Ilán Semo
Las deportaciones
de mexicanos de Estados Unidos, que se intensificaron desde el periodo
de Obama (los cálculos demográficos hablan de un millón 200 mil
deportados, ver: Migraciones internacionales, en scielo.org.mx), han cobrado en los últimos días la forma de razzias
policiacas. Hombres y mujeres, que vivieron en ese país durante años,
son arrancados de sus familias, hogares y barrios, como si se tratara de
delincuentes, y enviados en aviones como emblema de una política que
esconde, bajo argumentos económicos y paralegales, las estrategias que
se agitan bajo los estigmas raciales. Una suerte de cacería de brujas,
sólo que ahora con la intención de criminalizar la figura del migrante.
Son los primeros refugiados que anuncian los pasos más visibles de la
eclosión estadunidense, porque una cosa es renviar a casa a quien no
cuenta con estatus legal; otra distinta, su deportación, que implica la
figura ominosa del deportado y que cobró su primer auge masivo en los
años 30 del fascismo europeo, o la versión actual, que consiste en
criminalizar a quien sólo se dedicó a trabajar durante años; es un
estigma que se logra trasmutando (y humillando) cuerpos al uniformarlos
de anaranjado y llevarlos al aeropuerto con grilletes y esposas. La
última anuncia la proximidad de la tentación neofascista. Todo
transcurriría de manera distinta si tan sólo las partes se sentaran a
negociar un (siempre pospuesto) acuerdo de migración.
Hace unos cuantos días, el senador republicano Mike Rogers anunció
que enviaría una propuesta de ley para gravar con impuesto de 2 por
ciento a las remesas que envían los trabajadores mexicanos a casa.
Ninguna metáfora legal podrá ocultar que se trata no de un impuesto,
sino de un tributo, igual que las reducciones forzadas que imperaban en
los antiguos reinos absolutistas del siglo XVI, y que arrancaban a la
pobreza una parte de la pobreza sin entregar nada a cambio, aunque la
política hay que leerla siempre entre líneas. Si alguien en Estados
Unidos piensa recaudar 2 por ciento de otro alguien es porque sabe que
ese otro alguien permanecerá para obtener un salario que sea gravable.
En las agendas y en los pasillos del actual gobierno de Washington, el
trabajo de los mexicanos que no cuentan con un registro legal se
encuentra, creo yo, entre sus principales prioridades. El único
propósito es explotarlo aún más (y de manera vulgar).
Por cierto, habría muchas maneras creativas de pensar cómo reponer a
los migrantes ese robo de 2 por ciento. Por ejemplo, invitar a la parte
de la población estadunidense que en la actualidad se opone a la
tentación neofascista a solidarizarse y visitar México con viajes a muy
bajo costo. Los impuestos que se obtuvieran por estos ingresos serían
enviados en efectivo a los trabajadores migrantes. Así, mientras que del
otro lado del muro se impone un tributo, aquí se convocaría a un acto
de solidaridad entre las mejores partes de ambas sociedades.
¿No será, acaso, momento de convocar a ese viejo y olvidado
fantasma del internacionalismo a reingresar a la escena? La esencia de
la idea del internacionalismo consistió en que las luchas de las partes
excluidas de un país correspondían a los intereses de los excluidos de
otro, y no tendrían otro remedio más que apoyarse mutuamente. No es
difícil entender que hoy las luchas de las mujeres en Chicago y Nueva
York por defender sus derechos pueden entrelazarse con las de las
mujeres mexicanas por obtener los suyos. O que las luchas por ganar
mejores salarios en México corresponden a los intentos de los
trabajadores de Detroit por defender sus plazas de trabajo. Bernie
Sanders estuvo alguna vez en México para explicar este posible nexo.
Así, los impulsos por resistir a la eclosión estadunidense partirían de
ambas sociedades y no de sus estados, donde jamás se producirán.
El fundamento de todo esto es muy elemental: no hay que temer, porque
el peor error que se puede cometer es el de no aventurarse a cometer el
error.
El más patético de los funcionarios que pasó alguna vez por la
Secretaría de Relaciones Exteriores afirmó, hace algunos días, que sólo
se trataba de tácticas de humillación y amenaza entre políticos, lo cual
abunda en su patetismo. La actual política de la Casa Blanca ya
desbordó los corrillos de los políticos. Sin duda, se trata de los
movimientos en la antesala de la renegociación del Tratado de Libre
Comercio. Pero tampoco habría que romperse tanto la cabeza. La máxima de
esa negociación es, al menos desde la parte mexicana, bastante
evidente: si Estados Unidos no quiere hacer negocios con México, tampoco
nosotros queremos hacerlos con ellos. Ya se verá quién depende más de
quién. Sin embargo, esta máxima coloca de cabeza al mundillo de la
tecnocracia que gobierna al país desde hace tres décadas. Es ese
mundillo, junto al PRI y los pocos empresarios mexicanos que aún quedan,
el que quiere capitalizar el hiato nacionalista de Washington para
recaudar votos en 2018. Pero sólo recaudar votos, nada más. No les
interesa, frente a una nación desgarrada, otra cosa, por una razón
sencilla. La tecnocracia no quiere –ni sabe cómo– resistir a la
tentación de la extrema derecha, sólo quiere negociar con ella.
Por lo pronto, el punto de partida actual es uno de esos momentos en
que una sociedad sabe que se ha derrumbado un mundo por completo –el que
se construyó en las últimas tres décadas–, pero no cuenta con las
narrativas, ni las visiones ni los conceptos para hacer frente a ese
derrumbe. Ninguna sociedad cambia cuando desea simplemente cambiar –la
tentación de mantener el status quo es siempre poderosa–;
cambia cuando no le queda otro remedio. Hoy, al país no le queda otro
remedio. ¿Cuáles son en la actualidad los paradigmas de ese cambio?
Guillermo Samperio, in memoriam
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