Raúl Zibechi
Periódico La Jornada
En los años 60 y 70 quien se incorporaba a la militancia escuchaba a menudo una frase: “Ser como el Che”.
Con ella se sintetizaba una ética, una conducta, un modo de asumir la
acción colectiva inspirada en el personaje que –con la entrega de su
vida– se había convertido en brújula de una generación.
“Ser como el Che” era un lema que no pretendía que los
militantes siguieran punto por punto el ejemplo de quien se había
convertido en referencia ineludible. Era otra cosa. No un modelo a
seguir, sino inspiración ética que implicaba una serie de renuncias,
esas sí, a imagen y semejanza de la vida del Che.
Renunciar a las comodidades, a los beneficios materiales, incluso al
poder conquistado en la revolución, estar dispuesto a arriesgar la vida,
son valores centrales en esa herencia que hemos dado en llamar
guevarismo. Esos fueron durante buen tiempo los ejes en torno a los que se organizó buena parte de la militancia de izquierda, por lo menos en América Latina.
Esa izquierda fue derrotada en un breve periodo que podemos situar
entre los golpes de Estado de la década de 1970 y la caída del
socialismo real, una década después. No se sale indemne de las grandes
derrotas. Así como la caída de la comuna de París fue un parteaguas,
según Georges Haupt, que llevó a las izquierdas de la época a introducir
nuevos temas en sus agendas (la cuestión del partido pasó a ocupar un
lugar central), las derrotas de los movimientos revolucionarios
latinoamericanos parecen haber producido una hendidura en las izquierdas
de comienzos del siglo XXI.
Aún es muy pronto para realizar una evaluación completa de ese
viraje, ya que estamos encima del mismo, sin la suficiente distancia
crítica y, sobre todo, autocrítica. Sin embargo, podemos adelantar
algunas hipótesis que enhebren aquellas derrotas con la coyuntura actual
que vivimos.
La primera es que no se trata de volver la historia atrás para
repetir los viejos errores, que los hubo, y muchos. El vanguardismo fue
el más evidente, acompañado de un serio voluntarismo que impidió
comprender que la realidad que pretendimos transformar era bien
diferente a lo que pensábamos, lo que llevó a subestimar el poder de las
clases dominantes y, sobre todo, a creer que se vivía una situación
revolucionaria.
Pero el vanguardismo no cede fácilmente. Está sólidamente arraigado
en la cultura de las izquierdas y aunque fue derrotado en su versión
guerrillera, parece haber mutado y sigue vivo tanto en los llamados
movimientos sociales como en los partidos que pretenden saber qué es lo
que quiere la población sin necesidad de escucharla. Gran parte de los
gobiernos y los dirigentes progresistas son buen ejemplo de la
pervivencia de un vanguardismo sin vanguardia proclamada.
La segunda tiene relación con el método, la lucha armada. Que la
generación de los 60 y 70 hayamos cometido gruesos errores en el uso y
abuso de la violencia no quiere decir que tengamos que tirarlo todo por
la borda. Recordemos que por lo menos en Uruguay se pensaba que
la acción genera conciencia, otorgando un poder casi mágico a la capacidad de la vanguardia armada para generar acción en las masas con su sola actividad, como si la gente pudiera actuar por reflejos mecánicos sin necesidad de organizarse y formarse.
Las organizaciones armadas cometieron, además, atrocidades
indefendibles, utilizando la violencia no sólo contra los enemigos, sino
a menudo contra el propio pueblo y también contra aquellos compañeros
que presentaban diferencias políticas con su organización. Los
asesinatos de Roque Dalton y la comandante Ana María, en El Salvador,
son dos de los hechos más graves dentro del campo rebelde.
Sin embargo, eso no quiere decir que no haya que defenderse. No
debemos pasar al extremo opuesto de confiar en las fuerzas armadas del
sistema (como señala el vicepresidente de Bolivia), o despojar de su
carácter de clase a las fuerzas represivas. Los ejemplos del EZLN, del
pueblo mapuche de Chile, de la Guardia Indígena nasa en Colombia y de
los indígenas amazónicos de Bagua en el Perú muestran que es necesario y
posible organizar la defensa comunitaria colectiva.
La tercera cuestión es la más política y es la ética. En el legado del Che y
en la práctica de aquella generación, el poder ocupaba un lugar
central, algo que no podemos ni debemos negar. Pero la conquista del
poder era para beneficio del pueblo, nunca jamás para beneficio propio,
ni siquiera del grupo o partido que tomaba el poder estatal.
Sobre este tema hay una discusión abierta, en vista del balance
negativo del ejercicio del poder por los partidos soviético y chino,
entre otros. Pero más allá de los errores y horrores cometidos por los
poderes revolucionarios en el siglo XX, incluso más allá de si es
conveniente o no tomar el poder del Estado para cambiar el mundo, es
necesario recordar que el poder era considerado un medio para
transformar la sociedad, nunca un fin en sí mismo.
Sobre este asunto hay mucha tela donde cortar, en vista de la brutal
corrupción enquistada en algunos gobiernos y partidos progresistas (en
particular en Brasil y Venezuela), cuestiones que ya pocos se atreven a
negar.
La izquierda que necesitamos para el siglo XXI no puede sino tener
presente la historia de las luchas revolucionarias del pasado. Es
necesario incorporar aquel lema “ser como el Che”, pero sin caer en vanguardismos. Una buena actualización de ese espíritu puede ser
para todos todo, nada para nosotros. Lo mismo puede decirse del
mandar obedeciendo, que parece un importante antídoto contra el vanguardismo.
Hay algo fundamental que no sería bueno dejar escapar. El tipo de
militantes que necesita la izquierda del siglo XXI debe estar modelado
por la
voluntad de sacrificio(Benjamin). Es evidente que la frase suena fatal en periodos como el actual, pero nada podemos conseguir sin deshacernos de esa tremenda fantasía de que es posible cambiar el mundo votando cada cinco años y consumiendo el resto del tiempo.
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