Los
resultados de las elecciones estadounidenses de 2016 dejaron
horrorizada a mucha gente en muchos lugares del mundo, pero
probablemente en ninguna otra parte más que en América Latina. A lo
largo de toda su campaña, el vencedor de las elecciones vilipendió a los
inmigrantes latinoamericanos y prometió construir un muro en la
frontera sur de los Estados Unidos (supuestamente pagado por México)
para mantener afuera a los "violadores y traficantes de drogas". Durante
su campaña en Florida hizo referencia a luchar contra la "opresión" en
Venezuela y a revertir
los intentos de apertura diplomática con Cuba, una medida del
presidente Obama aplaudida unánimemente por los gobiernos
latinoamericanos.
Sin embargo, no todos en América Latina se
muestran tan pesimistas con la victoria de Donald Trump. Al
preguntársele cuál candidato a la presidencia de Estados Unidos sería
mejor para la región, el presidente de Ecuador Rafael Correa respondió sin vacilar:
Trump...
porque es tan primario que va a generar una reacción en Latinoamérica
que va a generar más apoyo para los gobiernos progresistas. ...Tenemos
un gobierno de Estados Unidos que practicamente hace lo mismo, que casi
no ha cambiado nada, pero un presidente simpático, que es buena persona,
Obama.
Pese a los esfuerzos recientes de normalización de
las relaciones entre Estados Unidos y Cuba (limitados, dado el embargo
económico que persiste contra la isla), hay por cierto escasos indicios
de que la agenda del gobierno estadounidense en América Latina haya
avanzado mucho desde la era de George W. Bush. La pregunta es si el
presidente estadounidense entrante, errático e imprevisible,
efectivamente ejercerá una política continuista de cara a América
Latina, y qué significará su presidencia para una región actualmente
sacudida por trastornos económicos y políticos, donde algunos
observadores hablan del fin de un "ciclo progresista" de gobiernos de
izquierda.
*****
El manual de tácticas
políticas de América Latina que Trump heredará pronto de Obama se basa
en un conjunto de amplios objetivos estratégicos para la región que el
Departamento de Estado a menudo denomina "prosperidad", "seguridad" y
"democracia y gobernanza".
La agenda de "prosperidad" de Estados
Unidos implica, en primer lugar, la promoción de los llamados tratados
de libre comercio (TLC) entre Estados Unidos y sus socios regionales.
Obama retomó el trabajo comenzado por George W. Bush, presionando con
éxito a favor de la aprobación en el Congreso de los TLC con Panamá y
Colombia negociados por su predecesor, a pesar de los continuos
asesinatos de activistas laborales de Colombia y la fuerte oposición de
la mayoría de los demócratas.
Un segundo objetivo clave de
"prosperidad" es la promoción de las reformas neoliberales -medidas de
austeridad, desreglamentación, reducción de aranceles, liberalización
del mercado, etc. En los últimos 15 años, esta meta se vio obstaculizada
por el hecho de que muchos países se han liberado del Fondo Monetario
Internacional y de las políticas del Fondo impulsadas por Washington
(que contribuyeron
a las "décadas perdidas" de 1980 y 1990 y redujeron o detuvieron el
progreso de los indicadores sociales). Sin embargo, el gobierno de Obama
ha potenciado con éxito la asistencia para que los países más pobres
presionen a favor de reformas del mercado que benefician a los
inversionistas transnacionales y generan inestabilidad económica para la
gente común. A fines de 2014, el Departamento de Estado apoyó la
creación del Plan Alianza para la Prosperidad para los países pobres del
Triángulo Norte de América Central: un programa de desarrollo que
favorece las las empresas transnacionales y que se basa en el Plan
Puebla Panamá de la era de Bush.
