La globalización neoliberal ha creado un contexto de impunidad de las transnacionales
En
los últimos cien años, mientras ha ido avanzando el capitalismo global
y los Estados-nación han venido cediendo parte de su soberanía en
cuanto a las decisiones socioeconómicas, las empresas transnacionales
han logrado ir consolidando y ampliando su creciente dominio sobre la
vida en el planeta. Y es que aunque, en realidad, los antecedentes de
lo que hoy son las compañías multinacionales pueden situarse varios
siglos atrás –se habla de la existencia de empresas de este tipo ya a
finales de la Edad Media, con los ejemplos de la Banca de los Médici o
la Compañía de Indias–, no es hasta finales del siglo XIX y principios
del XX, cuando compañías estadounidenses como General Electric, United Fruit, Ford y Kodak comienzan
a extender sus negocios fuera de su país de origen, en que las grandes
corporaciones empiezan a adquirir un papel de extraordinaria relevancia
en el concierto internacional. Y eso se potencia, especialmente, en las
tres últimas décadas del siglo pasado y en lo que va de este, ya que el
avance de los procesos de globalización económica y la expansión a
escala planetaria global de las políticas neoliberales han servido para
construir un entramado político, económico, jurídico y cultural, a
nivel global, del que las empresas transnacionales han resultado ser
las principales beneficiarias.
Es evidente el poder que, en
términos económicos, tienen las corporaciones transnacionales. Basta
comprobar, por ejemplo, cómo la mayor empresa del mundo, Wal-Mart,
maneja un volumen anual de ventas que supera la suma del Producto
Interior Bruto de Colombia y Ecuador, mientras la petrolera Shell tiene
unos ingresos superiores al PIB de los Emiratos Árabes Unidos.
Asimismo, las compañías multinacionales disponen de un innegable poder
político: son moneda de uso corriente las estrechas relaciones entre
gobernantes y empresarios, no hay más que ver cómo, por citar solo
algunos casos, los expresidentes González, Aznar, Blair y Schröder
han entrado en el directorio de corporaciones como Gas Natural Fenosa,
Endesa, JP Morgan Chase y Gazprom, respectivamente; de la misma
manera que, en sentido contrario, Mario Draghi y Mario Monti pasaron de
Goldman Sachs a las presidencias del Banco Central Europeo y del
gobierno italiano.
Igualmente, las empresas transnacionales poseen
una extraordinaria influencia sobre la sociedad tanto en el terreno
cultural –las grandes compañías emplean la publicidad y las técnicas de
marketing para consolidar su gran poder de comunicación y persuasión en
la sociedad de consumo– como en el plano jurídico: los contratos y las
inversiones de las multinacionales se protegen mediante una tupida red
de convenios, tratados y acuerdos que conforman un nuevo Derecho
Corporativo Global, la llamada lex mercatoria, con el que las grandes
corporaciones ven cómo se protegen sus derechos a la vez que no existen
contrapesos suficientes ni mecanismos reales para el control de sus
impactos sociales, laborales, culturales y ambientales.
Todo este
poder que han acumulado las empresas transnacionales se ha venido
acrecentando, de forma acelerada, desde los años setenta hasta hoy.
Esto es, desde que con la aplicación de las medidas económicas
promovidas por Milton Friedman y la Escuela de Chicago, el
neoliberalismo fue imponiendo su ideología por todo el globo
aprovechando los golpes militares, las guerras, las catástrofes
naturales y las sucesivas crisis económicas para introducir drásticas
reformas sin apenas oposición popular en el marco de “la doctrina del
shock”. En los últimos cuatro años, desde que estalló el crash
financiero global, y siguiendo la máxima de “privatizar las ganancias y
socializar las pérdidas”, las instituciones que nos gobiernan están
aplicando en Europa las mismas políticas que se llevaron a cabo en los
países periféricos en las décadas de los 80 y 90: reformas laborales
que recortan derechos laborales básicos, modificación del sistema de
jubilaciones para favorecer los planes de pensiones privados, aumento
de los impuestos indirectos y de la fiscalidad sobre las rentas del
trabajo, reducción de la tributación de empresas y grandes fortunas,
mercantilización de los servicios públicos que todavía quedan por
privatizar, eliminación de la inversión pública en educación, sanidad,
cooperación, dependencia, etcétera.
