Una historia compleja
Guatemala ha sido históricamente, y continúa siendo, eso que -desde el
Norte y con una arrogante visión racista- se designó con el despectivo
mote de “país bananero”, banana country. Es decir: una nación
pobre, que produce básicamente lo que se ha dado en llamar “economía de
postre”: café, azúcar, banano, con crónica inestabilidad política y
ausencia de derechos cívicos.
Las dictaduras militares han
estado a la orden del día, y una acentuada cultura autoritaria atraviesa
toda la sociedad. La idea de igualdad no es, precisamente, lo
dominante. Las diferencias de todo tipo marcan el tejido social de un
modo exacerbado: la distancia entre los que más tienen y entre los que
menos poseen es de las más grandes del mundo; se es tremendamente rico o
exageradamente pobre.
Junto a ello, y como otra diferencia que polariza las relaciones sociales, el racismo es proverbial. “Seré pobre pero no indio”,
es frase común que puede decir un desposeído, que se precia de “ser
más” por la patética razón de no sentirse parte de los pueblos
originarios. Racismo que está tan hondamente arraigado que llega a
“normalizarse”, en cuanto no se reconoce como un problema sino como
parte de una cotidianeidad asumida como natural. Articulando el racismo
con la explotación económica, la histórica clase dominante del país
construyó un poder fabuloso y una riqueza inconmensurable, teniendo a la
población indígena en una condición de semi-esclavitud. Hoy día, a
partir del retorno de la democracia en 1986 y luego de la firma de los
Acuerdos de Paz Firme y Duradera en 1996, la profunda situación de
discriminación étnica no ha cambiado en lo fundamental. Si bien hoy día
los pueblos mayas han levantado la voz en el aspecto cultural,
existiendo incluso un Ley Anti-racismo, su dinámica socio-económica no
varió en esencia: continúan siendo la mano de obra barata y poco
especializada para los cultivos de agroexportación (azúcar, café, palma
aceitera, banano), o personal doméstico femenino en áreas urbanas. Los
peores índices de desarrollo humano (salud, educación, ingreso,
vivienda, seguridad social, respeto a sus derechos en sentido amplio)
siguen estando en este grupo (que, dicho sea de paso, representa más de
la mitad de la población total del país).
Guatemala, como
típica nación con estas características de “banana country”, tiene
índices alarmantes. País productor de alimentos, presenta una
desnutrición crónica elevadísima. Según informa UNICEF (2014), la mitad
de su población infantil evidencia severas carencias nutricionales; es
el segundo país en Latinoamérica (detrás de Haití) y quinto en el mundo
en desnutrición infantil. Por otro lado, la educación es una crónica
agenda pendiente. En este momento mantiene un analfabetismo abierto de
20%. El mismo se agiganta con población indígena, y más aún con mujeres
indígenas. El sistema educativo nacional muestra grandes déficits, lo
que lleva a buena parte de la población a buscar “remedio” en la oferta
privada, la cual es casi tan deficiente como la pública. De la población
que termina la escuela primaria, solo el 40% continúa el ciclo medio.
La educación superior es un lujo, teniendo acceso a ella solo un 2% de
la población total del país.
Guatemala no es pobre; de hecho,
su Producto Bruto Interno -PBI- es el más alto de la región, siendo la
onceava economía de América Latina. En todo caso existe una muy
asimétrica distribución de esa riqueza. Solo el 2% de la población
controla el 75% de las tierras cultivables. La población maya, ubicada
tradicionalmente en el Altiplano, sobrevive con una pobre y nada
tecnificada economía agraria de subsistencia y con los magros pagos que
recibe por su participación estacionaria en los cortes de los cultivos
de agroexportación. El salario mínimo (que solo cobra un 50% de los
trabajadores urbanos y solo el 10% de los trabajadores rurales) cubre
apenas un tercio de la canasta básica. Todo ello indica a las claras que
la riqueza nacional, muy desigualmente repartida, favorece a unas pocas
familias en detrimento de una gran masa de pobres. Según datos del PNUD
(2016), el 59% de la población se encuentra por debajo de la línea de
la pobreza. Ante ello, para una buena parte de guatemaltecos y
guatemaltecas la única salida es la marcha como migrante irregular hacia
el supuesto “paraíso” de Estados Unidos. 200 personas salen diariamente
(OIM: 2016) con rumbo al “sueño americano”. Las remesas que desde allí
envían constituyen un 11% del PBI, lo cual sirve para paliar un tanto
las alicaídas economías domésticas, pero no son una solución real a las
carencias crónicas del país.
