Carolina Escobar Sarti
Para continuar con mi columna anterior, partiré de los términos de femicidio y feminicidio, de reciente elaboración teórica, ya que algunas personas me preguntaron la diferencia entre ambos. El femicidio es considerado por Radfor y Russell como “…la forma más extrema de violencia de género, entendida ésta como la violencia ejercida por los hombres contra las mujeres en su deseo de obtener poder, dominación o control. Incluye los asesinatos producidos por la violencia intrafamiliar y la violencia sexual”.
El feminicidio, según Marcela Lagarde, son crímenes violentos y misóginos hacia mujeres, pero que quedan impunes. Es “el conjunto de delitos de lesa humanidad que contienen los crímenes, los secuestros y las desapariciones de niñas y mujeres, en un cuadro de colapso institucional. Se trata de una fractura del Estado de Derecho que favorece la impunidad. El feminicidio es un crimen de Estado”. (Legislatura mexicana, 2006).
El caso de Cristina Siekavizza tiene todo para ser considerado un feminicidio asociado a prácticas de terrorismo patriarcal. No quisiera dejar pasar el hecho de que la impunidad es el sello, para no olvidar que así sucedió con el genocidio, que en su última etapa se convirtió en una matanza institucionalizada contra mujeres. Victoria Sanford, en su libro Del genocidio al feminicidio, señala que en 1981, “las mujeres —incluyendo mujeres adultas y niñas— fueron el 14% de las víctimas en Rabinal”; en 1982, “las mujeres ya constituían el 42% de las víctimas de las masacres. A mediados de 1982 el número de homicidios de mujeres y niñas subió tan marcadamente que hasta el porcentaje de víctimas masculinas bajó”. Sanford cita a Jones, quien sugiere vigilar las masacres selectivas de varones que suelen preceder a las matanzas masivas de varones, mujeres y niños en un genocidio. Es ésta la intersección que la autora reconoce como el paso de masacres selectivas a masacres masivas.
La misma autora señala que “mientras aumentó la población femenina en un 8%, entre 2001 y 2006, el índice de homicidios contra las mujeres aumentó en más del 117%. La mayoría de las mujeres asesinadas entre 16 y 30 años de edad”. No es difícil establecer conexiones entre las prácticas y discursos de violencia del pasado, con los del presente. El caso de Cristina lo tiene todo: secuestro, desaparición, tortura prolongada, tráfico de influencias, abuso de poder, impunidad, obstaculización de la justicia, un sistema cómplice y, sobre todo, y por encima de todo, la violencia de un hombre ejercida contra una mujer entre los silenciosos muros de una institución familiar que pocos se atreven a cuestionar. Parece que en el caso de Claudia Palacios, Mindy Rodas, Cristina Siekavizza y muchas más, matar se conjuga en masculino.
¿Tendrá esto algo que ver con que en las últimas elecciones apenas un 5% del total de puestos de elección fueran para mujeres, a pesar de que somos las más en el padrón electoral? El que sólo 19 mujeres salieran electas para representarnos en el Congreso y 7 para dirigir unas pocas municipalidades de las 333 del país —ninguna de ellas indígena—, ¿no es también parte de la misma foto?
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