Eric Nepomuceno
La Jornada
Hoy se cumple un año
de la prisión del ex presidente Lula da Silva, el líder político más
popular de Brasil en al menos las pasadas seis décadas.
Hace un año, el 7 de abril fue sábado. Luego de pasar 48 horas en el
Sindicato de Metalúrgicos de San Bernardo do Campo, en el cinturón
industrial de San Pablo, Lula se entregó a la policía federal.
Antes, como había planteado en las negociaciones con la misma
policía, habló a miles de manifestantes que habían rodeado el sindicato
para impedir que fuese sacado por la policía. No volvió a hablar en
público hasta ahora. Si vuelve, es un peligro, saben bien sus
adversarios.
Encarcelarlo fue la culminación del golpe iniciado en octubre de
2014, cuando Aecio Neves, del Partido de la Social Democracia Brasileña
(PSDB), del ex presidente Fernando Henrique Cardoso, fue derrotado por
Dilma Rousseff, del Partido del Trabajo (PT) de Lula. Ha sido la cuarta
derrota consecutiva del PSDB. Ya bastaba.
Pasados pocos días de la confirmación de la victoria de Dilma, el
entonces senador Neves habló en la tribuna. Y en lo que sus críticos
consideran un rarísimo brote de sinceridad, aseguró que, relecta, ella
no lograría gobernar.
Poquísima gente le creyó: sus palabras sonaban al típico discurso de perdedor resentido y rencoroso.
Sin embargo, lo que él dijo se confirmó: sus palabras pusieron en
marcha el golpe institucional que en 2016 alejaría a Dilma Rousseff e
instalaría en su lugar a su vice, Michel Temer.
La tarea, en todo caso, no estaría totalmente cumplida si Lula
pudiese disputar, y seguramente vencer, las presidenciales de 2018. Para
impedirlo, sería necesario meterlo preso.
Hay puntos evidentes, palpables, en todo ese mecanismo que gruesos
batallones de juristas califican como farsa. Y la verdad es que
cualquiera con un mínimo de lucidez –no se requieren altos conocimientos
jurídicos– que lea la denuncia presentada por los fiscales encontrará
pirámides de puntos letalmente frágiles en las acusaciones contra Lula.
Cualquiera, sí, con excepción del entonces juez de provincia que
enfrenta serias dificultades con el idioma, llamado Sergio Moro. Y que,
no por casualidad, ocupa ahora el ministerio de Justicia del gobierno
del ultraderechista Jair Bolsonaro: ha sido su premio.
En la sentencia, el juez Moro admitió que condenaba a Lula por
actos indeterminados, y que, a falta de pruebas, se basó
en convicciones.
La defensa de Lula recurrió a la instancia superior, y lo que farsa
parecía, farsa se confirmó: antes aun de examinar el recurso presentado
por la defensa, el presidente del tribunal de segunda instancia elogió
la sentencia de Moro, pese a –como admitió– no haberla leído.
Estaba diseñado el mapa que conduciría a lo que vino después. Es
decir: conduciría pero no condujo exactamente como lo previsto, porque
los candidatos pretendidos por quienes arma-ron el golpe para suceder al
cleptómano Temer fallaron, y las urnas terminaron por parir a un
primate inesperado Jair Bolsonaro.
Hoy se cumple un año desde que Lula fue preso gracias a una sentencia absurda pero necesaria.
¿Necesaria para qué? Para que se imponga al país la demolición que Bolsonaro y quienes lo respaldan tratan de aplicar.
¿Y quiénes son los que respaldan al descerebrado? Los dueños del
capital, del agro-negocio, los representantes de los dueños globales del
dinero. Los avaros más avaros, pues.
Es justo reconocer que a lo largo de los primeros nueve meses de
prisión de Lula, entre abril y diciembre pasados, Temer y su banda
dieron el mejor de sus talentos y esfuerzos para hundir al país.
Pero más justo es reconocer que Bolsonaro, en sus primeros cien días
de gobierno, supera a todos sus antecesores desde la implantación de la
República en Brasil, hace casi 120 años. Nunca antes se ha visto nada
tan grotesco, patético y peligroso. Su gobierno amenaza terminar con la
educación, arruinar el medioambiente, liquidar programas sociales,
avergonzar el país a los ojos del mundo.
El desempleo alcanza marcas históricas, las proyecciones para la
economía encogen con velocidad apabullante. Es preocupante, y mucho, el
número de brasileños que vuelven a
situación de vulnerabilidad social, que es como los elegantes se refieren a la pobreza, y la lista es larga y sigue.
Habría que mencionar a la cultura al borde de la guillotina, la salud
pública abandonada, y mucho, mucho más. Prácticamente todo: no hay un
solo aspecto de la vida que no esté en riesgo en Brasil.
Mientras, Bolsonaro tiene uno y un solo proyecto concreto: fulminar el sistema jubilatorio para enriquecer aún más a la banca.
¿Cómo? Cambiar el actual sistema, que seguramente necesita cambios,
implantando en Brasil el modelo que, en Chile, provo-ca suicidios.
Todo lo demás es una incógnita oscura y amenazadora.
Pero entre una estupidez y otra, entre una y otra vergüenza,
Bolsonaro logró finalmente anunciar una y una sola medida concreta: ya
no habrá horario de verano.
La gran duda es si, de aquí al verano, habrá país…
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