos Fazio / La Jornada
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El 29 de septiembre, por segunda vez en menos de 48 horas, la vocera gubernamental Alejandra Sota rechazó la existencia de agrupaciones paramilitares en el país. A raíz de la ejecución de 35 personas en Boca del Río, Veracruz, reivindicada por un grupo autodenominado Los Matazetas, dijo que los indicios que tiene el gobierno federal no apuntan en esa dirección. La realidad la contradice. Existen múltiples evidencias sobre diversas modalidades de paramilitarismo en México. Además, la irrupción de escuadrones de la muerte y grupos de exterminio o limpieza social no es de ahora ni tiene epicentro en Veracruz. Tampoco son el único indicador del terrorismo de Estado instaurado por Felipe Calderón a partir de 2007, cuando comenzó la última fase de un proceso de militarización que busca imponer un nuevo tipo de Estado policial, autoritario y clasista.
Parafraseando a la vocera Sota, existen suficientes indicios de que junto con la tortura y la desaparición forzada –modalidades de la guerra sucia que han arreciado, también, bajo el calderonismo–, el exterminio (o ejecución sumaria extrajudicial) de presuntos delincuentes es practicado por una élite criminal enraizada en las estructuras de inteligencia del Estado mexicano. En el marco de una doctrina de seguridad nacional de tipo contrainsurgente con eje en el enemigo interno, la aparición de escuadrones de la muerte y grupos de vengadores anónimos habla de un desdoble funcional en el ejercicio del mando militar y/o policial, y de una modalidad de funcionamiento clandestino del Estado que exhibe una forma perversa de represión ilegal y anticonstitucional.
Encubierto por una amplia campaña de intoxicación propagandística estelarizada por Felipe Calderón –el presidente valiente que durante cuatro años convirtió la nota roja en noticia de primera plana–, que reúne frases épicas del tipo vamos ganando la guerra por goleada a la más tragicómica “mi lucha antinarco, como la de Churchill contra nazis”, combinadas con llamados a convertir a la policía en un sacerdocio cívico, el paramilitarismo cobró amplia visibilidad en 2009 en el marco de sendas operaciones conjuntas de las fuerzas armadas y las distintas policías (federal, estatal y municipal) en varias regiones del país.
Los Matazetas se habían dado a conocer en julio de 2009 mediante un video en el que, antes de ser ejecutados en Cancún, Quintana Roo, tres presuntos delincuentes señalaron a agentes federales, estatales y del Instituto Nacional de Migración de estar coludidos con el presunto brazo armado del cártel del Golfo, en una red delincuencial que abarca varios estados, Veracruz incluido. En la coyuntura, la retórica de Los Matazetas dice respetar al Poder Ejecutivo, al Ejército y la Marina y velar por el patrimonio de los mexicanos. La aparatosa operación en Boca del Río no es creíble sin protección oficial. La Marina tiene tropas de élite aerotransportadas que habrían podido llegar al lugar en minutos; es inexplicable que no lo hicieran.
Cabe recordar que el paramilitarismo forma parte de la institucionalización del orden autoritario. Su función es exterminar opositores y/o a la escoria social –a los mugrosos, externaron Los Matazetas– y paralizar al movimiento de masas por el terror, conservando al mismo tiempo las formas legales y representativas caducas, al hacer clandestina la represión estatal. La estética de la discriminación es parte de la estrategia paramilitar, que no se trata simplemente de un proyecto armado de guerra sucia, sino de la consolidación de un modelo de sociedad. Ante la mirada cómplice de muchos –incluidos empresarios, políticos, parlamentarios y miembros del Poder Judicial– y la pasividad de las mayorías, los cuerpos seccionados, degollados, lacerados con sevicia, colgados de los puentes, buscan garantizar la eficacia simbólica del mensaje enviado al colectivo social: la alteración del cuerpo del enemigo, en función del sometimiento de la población civil al control y la subordinación, a través del miedo, como principio operativo.
El paramilitarismo no es un actor independiente, a la manera de una tercera fuerza que actúa con autonomía propia. A partir de la experiencia histórica podría conjeturarse que la actual guerra sucia está en manos de una élite criminal, que agrupa a miembros de los servicios de inteligencia, militar y policial, bajo el mando de jefes de zona institucionales, que practican un desdoblamiento funcional.
El Informe Sábato (1983) sobre el caso argentino alude a la nocturnidad como una característica del momento de la detención-desaparición, y revela que mientras algunos oficiales y suboficiales dormían en sus domicilios o en los casinos militares, la tropa lo hacía en las cuadras y las patotas salían a operar, secuestrar y saquear (botín de guerra), tabicando a las víctimas. En el piso o baúl de los Falcon sin placas, los prisioneros ingresaban luego a las tumbas (los centros clandestinos de detención). Con el nuevo día, todos recuperaban su rostro angelical, disponiendo en sus unidades el patrullaje en las zonas urbanas y el control de rutas.
La mecánica, que con variantes podría estar reproduciéndose en México a plena luz del día –como parece exhibir el caso de Boca del Río, en una zona bajo control militar de la Marina–, era sencilla: cuando alguna de las fracciones que componían una unidad militar participaba en un procedimiento, el personal armado, vistiendo uniforme de campaña y transportado en vehículos reglamentarios perfectamente identificados, rodeaba una zona urbana como apoyo para que miembros de la patota criminal, de civil, se introdujera con plena impunidad en el domicilio (blanco) de la víctima. Después, la sección uniformada regresaba al cuartel, y en tanto los Falcon ingresaban a las tumbas (por lo general una instalación no militar) para el macabro festín del ritual, los jefes informaban a sus superiores misión cumplida.
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