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domingo, 16 de octubre de 2016

Si me matan, seré mártir; si me dejan libre, presidente otra vez


Luiz Inacio Lula da Silva, un guerrero triste y cansado, cumplirá 75 años

Su arresto es inminente; la imagen del ex presidente preso será la gloria de los golpistas

¿El crímen?, no importa, por ser obrero, apenas alfabetizado y por alcanzar el poder

Foto
Imagen de julio pasado del ex presidente Luiz Inacio Lula da Silva
Periódico La Jornada

El jueves 27 de octubre el ciudadano brasileño Luiz Inacio Lula da Silva cumplirá 75 años de vida. Uno menos que Pelé, que habrá cumplido 76 cuatro días antes. Tres más que Chico Buarque, que cumplió 72 el pasado 19 de junio. Treinta y uno más que su más cruel verdugo y perseguidor, el juez provincial de primera instancia Sergio Moro, que anda por sus verdes 44 años sintiéndose una especie de dios vengador designado para impartir el castigo divino a su presa favorita.
Pero la verdad es que Luiz Inacio Lula da Silva, ex presidente, fundador y creador del Partido de los Trabajadores (PT), principal líder político del país más habitado y más rico de América Latina, no anda con espíritu de celebrar nada.
Hace un tiempo le pregunté, en un almuerzo con otros dos amigos, si él no se cansaba nunca. Quise saber de dónde sacaba semejante energía. A veces sí me siento cansado, pero no puedo regalarme siquiera ese lujo, el cansancio, me dijo.
Hablamos de lo que pasa en Brasil, y él quiso saber cómo me sentía. Indignado, irritado, impotente y triste, contesté.
Y Lula comentó: “Yo también me siento triste. Al fin y al cabo, hice lo que hice, empecé lo que empecé, y ahora me pasa lo que pasa…”
¿Y qué es lo que le pasa? Pues le toca asistir a la demolición implacable del PT, partido nacido para reformular la política y airear un ambiente históricamente plagado de vicios e inmoralidades, y que terminó por aliarse a los enemigos y se dejó salpicar por el lodo.
Un ataque implacable de los mismos medios hegemónicos de comunicación que él creyó haber seducido, pero que a la hora de verdad se pusieron, como una sola y única voz, en su contra.
Por esos días Lula da Silva trataba de buscar una salida para el PT. En las elecciones municipales del domingo 2 de octubre masacraron a su partido. Era algo esperado, pero no en tal dimensión. Ha sido el peor desempeño del Partido de los Trabajadores en los pasados 20 años o más.
Era esperado, admite Lula. Pero volveremos a ser lo que fuimos y seremos, agrega, con la mirada fulminante puesta en algún espacio vacío y perdido.
Cuando conocí a Lula, hace como 30 y pico de años, era un hombre con mirada inquieta y feroz. Su voz ronca anunciaba cambios radicales. Ese Lula fue drásticamente transformado en la campaña electoral de 2002, cuando un publicista de mucho talento y escaso carácter –que vendía personas como si fuesen jabones, a tipos de extrema derecha igual que de izquierda– creó la imagen de Luliña paz y amor.
Aquel Lula, el de 2002, se comprometió en una carta a los brasileños a preservar puntos cruciales de la política económica de su antecesor, el neoliberal Fernando Henrique Cardoso, y lo hizo.
Pero a la vez promovió cambios radicales en el panorama socioeconómico brasileño.
Los números no permiten dudas: el obrero que cometía errores básicos de gramática, que eliminaba el plural en sus frases, que tenía un discurso tosco y directo, montó un gobierno que eliminó a Brasil del mapa del hambre de Naciones Unidas.
En su gobierno, 42 millones 800 mil brasileños abrieron, por primera vez en sus vida, una cuenta corriente en los bancos.
La libreta de ahorro, único instrumento de que disponían, quedó en la memoria. Se vendieron, como nunca, refrigeradores, cocinas, motos, coches. Ha sido como si una Argentina entera entrase en el mercado de consumo: 42 millones 800 mil tipos por siempre ninguneados.
