Sergio Ramírez
He visto hace poco en Managua la película musical La la land,
a la cabeza de las nominaciones para los premios Oscar, y hay una
escena donde se menciona de pasada a Nicaragua. Mia, la clásica
empleadita de cafetería ansiosa de llegar al estrellato en Hollywood,
interpretada por Emma Stone, oye comentar a una pareja de amigos acerca
de un viaje de vacaciones a Nicaragua del cual habían desistido al fin.
El diálogo se da más o menos así: “–Pensábamos ir a Nicaragua, pero
es un país subdesarrollado. –Algo subdesarrollado. –Más que poco
subdesarrollado; no creo que sea seguro ir allá”. “–Sí, no lo veo tan
seguro”. Y eso es todo.
Mientras discurre este efímero pasaje, el público en la sala ríe con
sorpresa y bastante gusto. No es así no más oír mencionar al propio país
en una superproducción de tales calidades, cualquiera cosa que sea lo
que digan de él.
Al día siguiente, un amigo empresario, quien también ha visto la
película, me llama para comentarla, y como somos contemporáneos, se
muestra maravillado de la filmación en el viejo Cinemascope de nuestra
mocedad, y alaba los números musicales que rinden tan buen homenaje a
los tiempos de oro de Fred Astaire, Ginger Rogers, Gene Kelly y Cyd
Charrisse.
Pero tiene un reparo. Lo que esos actores han dicho de Nicaragua.
Bueno, le respondo, tal vez no sea políticamente correcto lo de
subdesarrollado, o algo desarrollado, cuando el lenguaje de los
organismos internacionales exige hoy en día decir
país en vías de desarrollo; pero el personaje no iba a salir con
pensábamos ir a Nicaragua, un país en vías de desarrollo, para que el otro le responda:
¿Cuánto ha mejorado su producto interno bruto en los últimos años?
Él no acepta de ninguna manera lo de subdesarrollado. Le parece
ofensivo. Lo contradigo. ¿Qué diablos importa en un musical el
crecimiento de la economía en Nicaragua, y si beneficia a todo el mundo o
sólo a unos pocos, si el número de pobres sólo disminuye fracciones de
puntos en las estadísticas, mientras crece el número de los
privilegiados?
Me alega que la película está siendo vista por millones de personas
en el mundo, y también se pone a Nicaragua como un país inseguro, lo
cual destruye en instantes los loables esfuerzos del gobierno, las
cámaras de turismo, las operadores de tours y las agencias de viajes de
vender la imagen de Nicaragua como un país que se puede visitar con toda
confianza, dueño del índice más bajo de criminalidad en América Latina,
y donde se puede andar por las calles, de día y de noche, sin el
peligro de ser asaltado y asesinado.
Mi amigo, además de exitoso empresario, es buen cineasta y, como se
ve, partidario del gobierno de Unidad y Reconciliación Nacional bajo el
liderazgo del comandante Ortega. Echa la culpa a quien dirigió y
escribió la película: Damien Chazelle. ¿Cómo se le ocurrió escribir esas
líneas innecesarias y perjudiciales? Sin duda tiene algo contra del
país de Rubén Darío y de Sandino. ¿Por qué no fue a escoger Guatemala,
Honduras o El Salvador, países realmente peligrosos, donde las bandas de
narcotraficantes y las pandillas andan sueltas?
Y me cita a la revista Rough Guides, de Inglaterra,
que ha incluido a Nicaragua en el puesto número seis de la lista de los
diez destinos turísticos a visitar en 2017, allí donde el único otro
país latinoamericano es Bolivia, y los demás son la India, Escocia,
Canadá, Portugal, Finlandia, Namibia, Taiwán y Uganda.
No quiero insolentarlo más recordándole que Uganda no es ningún
modelo de democracia y seguridad. Fue el reino tenebroso de Idi Amín,
quien guardaba en su congelador los cuerpos descuartizados de sus
enemigos para comérselos. Ahora está gobernada por el antiguo jefe
guerrillero Yoweri Museveni, convertido en nuevo dictador y quien lleva
ya 30 años seguidos en el poder.
Para consolarlo le comento, en cambio, que seguramente Chazelle no
sabe ni siquiera dónde está Nicaragua, y debe de haber buscado al azar
el nombre de un país latinoamericano para esa conversación de relleno en
la película. Los guionistas a veces se informan poco, y le pongo como
ejemplo la referencia sobre Colombia hecha en el capítulo 22 de la
tercera temporada de la serie House of Cards.
Frank Underwood, tan siniestro como Macbeth, a esas alturas de la
serie vicepresidente de Estados Unidos, busca librar de un escándalo
sexual a su esposa Claire, tan despiadada como lady Macbeth, y para eso
se necesita salvar de la pena de muerte a un activista colombiano de
derechos humanos, acusado de traición por colaborar con la guerrilla.
Según el guión se trata de una venganza, por haber denunciado las
atrocidades cometidas por el gobierno en el tapón del Darién.
Pero aquí el guionista a quien tocó escribir este capítulo peca de
ignorancia, pues en Colombia la pena de muerte fue abolida desde hace
más de un siglo. Tendría que haber elegido Guatemala o Cuba, los dos
únicos países de América Latina donde aún sobrevive en las leyes penales
la pena capital. Como en Estados Unidos.
Mis argumentos no convencen a mi amigo, quien se propone escribir en la prensa local un artículo en contra de La la land, a pesar de que tanto le ha gustado.
No somos ni subdesarrollados ni algo subdesarrollados ni mucho menos un país inseguro, me dice. “Algún vendepatria con vínculos en Hollywood le metió en la cabeza al realizador del film perjudicar al país. Deben ser esos mismos que andan cabildeando para que se aprueba la Nica Act en el congreso de Estados Unidos y así dejar a Nicaragua en la lista negra de los países dictatoriales, y también gestionan en la Casa Blanca para que Trump destruya con un solo tuit todo el progreso logrado en estos años”.
Cuelga el teléfono, aún indignado, y yo vuelvo a mi novela.
Masatepe, febrero 2017
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