En adición a todo ello, la
violencia cotidiana -producto de una sumatoria de factores, donde la
pobreza estructural es un fabuloso caldo de cultivo, junto a la cultura
de violencia histórica potenciada en forma alarmante por la pasada
guerra interna- marca las relaciones del día a día. La tasa de
homicidios está en 15 personas asesinadas por día, lo que indica que el
país, si bien formalmente terminó su conflicto armado interno, perdura
con una situación de violencia tremendamente alta.
La
característica distintiva de un despectivamente llamado país bananero
(básicamente los de la región centroamericana: junto a Guatemala,
Honduras, El Salvador, Nicaragua) es su pobreza, su atraso comparativo
con los países desarrollados, su precaria o nula industrialización (son
fundamentalmente agrarios). Por eso mismo, su población escasamente goza
de los beneficios de la modernidad, y como trabajadores están
desunidos, con muy poca organización sindical para defender sus
derechos. A todo ello se suman, en el plano sociopolítico y cultural,
determinadas características que, si bien pueden estar presentes en
otras latitudes, allí alcanzan ribetes desproporcionados. El
autoritarismo y las dictaduras son nota distintiva (el clan Somoza en
Nicaragua, Jorge Ubico en Guatemala, solo para poner algunos íconos
arquetípicos). Y junto a ello, como constante histórica en toda el área:
la corrupción y la impunidad.
Estas dos características están
en lo humano, no son patrimonio de nadie, pero en países así -y
Guatemala es un claro ejemplo- son lo dominante, están incorporadas a la
cotidianeidad como algo totalmente normalizado (no rige la meritocracia
sino “el cuello”, el compadrazgo. El soborno es materia corriente). Sin
querer con ello hacer un pormenorizado análisis sociológico -en todo
caso se trató de una torpeza política-, pero sin dudas dejando ver un
aspecto decididamente importante de la cultura diaria de Guatemala, el
presidente Jimmy Morales dijo en alguna oportunidad que en el país “la corrupción es algo normal” (sic).
La impunidad, por otro lado, es igualmente “normal”. Las relaciones
humanas del día a día, así como las relaciones sociales en términos más
amplios, están signadas por la misma. Se puede hacer cualquier cosa,
seguro que no habrá castigo. De esa cuenta, el esposo separado deja de
pasar su cuota alimentaria a la familia, o cualquier conductor atraviesa
un semáforo en rojo, porque ello está tolerado. El imperio de la ley…
no es imperio. Ello, por supuesto, tiene raíces profundas, históricas.
Nadie nace impune, sino que repite lo que los modelos socio-culturales
enseñan. Para ejemplificarlo con un ejemplo casi grotesco: muchos años
después de terminado el eufemísticamente llamado conflicto armado
interno (más bien: pavorosa guerra civil), prácticamente nadie se hizo
responsable de esa masacre. Una Ley de Reconciliación Nacional (ley de
amnistía) dejó en el olvido 200,000 muertos, 45 desaparecidos y más de
600 aldeas arrasadas, no habiendo ningún culpable evidente de tamaños
actos. Solo algunos cuadros militares menores y ex Patrulleros de
Autodefensa Civil. Cuando finalmente fue sentado en el banquillo de los
acusados un peso pesado ligado al Estado contrainsurgente, el general
José Efraín Ríos Montt, todas las evidencias permitieron sentenciarlo
por delitos de lesa humanidad a 80 años de prisión inconmutable. Pero
los factores de poder del país salieron en su defensa, por lo que el
militar solo pasó una noche de arresto, quedando su caso en un limbo
legal que le permitió vivir en libertad hasta su muerte. Con esto se
quiere significar que el llamado a la impunidad viene desde las más
altas esferas del poder, por lo que la misma, al igual que la corrupción
-parafraseando al presidente- también es “normal”.
Lucha contra la corrupción
En el 2015, curiosamente, comenzó a darse una explosión anticorrupción.
Puede decirse que “curiosamente”, pues de buenas a primeras la
población pareció indignarse ante hechos que eran de suyo conocidos,
históricos, incorporados a la “normalidad” social. Pero fue una
indignación llamativa. A partir de misteriosas convocatorias hechas en
las redes sociales (después se supo que desde perfiles que resultaron
ser todos falsos), población capitalina -clasemediera en lo fundamental-
comenzó a asistir a la plaza en algo que luego fue ritualizándose:
llegar los sábados por la tarde a sonar vuvuzelas y a cantar el himno
nacional. Terminado que fuera ese ritual, todos a su casa, sin consigna
política transformadora más allá de una indignación ante los hechos de
corrupción que se iban conociendo a partir del trabajo del Ministerio
Público y la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala
-CICIG-.
De esa cuenta, con esa “presión” popular, se vieron
forzados a renunciar los por entonces presidente y vicepresidenta: Otto
Pérez Molina y Roxana Baldetti. La sensación que pudo haber quedado es
que la movilización popular los depuso. Ahora, fríamente analizados los
hechos a la distancia, puede verse que se trató fundamentalmente de un
bien pergeñado plan de psicología militar. Una vez más Guatemala fue
utilizada por el gobierno de Estados Unidos como laboratorio de pruebas
para un ensayo de manejo social: disparar la vena anticorrupción para
lograr una protesta cívica (pacífica, sin la más mínima intención de
modificar algo sustancial; lo que en otros contextos comenzó a llamarse
“revolución de colores”).
En otros términos: una muy
planificada operación gatopardista, cambiando algo superficial (supuesta
“lucha contra la corrupción” botando al binomio presidencial y llevando
a la cárcel a una mafia enquistada en el gobierno) para que no cambie
nada. De ese modo, la corrupción pasó a ser la nueva plaga bíblica
contra la que había que levantar la voz, encontrando ahí la causa de los
males. Y ello sirvió, incesante bombardeo de fake news mediante, para neutralizar y revertir (roll back
en la jerga de esos manuales de operación mediática estadounidenses)
los gobiernos progresistas -molestos para la geoestrategia de
Washington- de Argentina (con los esposos Kirchner y Fernández) y Brasil
(con el Partido de los Trabajadores: Lula primero, Dilma Roussef
posteriormente).
Así las cosas, en Guatemala la CICIG pasó a
tener un papel relevante, al igual que la figura de la entonces Fiscal
General, Thelma Aldana, a punto de convertirla en candidata presidencial
para las próximas elecciones de junio del 2019. La falacia montada
terminó haciendo girar la dinámica política del país en torno al
organismo internacional como garantía de esa cruzada anticorrupción que
se había lanzado. Por lo pronto, su accionar logró desarticular varias
estructuras mafiosas enquistadas en el Estado, en contubernio con ex
militares y algunos empresarios. Varias personas, por tanto, fueron a
parar a la cárcel (nunca empresarios, curiosamente).
El
espejismo montado pretendió hacer creer que combatiendo la corrupción se
podrían terminar los grandes males nacionales. El otrora embajador de
Estados Unidos, Todd Robinson, fue uno de los principales actores en la
puesta en marcha de esa cruzada, lo que demuestra el especial interés de
Washington en impulsar la iniciativa. En el fragor de esa lucha y
habiendo desarticulado varias bandas delincuenciales, se llegó a decir
que Guatemala “estaba dando un ejemplo al mundo” en orden a la transparencia.
Sin embargo, ahí viene lo curioso y lo que debe abrirnos los ojos: el
país, al igual que sus vecinos del área, se caracteriza por una
histórica corrupción e impunidad. De hecho, su oligarquía -unas pocas
familias de linaje pretendidamente aristocrático, herederas de la
colonia española- forjaron sus fortunas en base a la más inmisericorde
explotación de la población originaria, los pueblos mayas, con una
impunidad total, manteniéndolos en una situación de semi-esclavitud.
Hasta la revolución de 1944, los indígenas eran considerados
prácticamente “animales de trabajo”, pues se vendían las fincas con todo
lo clavado y plantado, “indios incluidos” (sic).
La
violencia y la impunidad son los cimientos sobre los que se edificó el
país, que nunca alcanzó una verdadera unidad nacional, por cuanto la
mayoría indígena siempre se sintió ajena a la “guatemaltequidad”
impuesta. El Estado, desde la misma creación de la república hace dos
siglos, ha sido absolutamente corrupto, siempre de espalda a los
pueblos, favoreciendo a los grupos oligárquicos vinculados a la
agroexportación -y posteriormente a una tímida industrialización
modernizante-. Y también favoreciendo a las burocracias que se
encargaron de su manejo (la llamada “clase política”). Por lo pronto, es
un Estado raquítico, teniendo la segunda recaudación fiscal más baja
del continente, después de Haití (10% del PBI, en tanto la media
latinoamericana ronda el 20%, y en algunos países con el mayor índice de
desarrollo humano supera el 50%). Estado que solo sirve para mantener
el orden oligárquico, por tanto: una gran finca con población hambreada y
muy poco instruida, que tiene siempre la migración irregular hacia
Estados Unidos como una posibilidad para “salvarse”, y que cada vez que
protesta obtiene represión como respuesta.
