Immanuel Wallerstein
Casi todos los políticos, periodistas y analistas políticos describen las relaciones entre China y Estados Unidos como una competencia hostil, especialmente en Asia oriental. Yo no estoy de acuerdo. Pienso que entre lo central de la agenda política de ambos países está alcanzar un acuerdo de largo plazo. El hueso duro de roer que los contiene es quién de los potenciales socios es el perro que manda.
Cuando Donald Trump afirma que quiere hacer que Estados Unidos sea grandioso de nuevo, para nada se halla fuera del consenso general en Estados Unidos. Usando palabras diferentes y propuestas políticas diferentes, esta fútil ambición es compartida por Hillary Clinton, Barack Obama y aun Bernie Sanders, y por supuesto por los republicanos. Es compartida también por los ciudadanos más ordinarios. ¿Quién se anima a decir que Estados Unidos debería conformarse con ser el número dos?
Cuando en 1945 Estados Unidos derrotó definitivamente a su gran rival, Alemania, se dispuso a asumir el papel de potencia hegemónica en el sistema-mundo. El único obstáculo era el poderío militar de la Unión Soviética. El modo en que Estados Unidos abordó el asunto de este obstáculo fue ofrecer a la Unión Soviética el estatus de socio menor en el sistema-mundo. Nos referimos a este arreglo tácito como los Acuerdos de Yalta. Ambos lados negaron que hubiera arreglo alguno, y ambos lados lo implementaron a fondo.
Estados Unidos sueña con implementar un arreglo semejante al de Yalta, con China. China se burla de esta idea. Considera que los días de hegemonía estadunidense ya pasaron, creyendo que Estados Unidos ya no cuenta con la fuerza económica para apuntalar ese estatus. También considera que la desunión interna de Estados Unidos lo hace impotente en la arena política. Por el contrario, China busca imponer un arreglo tipo Yalta donde Estados Unidos sea el socio menor. La analogía más cercana sería la relación posterior a 1945 entre Gran Bretaña y Estados Unidos.
China considera que lenta, pero seguramente, su fuerza económica crecerá imparable en las décadas venideras. Considera que puede lastimar el bienestar económico estadunidense mucho más de lo que Estados Unidos puede dañar a China. Además, piensa que atraerá a otros asiáticos que resienten haber vivido, por lo menos los últimos dos siglos, en un mundo dominado política y culturalmente por los europeos.
Es seguro que el análisis de China tiene dos puntos débiles. Tal vez China sobrestima el grado en que puede continuar dominando, a nivel mundial, la superioridad productiva. Y le asalta el temor de que el país pudiera desgarrarse, como ha ocurrido con frecuencia en la historia china. Un arreglo con Estados Unidos podría minimizar el impacto de estos riesgos para China.
Y en cuanto a Estados Unidos, un día la realidad tocará fondo y el papel de socio menor podría ser mejor que quedarse sin arreglo alguno. A este respecto, Trump puede acelerar el proceso. Él ladrará, amenazará e insultará, pero no hará de Estados Unidos un país hegemónico de nuevo. En este sentido, el régimen de Trump desengañará a más estadunidenses que cualquier versión sobria de la misma ambición, como aquella representada por la presidencia de Obama.
En cualquier caso, la danza oculta entre China y Estados Unidos –la no declarada búsqueda de una sociedad– permanecerá siendo la actividad geopolítica en el sistema-mundo de las décadas venideras. Todos los ojos deberían estar puesto en esto. De un modo o de otro, China y Estados Unidos terminarán siendo socios.
Traducción: Ramón Vera Herrera
© Immanuel Wallerstein
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