Carolina Escobar Sarti
El nombre cambia, la práctica se sostiene. Hoy el horror llegó a la vida de Cristina Siekavizza y su familia, pero antes fueron Mindy, Claudia y tantas más. Lo paradigmático de este caso es que integra varios elementos de una cultura que normaliza la violencia y tolera un nuevo acto de “terrorismo patriarcal”, como lo llamaría Celia Amorós.
No es este el espacio que ha de sustituir a los tribunales, pero tenemos a la vista un posible nuevo caso de femicidio que se complica, además de las variables de siempre, por el tráfico de influencias ejercido por los esposos Barreda, abogados y padres del sospechoso, en las cortes de justicia del país.
Como música de fondo, tenemos uno de esos hechos que, por absurdos, son casi increíbles: tres abogados interpusieron, hace poco, una acción de inconstitucionalidad contra la “Ley contra el femicidio y otras formas de violencia contra la mujer”. El mensaje de “pobrecitos los hombres, nosotros también sufrimos de violencia, así que esta ley nos discrimina”, hace evidente por qué tenemos leyes contra el femicidio en Guatemala. El sustento argumental de dicha acción legal, incluso de índole religiosa, es una entelequia.
En un Estado laico del siglo XXI, estos tres juristas quetzaltecos no se han enterado de que los asesinatos de mujeres en un país machista como el nuestro adquieren un carácter intencional, y que si aumentan es porque la intención es, precisamente, disciplinarlas y aplacar cualquier signo de rebeldía contra el sistema de dominación, generando para ello mecanismos de control, castigo o terror contra ellas.
¿Hay otra forma de explicar los más de cinco mil femicidios cometidos en los últimos 10 años? Eso sin hablar de las víctimas de violencia intrafamiliar que, según el Instituto Nacional de Estadística, hasta diciembre del 2008 eran 17 mil 648, de las cuales, 90 por ciento fueron mujeres. Aunque mueran más hombres asesinados que mujeres, estos generalmente mueren a manos de otros hombres —no de mujeres—, en el ámbito público, como resultado de violencia relacionada con maras o pandillas, crimen organizado o delincuencia común.
Ellos casi nunca mueren, como suele suceder a las mujeres, en el ámbito privado y “seguro” de su casa, a manos de parientes masculinos u hombres cercanos. Ellos no mueren víctimas del odio de un género sobre otro que el sistema tolera y legitima, con una marca en el cuerpo, mutilados, torturados, violados o descuartizados.
Según un estudio del Ministerio de Gobernación (2008), el 61 por ciento de los femicidios en la capital guatemalteca es producto de violencia intrafamiliar, y el 45 por ciento ocurre en la propia vivienda de las mujeres. En otro artículo de La Palabra (2010) se habla de un 90.48 por ciento de las víctimas de femicidio como sexualmente abusadas, 46.1 por ciento asfixiadas, 40 por ciento mutiladas, 26.7 por ciento amordazadas, 32.2 por ciento estranguladas, 19.35 por ciento lapidadas, y cuerpos desnudos, el 22.22 por ciento. Estas cifras sobrepasan cualquier estadística de tortura en muertes violentas de hombres.
Relaciono todo lo anterior con la reciente sentencia por el delito de trata, dictada en el Juzgado Tercero de Instancia Civil de Guatemala, contra Mario F. Peralta Castañeda, juez de la Niñez y Adolescencia de Escuintla, el segundo departamento más “femicida” del país.
No dudo de que hay operadores de justicia que sí están haciendo bien las cosas, aunque tengan que condenar a sus homólogos, y que hay visibles adelantos en el sistema a partir de la vigencia y aplicación de ciertas leyes, como en este caso la Ley contra la Violencia, Explotación y Trata, o en otros casos, gracias a la existencia de la Ley contra el Femicidio y Otras Formas de Violencia contra la Mujer. Pero el terrorismo patriarcal se sostiene desde una arquitectura cultural-institucional innegable, y mientras, Cristina sigue sin aparecer.
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