Por Carolina Vásquez Araya
Las esperanzas vanas de los pueblos son como la zanahoria ante el burro.
En época de campañas electorales, todos los candidatos a cargos de elección popular sacan lo más selecto del baúl de las promesas. Para ellos prometer es gratis y casi siempre paga altos dividendos ante la ausencia de reglas claras que impidan la institucionalización del engaño. Quizá por eso las candidaturas se han transformado en un negocio y la ética, en política, en azúcar impalpable que al primer contacto con la realidad se va con el aire.
En nuestros países es fácil para los políticos corruptos salirse con la suya porque, a pesar de innegables avances en la eliminación de obstáculos para la participación ciudadana, persiste una de las barreras más efectivas para neutralizar el poder del pueblo: la educación. En este aspecto, las naciones menos desarrolladas del continente y aquellas en donde los engañosos polos de desarrollo de su pirámide social contrastan con grandes conglomerados hundidos en la miseria, coinciden en políticas de restricción de derechos básicos –educación, salud y empleo- con el propósito de conservar su tradicional estatus de privilegios para los círculos en el poder.
El discurso político de campaña apenas cambia de acento de una a otra punta de nuestra América Latina. En ese concierto de cacofonías, el hilo conductor es una demagogia cruda cada vez más evidente, que ya no se molesta en disimular el propósito fundamental de la ambición política como es, simplemente, la conquista del poder y con él, la llave de las arcas nacionales. Cuando de pronto surge una voz responsable y honesta con propuestas de cambio y visión de nación -una rara avis casi extinta- de inmediato se elevan los mecanismos para silenciarla por no caber en un contexto ya predeterminado por los grandes estrategas, cuyas manos manejan los hilos del hemisferio desde el corazón neoliberal del imperio.
No hay que engañarse. Si nuestros países no despegan es porque no conviene a los intereses de los dueños del planeta y de nuestros recursos naturales. Basta echar una mirada a los anales de la Historia para ver con cruda claridad cómo las decisiones de mayor trascendencia cruzan la puerta de “la embajada” y, en esa ruta, pierden todo sentido social para transformarse como por arte de magia en una más de las políticas públicas diseñadas para someter a los pueblos, empoderar a sus castas económicas y políticas y, de ese modo, imponer un modelo contrario a un desarrollo basado en la libertad y la independencia. Quien no se adapte, muere –simbólicamente o no- en el intento.
¿Existe entonces una salida digna para nuestras naciones? ¿O es que será preciso esperar a que nos la concedan graciosamente quienes se han apoderado de ellas? La respuesta está en las instituciones locales, horadadas por la polilla de la corrupción y sumisas ante el poder del dinero fácil y los grandes capitales, pero sin la contraparte de una ciudadanía empoderada. De ese modo es posible observar cómo las posiciones en listados de candidatos se comienzan a llenar con ejemplares notables de lo peor de la fauna local sin el menor proceso de selección por capacidad, honestidad ni cualidades personales; eso, porque un ejercicio cívico de tal trascendencia por lo general carece –gracias a una legislación venal y con dedicatoria- de los mecanismos de depuración necesarios en todo proceso democrático.
Pasa el tiempo y nada cambia. Para que eso suceda, será imprescindible el tránsito de la pasividad a la participación; de la sumisión a la rebeldía; del silencio a la protesta legítima. Sin ese componente fundamental del ejercicio cívico el cambio nunca se hará realidad.
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