La estrategia de "seguridad" de
Washington para la región se arraiga en gran medida en los programas
militarizados contra el narcotráfico y de contrainsurgencia
desarrollados en el marco de gobiernos anteriores. En el marco de los
gobiernos de Clinton y Bush, se destinaron miles de millones de dólares
de asistencia militar al Plan Colombia en apoyo a las amplias ofensivas
militares que tuvieron como resultado la muerte de miles de civiles y el
desplazamiento de millones de personas, sin ningún impacto
significativo en la producción de cocaína. El Plan Colombia continuó
durante el gobierno de Obama y fue considerado posteriormente como un
modelo para el desarrollo de programas similares en México (lniciativa
Mérida) y América Central (la Iniciativa Regional de Seguridad de
América Central).
En el marco de estos programas, se desplegaron a
escala masiva unidades policiales militarizadas y del ejército de
México y América Central para acabar con el tráfico de drogas y el
crimen organizado a pesar de que muchas de estas unidades se presumen
involucradas en actividades criminales. A esto le siguió una ola sin
precedentes de violencia letal, que acabó no solo con la vida de
supuestos criminales e incontables transeúntes inocentes, sino también
con cantidades sorprendentes de activistas sociales locales,
especialmente en Honduras, uno de los principales receptores de
asistencia de seguridad de Estados Unidos. La periodista e investigadora
Dawn Paley indicó cómo
la violencia y el desplazamiento de comunidades producto de la "guerra
contra el narcotráfico" apoyada por Estados Unidos ayudaron a abrir
territorios ricos en recursos, previamente inaccesibles, a las empresas
transnacionales.
La agenda de "democracia y gobernanza" que Obama
transferirá a Trump puede parecer inicialmente apolítica y enfocada en
el "desarrollo institucional" y el fortalecimiento del Estado de
Derecho, entre otras iniciativas aparentemente benignas. Los cables del
Departamento de Estado filtrados por WikiLeaks en 2010 y 2011 ofrecen
una perspectiva contrapuesta en lo relativo a esta agenda. Entre otras
cosas, los cables muestran
que los diplomáticos estadounidenses implementaron métodos consolidados
de intervención interna "suave", como por ejemplo el potenciamiento de
los programas de asistencia de Estados Unidos, los préstamos
multilaterales y las subvenciones para la "promoción de la democracia",
con el fin de socavar, cooptar o eliminar a los movimientos políticos de
izquierda, particularmente aquellos que se presumían cercanos al
presidente venezolano Hugo Chávez.
También han tenido lugar
abiertamente otros esfuerzos por parte de Estados Unidos para hace
retroceder a la izquierda latinoamericana.
El 28 de junio de 2009,
el presidente hondureño de izquierda Manuel Zelaya, que había irritado a
la elite de su país y al gobierno estadounidense al profundizar las
relaciones con Venezuela e impulsar una asamblea constituyente, fue
secuestrado a punta de pistola por el ejército y trasladado a Costa
Rica. La entonces Secretaria de Estado Hillary Clinton se negó a reconocer formalmente que se había producido un golpe de Estado militar, lo que hubiera suspendido gran parte de la asistencia estadounidense. También hizo todo lo posible
para evitar que Zelaya regresara a Honduras. Luego, el gobierno
estadounidense anunció que reconocería los resultados de las elecciones
hondureñas del 29 de noviembre sin la restauración previa de Zelaya,
como exigían los gobiernos latinoamericanos.
Esta medida
unilateral y antidemocrática descarada generó la indignación de toda la
región. Pero Estados Unidos duplicó su apuesta y apoyó con todo su peso a
los gobiernos hondureños de derecha y represores posteriores. Tanto el
Departamento de Estado como el Departamento de Defensa multiplicaron su
asistencia de seguridad a Honduras e hicieron caso omiso a la corrupción
gubernamental generalizada y las decenas de asesinatos de líderes
sociales, tales como la renombrada activista indígena Berta Cáceres.
Con
la ayuda de vientos económicos nefastos sobre América Latina, la agenda
de Bush-Obama ha avanzado notablemente en los últimos años. El
archienemigo de Estados Unidos, Venezuela, está sumido en una crisis
económica y política prolongada y dejó de ocupar un papel importante a
nivel regional. Luego de la muerte de Chávez en 2013, Estados Unidos ha
apoyado, por una parte, el diálogo y, por otra parte, las tácticas de
desestabilización de los sectores radicales de la oposición de forma
intermitente. Mientras el gobierno perseguía la apertura con Cuba,
endurecía su política respecto a Venezuela con un nuevo régimen de sanciones a fines de 2014.
