Eric Nepomuceno
Falta poco más de un
mes, si se cumple el calendario previsto, para que el pleno del Senado
termine el juicio destinado a destituir a Dilma Rousseff. A menos que
ocurra una muy poco probable sorpresa, el destino de los 54 millones 500
mil votos que la llevaron al segundo mandato presidencial ya está
sellado. Todo indica que el más insidioso, silencioso y traicionero
golpe triunfará.
Durante el desarrollo del largo y tedioso juicio, encubierto por el
diáfano manto de una farsa jurídica, los brasileños se acostumbraron a
la resignación. Hay, claro, amplios sectores que persisten en su
indignación, pero sus protestas apenas llegan a la mayoría de la
población: parte del golpe cuenta con otro manto –nada diáfano, por
cierto: sumamente pesado–, el del silencio cómplice de los medios
hegemónicos de comunicación.
Desde el inicio del juicio formal que teóricamente examina las
acusaciones contra Dilma Rousseff surgieron, más que indicios, pruebas
demoledoras contra la acusación. Hasta entre los testigos convocados
para comprobar que la presidenta había cometido crímenes, dos
presentaron argumentos favorables a la acusada.
Los peritos nombrados por el Senado examinaron toda la documentación y
llegaron a la conclusión de que no ocurrieron los delitos imputados a
Rousseff.
Además, quedó claro que su gobierno, contrario a lo que se le acusa,
no infringió ningún señalamiento constitucional: la resolución emitida
por el Tribunal de Cuentas de la Unión –que pese a la solemnidad del
nombre no es más que una institución destinada a asesorar el Congreso,
sin poder legal efectivo–, la cual determinó que alteraciones en el
presupuesto pasen por la aprobación de los nobles diputados y senadores,
entró en vigor después de que Rousseff las había autorizado. Y, al
menos por ahora, ninguna norma, regla o ley puede tener efectos
retroactivos.
Para culminar, esta semana el Ministerio Público federal pidió que
todos los procedimientos que transcurren en el ámbito judicial para
determinar si Rousseff cometió crímenes de responsabilidad sean
directamente archivados, por carecer de base.
De manera estrepitosa se derrumbaron todos los argumentos jurídicos
en esa historia plagada de torpezas. E igualmente escandaloso es el
silencio de los grandes medios de comunicación. Al fin y al cabo, lo que
interesa es el juicio político, cuya sentencia parece claramente
establecida de antemano.
Consumado el golpe, restará a Dilma Rousseff la débil expectativa de
recurrir al Supremo Tribunal Federal, instancia máxima de la justicia.
Otra opción está igualmente condenada: lograr que seis
senadores cambien su voto derrumbando el golpe y permitiendo a Rousseff
reasumir un mandato destrozado, sin la más mínima condición para
gobernar. La política de tierra arrasada que el interino Michel Temer ya
empezó a imponer es casi imposible de revertir: cuenta con el apoyo
mayoritario de un Congreso experto en cambiar votos por prebendas, es la
alegría de la banca, el sueño del empresariado y el deseo intransigente
de los medios hegemónicos de comunicación.
Cuando sus efectos empiecen a ser sentidos por la sociedad, será demasiado tarde.
Frente a ese cuadro desalentador, la izquierda y los movimientos
sociales redoblan sus esfuerzos para convencer a una apática y
anestesiada opinión pública de los peligros que pairan a muy pocos
centímetros de la cabeza de los brasileños. Por ahora, en vano.
Mientras Temer no se atreve a salir a las calles, Lula da Silva sigue
en peregrinación por las zonas más pobres del país pidiendo resistencia
al golpe. Lo mismo hace Dilma Rousseff, pero en un mapa más amplio.
Dicen que el golpe es reversible, que es posible derrotar a los
traidores, reasumir el gobierno y proponer un nuevo diseño económico que
retome el crecimiento y asegure los programas sociales desarrollados en
los últimos trece años.
Los dos conocen muy bien el cuadro político y saben que la realidad es otra, absolutamente otra.
Rousseff trata de salvar su biografía de militante cuya honestidad es inatacable. Su futuro político es inmensa incógnita.
Para Lula da Silva, quien pese a todo el desgaste sufrido sigue
siendo la figura política más importante del país (sobre todo para bien
del PT), lo importante es trazar, a partir de ahora, una estrategia no
sólo de supervivencia, sino de rescate y recuperación del espacio
perdido, con la mirada puesta en las elecciones de 2018.
Además de reconquistar posiciones, le toca la difícil misión de
recuperar la credibilidad, fuertemente corroída. En ese sentido, la
consumación del golpe abrirá al menos una puerta: en la oposición y en
la denuncia persistente de la traición cometida, el PT y Lula sabrán
condenar los desmandes que Michel Temer seguramente cometerá. Si en su
interinato ya hace lo que hace, es fácil imaginar qué hará cuando le
toque asumir el gobierno de manera efectiva.
Será el más profundo retroceso desde el otro golpe, el militar, de
1964. Con la gran diferencia de que, esta vez, no habrá tropas ni
tanques en las calles para defenderlo y silenciar a la oposición.
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