La Jornada
En uno de sus más
recientes artículos periodísticos, Immanuel Wallerstein vuelve sobre un
tema que ha trabajado anteriormente: asegura que las dos grandes
potencias, Estados Unidos y China, se convertirán en socios estratégicos
(goo.gl/FDUf6j). Su
análisis es sólido y tiene la enorme ventaja, además del respeto que
merece todo su trabajo, de que no es novedoso, sino que aporta nuevos
argumentos a los que ha venido manejando desde mucho tiempo atrás.
Wallerstein sostiene que el principal motivo de las discordias
actuales consiste en cuál de los países será socio mayor y cuál
subordinado en la futura e inevitable alianza. No duda que China se está
convirtiendo en la nueva potencia hegemónica global, pero asegura que
está condenada a entenderse con la potencia en decadencia, del mismo
modo que Gran Bretaña y Estados Unidos se entendieron después de 1945.
Asegura que puede establecerse una alianza no formal, una
asociación no declarada, como la que mantuvieron la Unión Soviética y Estados Unidos desde los acuerdos de Yalta (febrero de 1945), en los que tácitamente se dividieron las zonas de influencia en el mundo de posguerra. En trabajos anteriores, Wallerstein sostuvo que luego de un periodo de transición hegemónica en el mundo se establecerán dos alianzas importantes: la de China y Estados Unidos por un lado, y la de Europa y Rusia por otro.
En este sentido, vale la pena escuchar a un notable estratega, el
presidente ruso Vladimir Putin, quien defiende el euro a pesar la crisis
en curso y recientemente aseguró que
muy posiblementeRusia llegará a integrar la Eurozona (goo.gl/C35cnU). Debe recordarse que la ofensiva de Washington contra Rusia, en particular la crisis y cambio de régimen provocados en Ucrania, busca impedir el aumento de los lazos políticos y económicos entre Moscú y Bruselas.
Sin llegar a disentir del análisis de alguien que considero una
inspiración ineludible, quisiera exponer algunos problemas que pueden
cambiar el rumbo que señala Wallerstein y quizá entorpecer o enlentecer
este tipo de alianzas que llegarían a predominar en un nuevo mundo
posterior al capitalista.
La primera y más importante se relaciona con la herencia colonial.
Las anteriores transiciones hegemónicas se produjeron entre potencias
occidentales. Desde la primera hegemonía en el sistema-mundo, la de
Holanda, hasta la hegemonía estadunidense, son todas naciones que
pertenecen a una misma civilización, por utilizar el sentido que le
otorga el sociólogo egipcio Anouar Abdel-Malek (citado por Wallerstein),
quien sostuvo que sólo existen dos civilizaciones, la indoaria y la
china.
Podemos intuir que una hegemonía no occidental chocará con las
tradiciones y las culturas racistas y colonialistas de Occidente. A la
competencia entre estados y entre empresas, que fue decisiva en las
anteriores transiciones, se suman ahora factores que estaban ausentes en
aquellas disputas. No podemos saber hasta qué punto el racismo y el
colonialismo serán capaces de modificar la trayectoria histórica
prevista, pero es evidente que algún peso tendrán, ya que han modelado
el nacimiento y desarrollo del capitalismo en los pasados cinco siglos.
La misma observación hecha desde China y Asia-Pacífico permite
dudar de que Pekín aspire a la hegemonía mundial, porque sería tanto
como seguir los pasos del colonialismo/capitalismo europeo y occidental.
Puede suceder, pero no es necesario que así sea. Lo que es seguro es
que China no permitirá una nueva humillación, como las sufridas ante
Inglaterra y Francia en el siglo XIX y ante Japón en el siglo XX. Todo
su esfuerzo como potencia emergente va en la dirección de mantener en
pie la soberanía nacional.
La segunda cuestión a tener en cuenta es el papel de las sociedades
civiles organizadas, o sea los movimientos populares. Los fundadores de
la teoría del sistema-mundo, Wallerstein, Giovanni Arrighi y Terence
Hopkins, destacan la divergencia existente en la crisis iniciada en 1973
con las crisis anteriores, por el papel destacado que jugaron los
trabajadores en su deflagración. Más allá de diferencias puntuales entre
sus análisis, la conclusión parece clara cuando señalan, a propósito de
la oleada de activismo de la década de 1960, que estamos ante la
aceleración de la historia social.
Mientras en las anteriores crisis hegemónicas de intensificación de la rivalidad entre las grandes potencias la rivalidad precedió y configuró de arriba abajo la intensificación del conflicto social, en la crisis de la hegemonía estadunidense esta última precedió y configuró enteramente aquella, concluyen Arrighi y Beverly J. Silver en Caos y orden en el sistema-mundo moderno (Akal, 1999, p. 219).
Dirán que no es la primera ocasión en que cito esta frase. Pero me
parece necesario recordar, una y otra vez, que la crisis en curso ha
sido gestada por las luchas de los abajos, y que esa convicción debe
darnos la suficiente fuerza de ánimo para enfrentar la tormenta con la
que nos están respondiendo los de arriba. Es la primera vez en la
historia que las resistencias de abajo configuran nada menos que una
crisis sistémica y eso explica la reacción de Estados Unidos y del gran
capital, incluso gobiernos como los que estamos padeciendo, de modo
particular en el caso de México.
¿Podemos imaginar el genocidio mexicano contra los jóvenes, las
mujeres, los indios, los pobres en general, sin considerarla como una
guerra preventiva de clase? La clase dominante mexicana sufrió dos
revoluciones populares en la corta historia de la nación, y eso la hizo
mucho más cautelosa y, sobre todo, más implacable.
Sin rechazar el análisis del
telescopio Wallerstein(apodo creado por el sub Galeano), creo que el colonialismo/racismo y la potencia de los abajos deben inducirnos a considerar la enorme complejidad de la transición en curso. Esa complejidad puede llevar a la dirección china, en efecto, a aliarse con la potencia en decadencia para evitar males mayores. Pero nada es seguro.
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