Editorial La Jornada
Al dar a conocer un paquete de
medidas ejecutivas con el que pretende contener el uso de armas de
fuego –un mes después del tiroteo en San Bernardino, California, que
cobró la vida de 14 personas–, el presidente de Estados Unidos, Barack
Obama, llamó a reconocer
la urgenciade acentuar el control de armamento en el país, y dijo que es posible
hallar formas de reducir la violencia armada de manera consistente con la segunda enmienda, el anacrónico precepto constitucional que protege el derecho de los estadunidenses a tener armas de fuego.
Debe recordarse que, a raíz de los hechos de San Bernardino y ante la
negativa del Congreso a aprobar legislaciones que limiten el uso de
armas, la Casa Blanca anunció medidas que incluyen la obligación de que
vendedores de esos artefactos cuenten con una licencia y realicen
revisiones de antecedentes de los compradores; además, los departamentos
de Defensa, Justicia y de Seguridad Interior explorarán la
tecnología de armas inteligentespara mejorar la seguridad del armamento en manos de civiles.
Tales medidas, sin embargo, parecen insuficientes para contener un
mercado que cobra miles de muertes cada año y que tiene como aliados
primordiales los intereses corporativos del complejo armamentista de
Estados Unidos, sectores retrógradas y bárbaros de la sociedad de ese
país, como la Sociedad del Rifle, y también legislaturas locales. Debe
recordarse que, a contrapelo de lo planteado ayer por Obama, el pasado
primero de enero entró en vigor en Texas una ley que permite a los
propietarios con licencia de armas de fuego de mano llevarlas a la vista
en las calles y en diversos lugares públicos.
Una legislación que permita al gobierno lograr un mínimo
control sobre la venta de armas sería un paso en la dirección correcta,
pero eso no impediría –como no lo evita en países donde se encuentran
vigentes leyes de esta clase– que los artefactos mortíferos siguieran
cayendo en manos de asesinos.
El problema parece ser más profundo que la persistencia de una
legislación cavernaria y bárbara y se relaciona, fundamentalmente, con
un Estado que como rasgo histórico ha hecho de la exaltación de la
violencia y de la muerte un método legítimo de acción.
Dos ejemplos claros de ese extravío ético de la superpotencia son,
por un lado, la persistencia de la pena de muerte en varias de sus
legislaciones estatales, así como la proyección de Washington como
potencia imperial, belicista y agresora en el panorama internacional.
No debiera pasarse por alto que los gobiernos son ejemplo para sus
respectivas sociedades y que el estadunidense ha enseñado desde siempre a
su población que todo puede resolverse mediante la destrucción, la
muerte y la violencia armada, por más que las agresiones de Washington
contra otros países no hayan logrado más que complicar los problemas que
buscaban solucionar, como ha ocurrido en Medio Oriente, donde las
devastadoras incursiones en Afganistán, Irak y ahora Siria han creado el
clima propicio para la expansión de agrupaciones fundamentalistas y,
posteriormente, para el surgimiento del Estado Islámico.
Por desgracia, en tanto en Estados Unidos no tenga lugar una
transformación profunda del poder público y de la ética política y
social, las matanzas que cíclicamente enlutan a esa sociedad seguirán reproduciéndose en forma inevitable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario