La decisión del ultraderechista Donald Trump de levantar un muro en la frontera de Estados Unidos con Méjico, ha unido al pueblo mejicano en una reacción de condena y de llamamientos a la resistencia y de exigencia de que las instituciones hagan frente a la amenaza que viene del imperio. Por el país circulan mensajes de exaltación de lo mejicano y de boicot a los productos norteamericanos. La pregunta puñetera es: ¿es bueno o malo este nacionalismo de defensa de lo propio y de la soberanía? Creo que no sólo es legítimo sino que además es necesario. Elogio este nacionalismo frente al poderoso. De la misma manera que no me gusta el gran nacionalismo mejicano cuando aplica medidas discriminatorias a sus pueblos indígenas y a la población emigrante de su frontera sur. La conclusión es la siguiente: el nacionalismo democrático frente al sometimiento que viene de los grandes nacionalismos imperiales o estatales es saludable y conveniente.
La historia de América Latina está plagada de reacciones y movimientos nacionalistas emancipadores necesarios. A los nacionalismos implantados en países y en referentes históricos como Túpac Amaru, Bolívar, San Martín, Morazán, José de Sucre, José Martí, Carlos Manuel de Céspedes, Artigas, Sandino y tantos y tantos, se une un nacionalismo latinoamericano en torno a la idea de Patria Grande que busca su integración sin disolver las soberanías nacionales. Frente al poderoso vecino del norte, insaciable en su afán por dominar todo el continente y poner y quitar gobernantes, estos nacionalismos han sido decisivos para la construcción de naciones con soberanía. De manera que cuando desde la ignorancia o la perversión se hacen condenas generales al nacionalismo, se está haciendo una manipulación conceptual históricamente inconsistente. Volviendo al principio: ¿es bueno o malo el nacionalismo mejicano que defiende los intereses del país frente a las amenazas de rasgos fascistas que está sufriendo?
Claro que hay que hablar también de otros muros. No nos hagamos trampas. Un muro encontramos en Belfast, Irlanda, que separa a católicos y protestantes; en Irak y Kuwait, en cuya frontera se levantó un muro de 200 kilómetros; en la-India y Pakistán, su frontera tiene una extensa alambrada que simboliza la tensión entre ambos países; la isla de Chipre, dividida en dos regiones por un muro que atraviesa la isla; la franja desmilitarizada que divide a Corea del Norte y Corea del Sur; el muro construido por Israel en territorio Palestino de Cisjordania, declarado ilegal por el Tribunal de Justicia de La Haya; el llamado muro de la vergüenza levantado por Marruecos en el Sahara, de 2.700 kilómetros y que cuenta con minas antipersonales. El muro construido por Arabia saudí en su frontera norte con Irak tiene 900 kilómetros.
A estos muros se agregan los mil kilómetros de muro, vallas electrificadas y detectores de movimientos existentes entre México y Estados Unidos construido por Bill Clinton, bajo el programa Operación Guardián que cubre diversos tramos fronterizos de Tijuana–San Diego (California) y en los Estados de Arizona, Sonora, Nuevo México y Baja California. Este muro norteamericano se ha cobrado ya 5.600 vidas. ¿Qué decir de las alambradas de Ceuta y Melilla? ¿Y de las recién levantadas en países del este europeo para impedir el paso de refugiados? Claro que Trump quiere batir todos los record con un muro de 2.000 kilómetros.
El muro que Trump quiere construir tiene el agravante de que en Estados Unidos viven 35 millones de mejicanos. Ello genera la razonable inquietud de una mayor separación entre familias habida cuenta que algo más de 5 millones de mejicanos residentes en Estados Unidos son indocumentados. A ellos hay que añadir los indocumentados de otros países centroamericanos que usan la frontera con Méjico para desplazarse. El blindaje de la frontera será un monumento a la estupidez y a la violación de los derechos humanos.
Este escenario provocado por un presidente ultraderechista que bebe de fuentes teológicas que lo hacen verse a sí mismo como instrumento de Dios, ha promovido un nacionalismo mejicano, salvadoreño, dominicano, nicaragüense, colombiano, guatemalteco…latinoamericano. Vuelvo a preguntarme, ¿eso es bueno o es malo? Desde luego que es bueno. Por consiguiente parece necesario diferenciar entre nacionalismos. Porque resulta que Trump también es nacionalista. Pero son dos nacionalismos radicalmente diferentes. Un nacionalismo es impositivo, imperial, el otro es un nacionalismo defensivo, que busca proteger a su agente, su identidad y sus intereses legítimos; un nacionalismo somete, el otro pelea por la libertad; un nacionalismo posee la fuerza, el otro tiene la voluntad; un nacionalismo es autoritario, el otro es democrático. De modo que generalizar los calificativos no es útil porque no sirve para nombrar e identificar lo que queremos decir. Probablemente para Trump el nacionalismo mejicano es propio de un victimismo inaceptable, mientras que él encarna un plan, la teología de la prosperidad, él no se ve a sí mismo como nacionalista sino como un buen norteamericano.
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