A partir de esa
lucha impulsada por la CICIG, las mafias enquistadas históricamente en
el Estado, aumentadas exponencialmente a partir de la guerra
contrainsurgente de las décadas pasadas donde el ejército cobró un peso
desproporcionado, se sintieron en peligro. El llamado “Pacto de
corrupción e impunidad”, que une a empresarios (financistas de los
partidos políticos corruptos), ex militares y clase política mafiosa,
reaccionó airado ante esta afrenta.
Si bien la cruzada
anticorrupción era una medida de Washington surgida en la presidencia
anterior (Barack Obama, demócrata), concebida como una forma de
modernizar a los “países bananeros” del llamado Triángulo Norte de
Centroamérica, la nueva administración republicana de Donald Trump
parece haber dado al traste con esa iniciativa. El favor guatemalteco de
haber secundado a la Casa Blanca en su traslado de la embajada en
Israel a Jerusalén, más el lobby realizado en el Senado (haciendo
pasar a la CICIG como un emisario del “comunismo” injerencista), han
cambiado el curso de los acontecimientos. La corrupción dejó de ser el
“gran mal” nacional; de hecho, parece que ya no importa tanto. El actual
embajador de Washington, Luis Arreaga, contrario a su antecesor, tiene
un perfil muy bajo y “deja hacer” a las mafias. Desde la Casa Blanca,
última tomadora de decisiones en muchos aspectos políticos de los países
latinoamericanos, con la actual administración parece haberse cambiado
la estrategia y el Plan para la Prosperidad para el Triángulo Norte de
Centroamérica está en el olvido. La lucha contra la corrupción dejó de
ser importante.
Nada cambia
La actualidad nos
muestra a estos grupos (el llamado Pacto de corruptos) enseñoreados,
deshaciendo todo lo avanzado por la CICIG y el anterior Ministerio
Público, alzando propuestas de derecha conservadora que indican
claramente un retroceso en los procesos político-sociales en curso.
Al haberse sentido amenazados, los grupos de poder aunaron filas. Si
bien hay diferencias entre la oligarquía tradicional (familias de linaje
que provienen de la colonia) y los nuevos sectores emergentes ligados
al Estado contrainsurgente vinculados a negocios non sanctos
(que, según datos oficiosos de Naciones Unidas llegan a un 10% del PBI,
dados por la narcoactividad, contrabando, crimen organizado en sentido
amplio), las investigaciones de Ministerio Público y CICIG los
acercaron. En esa compleja trama de corrupción e impunidad pueden
encontrarse diversos grupos (empresarios, ex militares, políticos de la
vieja guardia, contratistas del Estado), todos unidos por la imperiosa
necesidad de mantener las cosas como están, de hacer que nada cambie.
Investigar en profundidad las entrañas del funcionamiento empresarial y
estatal, las vinculaciones que se dan entre esos sectores y los pactos
oscuros tejidos siempre a espaldas de la población, puede permitir
evidenciar una podredumbre que los grupos dominantes no tienen ningún
interés en hacer público. De ser consecuentes con esas investigaciones, y
amparados en las leyes vigentes, muchos, si no todos, los pactos
oscuros son lisa y llanamente transgresiones legales. Por tanto, si
realmente se fuera consecuente con la transparencia, esos sectores
podrían terminar en la cárcel.
Contratos dudosos, evasión
fiscal, sobornos, violaciones a las leyes laborales, robos al erario
público, no pago de la cuota patronal al Seguro Social,
sobrefacturaciones, contrabando, tráfico de personas y de armas,
narcoactividad, además de una inmisericorde explotación de la clase
trabajadora (recuérdese que muy poca gente cobra el salario mínimo, y
que éste, de por sí, no alcanza para vivir dignamente), son todos
ilícitos que podrían ser investigados, y consecuentemente, deberían
castigarse. ¿Quién se salva? Parece que nadie.