Mientras
tanto, los antiguos pilares de la integración sudamericana, Argentina y
Brasil, están ahora en las manos de gobiernos de derecha, luego de 12
años de gobiernos de izquierda. El gobierno de Obama hizo su parte para
apoyar estas transiciones, imponiendo una moratoria dañina sobre los
préstamos multilaterales al gobierno de Cristina Kirchner (que se levantó rápidamente luego de la derrota del partido de Kirchner en las elecciones de 2015) y ofreciendo apoyo diplomático
al gobierno provisorio de Brasil mientras se llevaba a cabo el polémico
juicio político (o golpe de Estado "suave”) contra la presidenta Dilma
Rousseff.
El panorama político de hoy es enormemente diferente al
que se encontró Obama hace ocho años cuando la izquierda controlaba toda
la región y reivindicaba audazmente su independencia. Al dejar el
gobierno, Obama podría señalar esto como una victoria política exterior
para contrarrestar su mediocre historial en el Medio Oriente y Europa
Oriental. Honduras, Paraguay, Argentina, Brasil... uno a uno, los
gobiernos de izquierda cayeron y Estados Unidos recuperó una porción
importante de la influencia que ejercía en el pasado en la región. La
muerte de Fidel Castro, solo dos semanas y media después de la victoria
de Trump, parecía presagiar un resurgimiento de la hegemonía y el
comienzo de una época oscura e incierta para la izquierda
latinoamericana.
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"En el día de hoy,
el mundo conmemora la muerte de un brutal dictador que oprimió a su
propio pueblo durante casi seis décadas". La declaración de Trump sobre
la muerte del líder cubano contrastó profundamente con el tono neutro y
en cierto modo respetuoso de Obama que indicó que "la historia hará
registro y juzgará el enorme impacto de esta singular figura" y ofreció
sus condolencias a la familia de Castro. Las palabras combativas de
Trump sugieren que podría cumplir con las promesas realizadas durante su
campaña en Florida y adoptar políticas más agresivas respecto de Cuba,
Venezuela y otros gobiernos de izquierda.
Predecir lo que Trump
hará en el futuro ha demostrado ser una tarea prácticamente imposible.
Se ha mostrado como un demagogo volátil y caprichoso con una gran
capacidad de explotar las frustraciones y ansiedades de sectores más que
todo blancos de clase media y baja: "los olvidados". Parece no tener
una visión o principio rector claro excepto por una autopromoción
obsesiva, ni parece estar particularmente interesado en los detalles de
las políticas públicas.
Sin embargo, los candidatos de Trump al
gabinete ofrecen algunas pistas sobre las posibles orientaciones de su
política exterior. Hasta el momento se destacan dos tendencias: Un
fortalecimiento de la tendencia hacia una mayor militarización de la
política exterior de Estados Unidos y una obsesión con la amenaza
percibida de Irán y el llamado "islamismo radical". Ambas tendencias
podrían tener un impacto radical sobre la política estadounidense
respecto de América Latina.
Aunque adoptó posiciones contrarias al
intervencionismo durante la campaña y condenó a "los generales" por "no
hacer su trabajo", Trump seleccionó más hombres del ejército para los
principales cargos de seguridad nacional que cualquier otro gobierno
desde la 2da Guerra Mundial. Se rumorea que tanto el general retirado
James "Perro Loco" Mattis, el candidato de Trump para ocupar el cargo de
secretario de Defensa, y el general retirado Michael Flynn, su elección
como consejero de seguridad nacional, fueron despedidos del gobierno de
Obama por sus posiciones agresivas y extremas sobre Irán y el
"islamismo radical". Al preguntársele sobre cuáles son las peores
amenazas que enfrenta Estados Unidos, Mattis expresó
“Irán, Irán, Irán” e incluso insinuó que Irán está detrás de ISIS a
pesar de la extrema oposición del grupo a la República Islámica y al
chiismo.
