Auna semana de
entregar el cargo, el presidente estadunidense, Barack Obama, anunció
ayer el fin de la política de doble rasero que Washington ha venido
aplicando desde 1995 a los migrantes procedentes de Cuba, popularmente
conocida como pies secos, pies mojados, consistente en conceder
permiso de residencia y trabajo a todo cubano que lograra llegar a
territorio estadunidense, con o sin documentos migratorios, y al mismo
tiempo, devolver a la isla a todos los que interceptara en el mar.
Concebida y aplicada en el contexto de la añeja hostilidad de la
superpotencia hacia la isla caribeña, tal práctica gubernamental ha
afectado principalmente a los ciudadanos cubanos a los que se niega visa
en las representación diplomática de Estados de Unidos en La Habana,
obligándolos a buscar rutas arduas, extenuantes y peligrosas, a fin de
poner pie en algún punto del mapa estadunidense. Asimismo, esa
disposición ha generado problemas innecesarios de diversa magnitud a los
países –entre ellos, el nuestro– que se han vuelto ruta obligada para
emigrantes cubanos.
El verdadero propósito de la política pies secos, pies mojados
ha sido siempre propagandístico: con ella Washington ha buscado
presentarse como una generosa tierra de asilo y procura hacer ver al
gobierno cubano como un régimen totalitario que impide la salida de sus
ciudadanos. Pero, además de hipócrita, esa estrategia migratoria es
discriminatoria hacia el resto de inmigrantes en Estados Unidos, los
cuales deben hacer frente a arduos procesos administrativos e incluso
legales para obtener allí los permisos de trabajo y residencia.
Aunque tardía, la decisión de Obama de terminar con una regulación
tan aberrante como la referida constituye un paso positivo en la
dirección correcta. No debe obviarse el hecho de que Donald Trump, quien
se hará cargo de la jefatura de Estado a partir de la semana entrante,
ha criticado acremente el proceso de deshielo y normalización de
relaciones emprendido por el aún huésped de la Casa Blanca y por el
presidente cubano, Raúl Castro. La supresión de la residencia automática
para los inmigrantes cubanos consolida tal proceso y deja sentado un
factor de sensatez que al político republicano no le será fácil
revertir.
La determinación del mandatario saliente parece un último
gesto de reivindicación ante la comunidad cubano-estadunidense, la cual,
en su mayoría, hizo patente su hostilidad y su animadversión hacia la
administración que está por terminar. Ciertamente, el desproporcionado
peso político que esa comunidad posee en Washington, y especialmente en
el Capitolio, habría hecho impensable que un presidente de Estados
Unidos se atreviera a impulsar la normalización de las relaciones
bilaterales con la isla, en general, y la anulación de la residencia
automática a los cubanos recién llegados. Pero Obama supo aprovechar un
momento político en el cual, derrotado su partido en la pasada contienda
electoral, ya no tenía la presión de la correlación de fuerzas en el
Legislativo ni más preocupación que la de perfilar su legado, y si bien
no pudo anular las leyes en las que se fundamenta el bloqueo económico
contra la isla, se atrevió a llevar el deshielo hasta un punto que hace dos años resultaba inimaginable.
Cabe esperar, por último, que lo hecho en este ámbito por el político
demócrata resulte perdurable y que pronto un gobernante estadunidense
sea capaz de sepultar en forma total y definitiva la agresividad oficial
de Washington contra La Habana.
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