La Jornada
Lleva meses convertirse en un
verdadero malvado, volverse contra toda una raza de personas, alardear
de su falta de compasión, fustigar hasta a los aliados más cobardes para
hundirlos en un silencio servil mientras se enloda al nombre de su
propio país. En cambio se necesitaron apenas unos segundos para que
Justin Trudeau humillara a Donald Trump el fin de semana. Todo lo que
dijo fue:
Bienvenidos a Canadá, y su propio país helado, gruñón y glorioso se convirtió en la Tierra de los Libres.
Fue una lección, en caso de que tenga la inteligencia para pescarla,
para nuestra pequeña falderilla, cuya temerosa complicidad cuando se le
pidió, en repetidas ocasiones, responder a la maldad del corazón de
Trump, puso en vergüenza a su propio gabinete de bufones. ¿A esto nos ha
llevado el Brexit?
Entonces, apropiémonos del tuit que ella debió haber enviado después de su reunión con el presidente estadunidense, con quien ella desea una
relación especial:
A quienes huyen de la persecución, el terror y la guerra, los británicos les damos la bienvenida, sea cual sea la fe que profesen. Incluso tiene cierto toque de agallas británicas, como las que unas cuantas almas buenas demostraron cuando trajeron a los hijos judíos del Kindertransport.
Pero para Theresa May era demasiado. El mensaje no fue enviado a las
masas que ansían respirar en libertad por una orgullosa Albión, sino por
un Canadá unido y pleno de confianza en sí mismo. Será Canadá el que
abra sus puertas
a quienes huyen de la persecución, el terror y la guerra, no una Gran Bretaña cuya lastimera primera ministra anda implorando tratados comerciales que rescaten nuestro orgullo a un hombre a quien nada le importa (igual que a ella) si los musulmanes británicos también quieren visitar Estados Unidos.
La repetición que hizo Trudeau de una foto en la que se le muestra
saludando a un niño sirio en el aeropuerto de Toronto, hace poco más de
un año –el primero de 39 mil refugiados en llegar a Canadá– valió por
mil palabras. En vez de esconderse detrás del duro enfoque de
al césar lo que es del césarde May, Trudeau simplemente hizo saber que
esperaba tener la oportunidad de comentar con Trump el éxito de la política canadiense de inmigración y refugiados.
No, Trudeau no condenó a Trump. No era necesario. No sólo porque 75
por ciento de las exportaciones de Canadá van a Estados Unidos. No
porque más de 20 por ciento de la población canadiense esté formada por
inmigrantes nacidos en el extranjero. No porque el propio ministro de
inmigración de Trudeau sea un hombre de doble nacionalidad que llegó a
Canadá como refugiado somalí –de uno de los siete países cuyos
refugiados han sido puestos
temporalmenteen la lista negra de Trump. Tampoco necesitó restregárselo en la cara a Stephen Harper, el conservador primer ministro derechista antinmigrante y antimusulmán al que venció decisivamente en las elecciones nacionales de octubre de 2015. Harper quería establecer una línea de emergencia para reportar a la policía
prácticas culturales bárbaras.
Claro, no necesitamos ponernos románticos. Trudeau es un tipo
listo que tiene el mismo don de su padre de irritar y entusiasmar a su
nación al mismo tiempo. Pierre Trudeau despidió al movimiento por la
soberanía de Quebec en una forma para la que May no tuvo el temple
cuando fue confrontada por el Ukip y sus propios separatistas cultivados
en casa. Pero Pierre era también un hombre vanidoso y engreído, y el
joven Justin –con su frío desdén hacia los magnates y su inclinación a
promoverse– no carece de fallas. Su esposa, Sophie, es mucho más lista
que Melania; no tiene que copiar los discursos de Michelle Obama cuando
habla en público. Pero, ¿tenía que posar la pareja canadiense para Vanity Fair?
Y no todos los inmigrantes de Canadá están en un lecho de rosas. En
algunas partes de Toronto existe una mentalidad de gueto. En el oeste de
la capital se puede pintar el Misisipi de color verde musulmán. Hay
bandas tribales en las grandes ciudades. La diversidad no siempre
significa fortaleza, como tuiteó Trudeau. Pero para el caso se
puede pintar de verde Dearborn, Michigan. A algunos inmigrantes
canadienses les va mejor que a otros. A los afganos les cuesta trabajo
asimilarse.
Pero Canadá quiere que los inmigrantes mantengan viva su cultura en
su nuevo hogar. El gobierno estimula estaciones de radio y periódicos en
lenguas extranjeras. Empresas canadienses han aprendido a colocar a sus
mejores empleados paquistaníes, chinos o árabes como directivos de sus
filiales en sus países de origen.
Y por tanto, el gobierno de Trudeau ha incluso asegurado que sus
ciudadanos de doble nacionalidad no serán acosados por el Departamento
de Seguridad Interior cuando visiten Estados Unidos. ¿Acaso May hizo
eso? Olvídenlo. No son esos los ciudadanos británicos que le interesan.
Trump no es un Roosevelt o un Kennedy… ni siquiera un Bush, por lo
que valga. Pero May tampoco es Churchill. Ni siquiera una Attlee o
Macmillan o incluso un John Major. Carece de lo que muchos partidarios
del Brexit no pueden encontrar en su alma. No es sólo que les
falte compasión… ni siquiera por los propios musulmanes británicos. Ella
no tiene lo que Churchill mencionaba con mucha frecuencia y lo que más
valoraba: magnanimidad. Pero para poseer esa cualidad hay que ser
valiente. Como ese arrogante, altanero, pagado de sí mismo pero valeroso
joven que es el primer ministro de Canadá.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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