Sergio Ramírez
Nos encaminamos en Nicaragua
hacia unas elecciones presidenciales que no lo serán de verdad. Desde
luego, todo ha sido decidido de antemano para que el comandante Ortega
las gane por tercera vez consecutiva. No hay candidatos creíbles de
oposición, porque quienes lo eran fueron eliminados de la contienda a
través de una orden de la Corte Suprema de Justicia, que el Consejo
Supremo Electoral acató el mismo día de manera concertada; sin
observadores internacionales, que han sido declarados non gratos
por voz del propio presidente de la república y candidato a la vez; sin
aparato electoral mínimamente creíble, dominado por el partido de
gobierno, y, encima de todo, con el tejido institucional del país en
harapos, y lo que queda de él sometido a una voluntad omnímoda y
omnipresente.
No hay ni habrá en los meses que vienen una campaña electoral
entusiasta y contrastada en las calles y pantallas de televisión.
Tampoco encuestas de opinión que muestren tendencias de votos que puedan
cambiar de un día para otro, ni debates entre candidatos presidenciales
capaces de afectar esos sondeos. En fin, lo que hoy día resulta normal
en los países donde prosperan los sistemas democráticos y el poder se
decide a través de elecciones transparentes.
Las únicas demostraciones serán las del candidato oficial, con todos
los recursos del Estado a disposición, y detrás el aparato de propaganda
del partido de gobierno, capaz de inundar las calles de banderas y
afiches, y de eslóganes y espots las decenas de estaciones de radio y
televisión, bajo control oficial. Un partido prácticamente único,
compitiendo en un espacio único, lo que en buen nicaragüense se suele
llamar
pelea de tigre suelto contra burro amarrado.
El país se aparta cada vez más de lo que podríamos llamar el modelo
medio de desarrollo político en América Latina. Pese a las crisis
económicas, sacudidas sociales e incertidumbres institucionales, las
salidas democráticas siguen abiertas, y la decisión de los electores es
respetada. Todavía más: aún en casos de resultados muy ajustados, como
en las recientes elecciones en Perú, nadie pone en duda el conteo justo
de los votos, y el fraude electoral parece haber sido desterrado del
panorama.
El funcionamiento normal de la democracia, vista en términos
electorales, no es todo, por supuesto, y no cierra por sí mismo los
graves desajustes sociales ni cierra el paso a la corrupción, vicio
recurrente que pone en jaque a todo el sistema, como hemos visto en
Brasil. Pero en ninguna parte, salvo en Nicaragua, la tendencia es la
concentración absoluta de poder y el desmantelamiento de las
instituciones, hasta dejarlas convertidas en meros decorados, que mañana
podrán desaparecer también del escenario por inútiles.
Bajo esta concepción de poder absoluto el régimen se muestra cada vez
más intolerante, como se ha visto en las recientes deportaciones de
extranjeros, incluidos ciudadanos de Estados Unidos, que llegan al país a
realizar tareas burocráticas e investigaciones académicas, sociales y
políticas, o reportajes periodísticos, sobre temas que se han vuelo
tabúes, como la pobreza o el Gran Canal Interoceánico; o simplemente a
participar en programas ecologistas en comunidades rurales. Esto ha
hecho que tres países, México, Estados Unidos y Costa Rica, hayan
publicado advertencias dirigidas a sus ciudadanos sobre los riesgos de
viajar a Nicaragua.
Pero la cúpula gobernante se siente segura y confiada. Cuenta
con el favor de las encuestas, con una base organizada y bajo control
capaz de ser movilizada a través del aparato del Estado hacia las plazas
y urnas electorales, y con un efectivo e incondicional cuerpo de
represión policial; mientras, del otro lado, la oposición se encuentra
diezmada o ilegalizada, y hay suficientes partidos dispuestos a
participar en el juego electoral a cambio de curules y otras prebendas,
como ya es tradición en Nicaragua desde los tiempos de Somoza.
Y priva, sobre todo, la apatía. Las necesidades de la subsistencia
diaria pesan más que el interés por la democracia y el respeto a las
reglas constitucionales. Las demostraciones en las calles, en reclamo de
elecciones libres y transparentes, sólo convocan a un puñado de
personas. Los únicos capaces hasta ahora de movilizar masivamente a la
población campesina han sido los dirigentes del movimiento que defiende
la propiedad de las tierras amenazadas por el proyecto de construcción
del Gran Canal, movimiento que no prende, sino escasamente, entre la
población urbana.
El régimen confía también en su alianza con la empresa privada, que
ha aprendido a no temer al discurso virulento del comandante Ortega en
contra del imperialismo yanqui y el capitalismo. La regla de oro de esta
relación es que los asuntos políticos quedan excluidos de las mesas de
concertación donde se tratan los temas económicos, que por otro lado se
ajustan al marco aconsejado por el Fondo Monetario Internacional.
Estas políticas han permitido que las cuentas financieras muestren
algún crecimiento económico menos acelerado, sin embargo, que el aumento
del número de nuevos millonarios; tampoco han provocado ninguna
reducción apreciable de los índices de pobreza, ni del empleo informal.
Tampoco han sacado a Nicaragua de la cola entre los países más atrasados
de América Latina, en disputa con Haití.
Estados Unidos sabe también que detrás de la retórica encendida de
Ortega no hay ninguna amenaza real para sus intereses de seguridad
hemisférica; la reciente expulsión de funcionarios estadunidenses ha
quedado reducida a incidente, si se quiere, perturbador. El modelo de
supresión democrática en Nicaragua no choca de ninguna manera con la
vieja tesis de Washington de que lo que más importa a la hora de enfocar
las políticas hacia América Latina es la estabilidad, que existe hasta
que el volcán estalla. Pero no hay movimientos sísmicos que indiquen que
algo semejante esté por pasar.
Los votos, pues, están contados de antemano. Es como si las elecciones de noviembre de este año ya hubieran ocurrido.
Masatepe, julio 2016
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