Sin dudas en la
oligarquía hay fisuras, hay distintas posturas, las cuales pueden llegar
a enfrentar posiciones. Por la misma cuestión de racismo y veleidad
aristocrática que atraviesa la sociedad, no son lo mismo en términos
sociales un terrateniente “de apellido” que un narcotraficante
advenedizo; pero como clase que cuida sus intereses, tanto las “familias
tradicionales” como los “los nuevos ricos” tienen puntos en común:
cuidar a muerte sus privilegios. En la base de toda fortuna hay un hecho
delictivo, de hecho (corrupción que permite robar descaradamente, por
ejemplo desde un puesto público, o negocios ilegales como la
narcoeconomía) o de derecho (la explotación de la clase trabajadora, que
constituye un robo legal -“La ley es lo que conviene al más fuerte”, dirá Trasímaco de Calcedonia-). Para decirlo apelando a citas de inteligentes: “La propiedad privada es el primer robo de la historia”, aseveró Marx. O: “Es delito robar un banco, pero más delito aún es fundarlo”, según lo expresado por Bertolt Brecht.
Como clase poderosa defendiendo sus privilegios, no importa el origen
de las fortunas. La prueba está que, para evitar ser investigados,
cierran filas tanto empresarios como clase política tradicional, tanto
ex militares enriquecidos como personajes del crimen organizado. En
última instancia: ¿hay diferencias sustanciales entre todos ellos? Pagar
salarios de hambre o evadir impuestos es tan pernicioso como lavar
narcodólares o traficar con personas.
Ese Pacto tiene su
representación en los operadores políticos que ocupan importantes cargos
en el Estado: Congreso, Poder Judicial, Alcaldías, Ministerios. Esos
engranajes, trabajando aceitadamente, están logrando importantes avances
en su proyecto político restaurador de los viejos esquemas basados en
la más absoluta impunidad y corrupción, anteriores a la Firma de la Paz,
e incluso anterior al retorno de las elecciones democráticas de más de
30 años atrás. Ese pacto, nostálgico del Estado-finca, del “país
bananero” que marca la historia, está haciendo retroceder mínimas
conquistas logradas en estos años de democracia y luego del final de la
guerra en 1996. De esa cuenta, se boicotean todos los esfuerzos
progresistas y medianamente democráticos (se desarticuló la CICIG, se va
abiertamente contra el Procurador de Derechos Humanos, contra la Corte
de Constitucionalidad en su intento de mantener el orden constitucional,
contra los jueces no corrompidos, se da marcha atrás en la Policía
Nacional Civil echando por la borda todo un trabajo de
profesionalización previo, se inmoviliza al Ministerio Público, a la
Superintendencia de Administración Tributaria -SAT-) y se avanza en la
legislatura con leyes retrógradas (ley de amnistía para los genocidas
del conflicto armado, ley contra el aborto, leyes mordaza para quien
proteste). En otros términos: todo vuelve a la “normalidad” que
caracterizó al país durante toda su historia. A tal punto que
reaparecieron grupos clandestinos contrainsurgentes (escuadrones de la
muerte), que se cobraron la vida de cerca de 30 dirigentes comunitarios
en estos últimos meses, e impunemente ahora vuelven a la carga.
Las próximas elecciones, con una profusión de pequeños partidos
políticos sin par, no auguran ningún cambio real. Tal como están las
cosas, no se puede esperar sino más de lo mismo. La vieja guardia de la
política conservadora y tramposa está a la orden del día, aunque se
cambien caras y aparezcan nuevos personajes. La cultura de impunidad y
corrupción persiste. Por lo pronto, prácticamente todos los aspirantes
presidenciales avalan el retiro de la CICIG y el fin de las
investigaciones por parte del Ministerio Público. La izquierda está
totalmente fragmentada y no parece tener ninguna oportunidad real de
incidir en la estructura dominante. Los escasos lugares que tiene y que,
eventualmente, podrá seguir manteniendo (algunas alcaldías, unas muy
escasas diputaciones) no constituyen un poder real que pueda torcer el
curso de los acontecimientos.
Ante este avance bastante
arrollador de posiciones de derecha conservadora, se impone defender
férreamente los mínimos avances logrados en estas décadas de proceso
democrático. ¡Ello es imperativo para mantener alguna esperanza de
cambio y para que la primavera no se termine marchitando!
*
Material aparecido originalmente en la Revista de la Universidad de San
Carlos de Guatemala Nº 39, noviembre/diciembre de 2018.
Blog del autor: https://mcolussi.blogspot.com/
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