De este modo, mientras se
inyectan presupuestos públicos millonarios a las mismas empresas que
durante todos estos años se han beneficiado de la falta de regulación
del sistema económico y financiero, la crisis es la excusa para avanzar
con más fuerza en el desmantelamiento del Estado del Bienestar, la
privatización de los bienes comunes y la apertura de puertas al capital
transnacional para que pueda controlar más y más cuestiones que tienen
que ver con los derechos fundamentales de la ciudadanía.
Las
compañías multinacionales controlan los sectores estratégicos de la
economía mundial: la energía, las finanzas, las telecomunicaciones, la
salud, la agricultura, las infraestructuras, el agua, los medios de
comunicación, las industrias del armamento y de la alimentación. Y la
crisis capitalista no ha hecho sino reforzar el papel económico y la
capacidad de influencia política de las grandes corporaciones, que tan
pronto hacen negocio con los recursos naturales, los servicios públicos
y la especulación inmobiliaria, como con los mercados de futuros de
energía y alimentos, las patentes sobre la vida o el acaparamiento de
tierras.
Asistimos a una crisis sistémica que no es solo económica,
sino también ecológica, social y de cuidados, que está produciendo
estragos en las condiciones de vida de la mayoría de la población
mundial.
En este complejo contexto, resulta imprescindible
continuar con la investigación, el análisis, la denuncia y la
movilización en contra de los abusos que cometen las empresas
transnacionales en su expansión por todo el globo. Porque, lejos de
debilitarse con la actual crisis económica y financiera, el hecho es
que las grandes corporaciones continúan fortaleciendo su poder e
influencia en nuestras sociedades gracias a sus renovadas estrategias
corporativas y a la constante aplicación de nuevos modelos de negocio.
Por eso, a la vez que se profundizan las desigualdades y las mayorías
sociales ven cómo sus derechos quedan relegados frente a la protección
de los intereses comerciales y los contratos de las compañías
multinacionales, se hace más necesario que nunca fortalecer las luchas
y resistencias en contra de las empresas transnacionales. A la vez, ha de avanzarse en la reflexión y la construcción de alternativas socioeconómicas
que nos permitan mirar más allá del capitalismo, abriendo ventanas
hacia esos otros modelos posibles, otras realidades que no pasen por
situar a las grandes corporaciones en el centro de la actividad de la
sociedad sino que, justamente al contrario, las desplacen a un lado
para colocar en su lugar a las personas y a los procesos que hacen
posible la vida en nuestro planeta.
Un mercado controlado por pocas empresas
¿Qué son las transnacionales?
Una
empresa transnacional (o multinacional) es aquella empresa que está
constituida por una sociedad matriz creada conforme a la legislación
del país en que se encuentra instalada, que se implanta a su vez en
otros países mediante inversión extranjera directa, sin crear empresas
locales o mediante filiales, de acuerdo a las leyes del país de
destino. Aunque tenga la apariencia jurídica de una pluralidad de
sociedades, en lo esencial se constituye como una unidad económica con
un centro único con poder de decisión.
El poder en pocas manos
En
el año 2010, había 80.000 empresas transnacionales en todo el mundo,
que controlaban 810.000 compañías filiales. Eso sí, a pesar de que
existen miles de transnacionales en el mercado global, apenas unos
cientos de ellas controlan a las demás: 737 multinacionales monopolizan
el valor accionarial del 80% de total de las grandes compañías del
mundo, y solo 147 controlan el 40% de todas ellas.
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