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martes, 7 de febrero de 2017

Antecedentes de una medida racista e injusta



Susan Gzesh*
La Jornada 
En 1887, Chae Chan Ping, quien había vivido 12 años en California, fue a visitar a su familia en China. Llevó un certificado de reingreso, que por orden del Congreso de Estados Unidos debían portar todos los chinos residentes en el país que desearan viajar al extranjero. La ley fue promulgada en 1884, dos años después que el Congreso canceló la inmigración de trabajadores chinos al país.
Pero en 1888, cuando Chae Chan Ping venía en un barco de regreso a Estados Unidos, el Congreso promulgó otro decreto que impedía la entrada de todos los trabajadores chinos, independientemente de su anterior estatuto legal y ya fuera que portaran el certificado o no. Las reglas habían cambiado mientras él estaba en tránsito, así como ocurrió para muchos viajeros extranjeros el pasado fin de semana, esta vez por orden ejecutiva del presidente.
Para cuando Chae Chan Ping llegó a la bahía de San Francisco, los líderes de la comunidad china habían contratado abogados y buscaban un residente de regreso para probar la nueva ley. Chae Chan Ping se volvió su cliente en una acción de habeas corpus ante un tribunal federal. A la larga perdió en la Suprema Corte, en un caso conocido el caso de la exclusión china. La corte sostuvo que el poder plenario del Congreso sobre la admisión de extranjeros superaba al derecho de Chae Chan Ping a regresar, pese al conflicto de la ley con un tratado y a la discriminación inherente en revocar su derecho a volver a su hogar en California.
Casi 130 años después de que Chae Chan Ping intentó regresar a California, iraníes, iraquíes, libios, somalíes, sudaneses y yemeníes han sido impedidos de entrar en Estados Unidos al menos por 90 días; los sirios, de modo indefinido. Varios cientos de miles de residentes legales permanentes musulmanes de este país (muchos con familiares que son ciudadanos del mismo) corren el riesgo de tener prohibida la entrada a Estados Unidos. No importa si viajaron al extranjero para una boda o un funeral, para una conferencia académica o unas vacaciones en la playa, por negocios o para algún proyecto científico o cultural. Más de 17 mil estudiantes de esos siete países están inscritos en escuelas y universidades estadunidenses, y su potencial exclusión ha encendido la ira de los rectores y el profesorado de docenas de esos centros educativos. Y en lo que quizá son los casos más trágicos e inmorales, miles de sirios que habían alcanzado estatus de refugiados en este país ya no serán recibidos.
Emitida en el Día en Memoria del Holocausto, la orden ejecutiva encendió una tormenta de reacciones y protestas. Residentes permanentes legales, refugiados aprobados, turistas y otros fueron detenidos a su llegada y sometidos a interrogatorio sobre sus creencias políticas y religiosas. Docenas de abogados voluntarios y miles de manifestantes confluyeron en los aeropuertos internacionales de las ciudades principales para dar apoyo y representación legal a personas detenidas. En Chicago, la legisladora Jan Schakowsky fue al aeropuerto O’Hare para abogar (con éxito) por la liberación de electores de su distrito y sus familiares. Un tribunal federal en Brooklyn, Nueva York, detuvo temporalmente la orden ejecutiva. La Casa Blanca reculó y anunció que la orden no debería aplicarse en masa a portadores de la green card, pero luego se desdijo. Al momento de escribir este artículo aún no se conocen la autoridad y el impacto finales de la orden.
En los años transcurridos desde Chae Chan Ping, la regla del poder plenario sobre las admisiones y la política de inmigración con sesgo racial han sido erosionadas hasta cierto punto, pero no del todo. En 1907 el Congreso impidió casi toda inmigración desde Asia, y la prohibición no se levantó hasta mediados del siglo XX. Para familias judías procedentes de Europa, como la mía, fundadas por personas que inmigraron antes de la Primera Guerra Mundial, el Congreso adoptó leyes más excluyentes en la década de 1920, basadas en políticas racistas antisemitas y anticatólicas. Mis abuelos no pudieron rescatar a sus hermanos y hermanas, padres o primos mientras los nazis se extendían por Europa en la década de 1930.
Durante la gran depresión, miles de mexicanos fueron deportados como chivos expiatorios por la crisis económica, pero fueron recibidos de nuevo en la década de 1940, cuando su trabajo se necesitaba para el esfuerzo de producción de la Segunda Guerra Mundial. Los japoneses-estadunidenses fueron encarcelados durante esa guerra, y algunos se marcharon disgustados del país.
Después de la guerra, el Congreso permitió la entrada de algunos refugiados judíos y no judíos de Europa, así como de novias asiáticas y europeas, pero se negó a levantar las odiadas cuotas racistas de inmigración global. Se requirió la fuerza del movimiento pro derechos civiles para abolir las cuotas en la legislación de 1965, aunque la equidad del nuevo sistema encubría una nueva forma de discriminación contra la inmigración legal de mexicanos.
En las décadas transcurridas desde entonces, varias generaciones de estadunidenses, desde los baby boomers hasta los millennials, se han organizado para denunciar políticas migratorias injustas. En las décadas de 1970 y 1980 los inmigrantes mexicanos se manifestaron y trabajaron con abogados de derechos civiles para detener algunos de los peores abusos en redadas y segregación racial en las grandes ciudades. En la década de 1980, la negativa del gobierno de Ronald Reagan de dar asilo político a centroamericanos encontró respuesta vigorosa del movimiento de santuarios, organizado por refugiados, comunidades religiosas y abogados, que lograron proteger a cerca de medio millón de refugiados salvadoreños y guatemaltecos mediante la desobediencia civil, la ayuda humanitaria, la representación de casos individuales y litigios de acción de clase. Después del 11-S, cuando musulmanes recibieron citatorios para ser interrogados y arrestados, organizaciones de derechos civiles y ciudadanos ordinarios protestaron contra esas supuestas medidas de seguridad de corte racista y carentes de fundamento. Entre las miles de personas originarias de Medio Oriente sometidas a interrogatorio dentro del programa NSEERS, en la era de George W. Bush, a ninguna se le demostró participación en algún crimen relacionado con terrorismo.
Y son los hijos de los ciudadanos estadunidenses, inmigrantes y refugiados de esas generaciones pasadas quienes se volcaron por miles hacia el O’Hare y otros aeropuertos de todo el país un fin de semana de invierno para proteger a sus hermanos y hermanas musulmanes. Este gobierno lanzó su orden ejecutiva antimusulmana y otras iniciativas políticas contra inmigrantes con base en el racismo, la arrogancia, la extralimitación y tácticas de miedo. La indignación pública y el éxito legal preliminar no eran lo que la Casa Blanca esperaba. Algunas órdenes ejecutivas o nuevas leyes podrían tener éxito en reinstalar políticas de inmigración racistas e injustas, pero la oposición derrotará otras. Inmigrantes, solicitantes de asilo, sus aliados y abogados actúan con profundo entendimiento de la lucha por los derechos civiles y humanos que precede a esta reciente ofensa a la moralidad, la justicia y la decencia. Su lucha apenas ha comenzado.
*Directora ejecutiva y conferenciante del Centro Familiar Pozen por los Derechos Humanos en la Universidad de Chicago y abogada en el bufete Hughes Socol Piers Resnick & Dym.
Texto publicado originalmente en The Chicago Reporter.
Traducción: Jorge Anaya


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