Pasados los años, Lula sigue creyendo que hizo lo que tenía que hacer. El presupuesto del Estado tiene que contemplar a los pobres, no se debe hablar en gasto, en presupuesto, para educación y salud públicas: es inversión. Inversión en el futuro de la gente, dice.
El problema es que, en el sistema político brasileño existen 35 partidos políticos activos y en el Congreso hay como 28.
Así que ningún presidente es electo contando con mayoría en diputados y senadores. En consecuencia, es imperioso armar alianzas políticas.
Y las alianzas que armó el PT fueron con lo más sucio que existe en la vida política brasileña. A tiempo: exactamente la misma alianza que ahora sostiene a Michel Temer, quien no se eligió, llegó a la presidencia a raíz de un golpe institucional.
–¿Qué dice Lula da Silva de esa experiencia?
–Lo importante era tener una base para gobernar.
Su partido, otrora una especie de vestal contra la corrupción dominante en el escenario político brasileño, se mezcló en el lodo.
–¿Y ahora?
–Bueno, ahora hay que empezar todo otra vez.
Lula es convocado para volver a presidir su partido, el PT. Pero resiste. Sus interlocutores más cercanos, sus amigos, dicen que más urgente es preparar su defensa contra el acoso irremediable de una justicia injusta, que entre otras cosas es capaz de mantener en prisión a su ex ministro de Hacienda, Antonio Palocci, mientras se buscan pruebas en su contra. Esa historia de presunción de inocencia, y que le toca a los fiscales probar la culpa, quedó definitivamente eliminada del escenario judicial brasileño.
Aquí en Brasil, primero se acusa, luego se detiene al sospechoso y después ven cómo probar sus crímenes.
Lula da Silva anda un tanto tristón. Su mirada pasea por un horizonte invisible. Está cansado. El hombre que dice no cansarse nunca está cansado. Está visiblemente cansado.
Mastica despacio y con cuidado cada parte del asado de cordero que eligió. Es un almuerzo entre amigos.
De repente, le pregunto: ¿Es que no se cansa nunca?
Y él me mira, con una mirada de mil fuegos, y dispara: Es que no tengo tiempo para cansarme.
Miente. Es evidente que miente. La mentira está estampada en su pelo, cada vez más ralo, en la mirada, cada vez más opaca, en la voz, cada vez más ronca.
Mañana o pasado o en unos días más lo detendrán.
La imagen de Lula preso es, será, la gloria máxima del golpe de Estado, golpe institucional que se dio en mi país, el país de Lula.
–¿Ha sido el suyo un gobierno corrupto?
–No.
–¿Hubo corrupción en su gobierno?
–Claro que sí.
–¿Ha sido complaciente con esa corrupción?
–Quizá. Muy probablemente sí.
En países como el mío es eso o la nada.
Me doy cuenta de que Lula tiene una coronita de perlas en la frente.
De sudor, pues.
Terminamos de almorzar, nos despedimos, nos abrazamos.
Nunca fui y jamás seré del PT. Mis críticas al partido creado por Lula da Silva desbordarían el espacio que me concede este diario.
Pero salgo de este almuerzo largo y tardío con las palabras que dijo Lula cuando, de manera absolutamente ilegal, lo llevaron a prestar testimonio en la Policía Federal, hace como cinco, quizá seis meses.
Dijo Lula da Silva:
Si me matan, seré mártir. Si me detienen, seré héroe. Si me dejan libre, seré presidente otra vez.
Estoy seguro de que lo detendrán. Mañana, o el miércoles o la semana que viene.
¿El crimen?
No importa.
Por ser obrero, apenas alfabetizado y haber cometido lo mismo que hicieron sus antecesores.
Lo detendrán y condenarán por haber sido el primer obrero en alcanzar el poder, y que por intuición –mucho más que ideología– cambió el mapa social de mi país.
Es decir: que no robó nada.
Y por eso…

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