El General Flynn, quien será el consejero principal de
Trump en materia de asuntos exteriores, vinculó las "amenazas"
terroristas iraníes e islámicas con los gobiernos de izquierda en
América Latina. En un artículo editorial de julio de 2016, escribió:
"Estamos en una guerra mundial y nos enfrentamos a una alianza enemiga
que va desde Pionyang, Corea del Norte a La Habana, Cuba y Caracas,
Venezuela.”
El general retirado John Kelly, candidato de Trump
como jefe del Departamento de Seguridad Nacional y ex director del
teatro de operaciones militares del hemisferio occidental advirtió
a los miembros del Congreso sobre Irán y grupos islámicos radicales que
promueven células terroristas y sobre "la superposición operativa y
financiera entre las redes delictivas y terroristas de la región". Esta
visión es compartida por otros de los candidatos a ocupar cargos
importantes de política exterior como Yleen Poblete,
ex asesora de la congresista cubano-estadounidense Ileana Ros-Lehtinen y
promotora de la Ley de 2012 para contrarrestar a Irán en el hemisferio
occidental.
Aunque estas ideas obtuvieron poco apoyo mientras
Obama estaba en el poder, podrían ser parte importante de la política
sobre América Latina en un gobierno de Trump, que remplazaría al
Bolivarianismo venezolano como la principal pesadilla de la región. Los
esfuerzos para socavar y eliminar a los gobiernos de izquierda podrían
justificarse adicionalmente por sus vínculos con Irán. Los programas de
seguridad podrían recibir un apoyo adicional para luchar contra una
supuesta infiltración terrorista de redes de crimen organizado.
Incluso
aunque estas supuestas amenazas no se conviertan en una prioridad de la
estrategia del próximo gobierno respecto de América Latina, las
tendencias políticas de "seguridad" y "democracia" de Bush y Obama
probablemente se intensifiquen. La expansión del modelo del Plan
Colombia probablemente continúe y posiblemente incorpore nuevas
regiones, tal como la zona de la triple frontera de América del Sur,
descrita hace tiempo por las agencias de inteligencia de Estados Unidos
como un terreno maduro para el terrorismo.
Si el candidato a secretario de Estado, Rex Tillerson, se opone a esta
militarización desenfrenada de la política de seguridad regional, se
encontrará con la rigurosa resistencia de dos fuentes: la burocracia del
Departamento de Estado, que en sí mismo se ha vuelto cada vez más
militarizado (particularmente su Agencia de Asuntos Internacionales
sobre Narcóticos y Aplicación de la Ley, que cuenta con grandes
recursos) y el complejo militar industrial, que estará representado en
los más altos niveles del próximo gobierno.
Además, se puede
esperar que el gobierno de Trump construya sobre la base de la
"victoria" de Obama con América Latina y persiga de forma agresiva la
hegemonía política de Estados Unidos en la región. Apoyar los esfuerzos
para desestabilizar y aislar aún más a Venezuela probablemente esté
primero en la lista de prioridades, así como también debilitar otros
gobiernos de izquierda a través de los métodos descritos en los cables
filtrados y otros métodos más clandestinos, de los cuales el general
Flynn, con vasta experiencia en el mundo de las operaciones encubiertas,
es un experto. No queda claro aún si Trump revertirá los intentos de
apertura de Obama con Cuba (que tendría el rechazo de sectores de la
comunidad empresarial de Estados Unidos, que sin duda son escuchados por
Trump), pero probablemente despliegue más recursos de la caja de
herramientas de "promoción de la democracia" con el fin de debilitar al
gobierno de Cuba.
Sin embargo, existen grandes obstáculos que
podrían hacer descarrilar esta agenda. Sin duda, como señaló Correa, el
estilo "primario" y ofensivo del futuro presidente y su equipo generarán
una nueva animadversión hacia el gobierno de Estados Unidos y le
otorgará a la población latinoamericana una motivación renovada para
seguir un camino independiente.
