Ya no resulta novedad la noticia de una masacre en Estados Unidos. Cada vez con mayor frecuencia aparece alguien que mata gente a diestra y siniestra, armado hasta los dientes, en medio de una escena de aparente tranquilidad ciudadana.
Estamos tan habituados a eso que no nos sorprende especialmente. Si el mismo hecho ocurre en naciones africanas o centroamericanas, sirve para seguir alimentando la estigmatización de estas como países pobres y fundamentalmente violentos. Allí, en el sur del mundo, la violencia y la muerte cotidianas adquieren otras formas: no hay locos que se enfurezcan y produzcan ese tipo de masacres; la muerte violenta es más natural, está ya incorporada al paisaje cotidiano y nos recuerda que muere más gente de hambre —otra forma de violencia— que por proyectiles de armas de fuego.
La repetición continua de estos sucesos tremendamente violentos obliga a preguntarse sobre su significado. Si bien en muchos puntos del planeta la violencia campea insultante con guerras y criminalidad desatada, con luchas tribales o sangrientos conflictos civiles, no es nada común la ocurrencia de este tipo de matanzas con esa forma tan peculiar que las de Estados Unidos presentan con regularidad.
Explicarlas solo en función de explosiones psicopatológicas individuales puede ser una primera vía de abordaje, pero estas no terminan de dar cuenta del fenómeno. Sin dudas, quienes las cometen pueden ser personalidades desestructuradas, psicópatas o psicóticos graves: simplemente locos para el sentido común. Pero ¿por qué no ocurren también en los países del Sur, plagados de guerras internas y de armas de fuego, donde la cultura de violencia está siempre presente y las violaciones de los derechos humanos son cotidianas? ¿Por qué se repiten con tanta frecuencia en aquel país? Ello habla de climas culturales que no se pueden dejar de considerar.
Ese patrón de violencia que desencadena periódicamente masacres de esta naturaleza no es algo aislado, circunstancial. Por el contrario, habla de una tendencia profunda. La sociedad estadounidense en su conjunto es tremendamente violenta. Su clase dirigente —actualmente dominante a nivel mundial— es un grupo de poder con unas ansias de dominación jamás vistas en la historia. Y el grueso de la sociedad no escapa a ese patrón general de violencia, entronizado y aceptado como derecho propio.
Exultante, el exrepresentante de Washington ante las Naciones Unidas John Bolton, en 2005 y en medio del clima de guerras preventivas que se había echado a andar luego de los atentados contra las Torres Gemelas, pudo decir: «Cuando Estados Unidos marca el rumbo, la ONU debe seguirlo. Cuando sea adecuado a nuestros intereses hacer algo, lo haremos. Cuando no, no lo haremos». Es decir, la gran potencia se arroga el derecho de hacer lo que le plazca en el mundo. Si para ello tiene que apelar a la fuerza bruta, simplemente lo hace. Esa es la cultura estadounidense: el vaquero bueno matando indios malos cuando lo desea.
Esa es la cultura estadounidense: el vaquero «bueno» matando indios «malos» cuando lo desea.
Estados Unidos construyó su prosperidad sobre la base de una violencia monumental. La conquista del oeste, la matanza indiscriminada de indígenas americanos, el despojo de tierras a México, la expansión sin límites a punta de balas, el racismo feroz de los anglosajones blancos contra los afrodescendientes —con linchamientos hasta no hace más de 50 años y con un grupo extremista como el Ku Klux Klan aún activo— o el actual racismo contra los inmigrantes hispanos legalizado con leyes fascistas: toda esa carga cultural está presente en la cultura estadounidense. El supremacismo blanco es ley. Único país del mundo que utilizó armas nucleares contra poblaciones civiles —sin que fueran necesarias en términos militares, pues la guerra ya había sido perdida por Japón para agosto de 1945, cuando se dispararon—, país presente de manera directa o indirecta en todos los enfrentamientos bélicos que se libran actualmente en el mundo, productor de más de la mitad de las armas que circulan en el planeta, dueño del arsenal más fenomenal de la historia (con un poder destructivo que permitiría hacer pedazos la Tierra en cuestión de minutos) y productor de alrededor del 80 % de los mensajes audiovisuales que inundan el globo con la maniquea versión de buenos versus malos, Estados Unidos es la representación por antonomasia de la violencia imperial, del ideal de supremacía. Las declaraciones de Bolton citadas arriba son elocuentes.
Lo que sucede sistemáticamente con estas masacres es consecuencia de una historia donde la apología de la violencia y de las armas de fuego está presente en los cimientos de su sociedad. «El derecho a poseer y portar armas no será infringido», establece tajante la segunda enmienda de su Constitución. La pasión por las armas (¿por la muerte?) no es nueva. Las masacres son parte fundamental de su historia.
Como dijera Freud, no hay diferencia entre psicología individual y social porque en la primera ya está contenida la segunda. Por tanto, la locura de cualquier asesino supremacista que aparece por ahí no es sino la expresión de una cultura de violencia que permea toda la sociedad estadounidense y la hace creer portadora de un destino manifiesto. En el Medievo se deliraba con vírgenes. En el siglo XX, con platos voladores. En Estados Unidos, con creerse Rambos superiores.
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