Otros factores podrían desempeñar
un papel incluso mayor en el distanciamiento de Estados Unidos de la
región. Si Trump cumple con su promesa de renegociar los acuerdos
comerciales e imponer aranceles sobre varios productos que compiten con
la industria nacional, hará más que los presidentes Chávez, Lula y
Kirchner lograron hacer para socavar la agenda comercial promovida por
Bush y Obama en América Latina. Por supuesto, si Trump seguirá este plan
o no es una pregunta incierta (como tantas otras de sus promesas
electorales). Si bien su candidato a secretario de Comercio, Wilbur
Ross, ha defendido algunas posiciones proteccionistas, Trump enfrentará
la oposición acérrima de la mayor parte de la elite empresarial
estadounidense, como por ejemplo varios integrantes de su propio
gabinete y otros republicanos poderosos en el Congreso, ante las mayores
restricciones al comercio (excepto aquellas que fortalezcan las
patentes y derechos de autor).
Posiblemente, el mayor factor que
frustraría los esfuerzos de Estados Unidos para reafirmar su hegemonía
regional es China. El aumento extraordinario de las inversiones,
comercio y préstamos chinos en la región ya contribuyó en gran medida en
limitar el potenciamiento económico y financiero de Estados Unidos en
muchos países latinoamericanos. El comercio entre China y América Latina
creció
de alrededor de 13 mil millones de dólares en el año 2000 a 262 mil
millones en 2013, convirtiendo a China en el segundo mayor mercado
exportador de la región. Las inversiones chinas, si bien no siempre son
positivas desde un punto de vista ambiental o social, vienen en gran
medida sin condiciones políticas nacionales, contrario a muchos de los
préstamos y proyectos de inversión apoyados por Estados Unidos. En suma,
la expansión económica de China en la región ha significado un impulso
para los gobiernos de izquierda de América Latina, proporcionándoles un
espacio para aprobar políticas audaces y progresistas que han ayudado a
sacar a decenas de millones de personas de la pobreza. De 2002 a 2014, la pobreza en América Latina cayó del 44 al 28 por ciento, luego de haber aumentado por un período de 22 años.
Con
la reciente ralentización económica de China, la demanda china de
mercancías latinoamericanas se ha reducido, lo que ha tenido un impacto
negativo en varias economías latinoamericanas. Pero China parece estar
extendiendo su influencia económica y política de forma más asertiva en
la región. El colapso del Acuerdo de Asociación Transpacífico de Obama,
que incluía a varias grandes economías latinoamericanas, ha creado un
nuevo espacio para el comercio y la inversión china en la región, tal
como dejó en claro el presidente chino Xi Jinping durante un viaje realizado a fines de noviembre a Chile, Ecuador y Perú.
Además,
China sabe que pronto tendrá que lidiar con un gobierno estadunidense
impredecible y posiblemente más hostil, que ya ha señalado su intención
de contrarrestar la influencia de China en Asia oriental. Como muestra
el reciente llamado de Xi a favor de una "nueva era de las relaciones
con América Latina", el gobierno chino parece reconocer que tiene un
interés geoestratégico en expandir adicionalmente las relaciones
comerciales y diplomáticas en el "patio trasero" proverbial de Estados
Unidos.
Por lo tanto, si bien el gobierno de Trump podría intentar
reforzar el control de Estados Unidos en la región, la población
latinoamericana debería de todas maneras ser capaz de contrarrestar la
hegemonía estadounidense y lograr su propia versión local de una agenda
de prosperidad, democracia y seguridad.
- Alexander Main es un asociado principal de política internacional del Centro para la Investigación Económica y Política (Center for Economic and Policy Research, CEPR) en Washington, D.C.
Una versión de este artículo fue publicada por Le Monde diplomatique en español en enero de 2017. Una versión de este artículo fue publicada en inglés por Jacobin el 13 de enero de 2017.
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