Sergio Ramírez
El canal por Nicaragua
puede parecer un imposible por su magnitud descomedida, por los recursos
que no se pueden sacar de la nada para construirlo, y porque Wang Ying,
el empresario a quien se entregó la triste concesión leonina, se
desvanece cada vez más como un fantasma junto con su fortuna que se
tragó la reciente crisis financiera en China, donde ya desde antes era
un millonario de tercera.
Pero para los campesinos cuyas tierras se hallan en los territorios
por donde pasaría el canal, la amenaza que se cierne sobre ellos no
tiene nada de cuento chino. Desde que se anunció la supuesta ruta
interoceánica dejaron oír su no rotundo en asambleas y marchas, y
anunciaron que no abandonarían sus propiedades a ningún precio. Para
ellos no se trata de negociar. Lo que exigen es que el canal no se
construya.
Y en un país donde la democracia es cada vez más precaria, y la
oposición al gobierno de Ortega ha sido debilitada y dividida, de modo
que las elecciones del año entrante no traerán sorpresas, estos hombres y
mujeres salidos de la entraña de la Nicaragua profunda han enseñado un
vigor inusitado que ningún movimiento político ha podido mostrar. Se han
organizado en una red nacional, y hace poco decidieron llegar hasta
Managua desde las lejanas comarcas donde viven para demandar ante la
Asamblea Nacional la derogación de la ley que otorga a Wang Ying la
concesión canalera.
Y entonces el gobierno de Ortega decidió impedirles poner pie en la capital a cualquier costo.
Todos los instrumentos del poder político del régimen fueron
concentrados en una gigantesca y costosa operación que empezó desde que
los campesinos subieron a los vehículos que los llevarían a Managua, y
en ella participaron la Policía Nacional para cerrarles el paso, el
Ministerio de Transporte para exigir permisos arbitrarios; las
autoridades municipales por donde las caravanas debían pasar para
obstaculizarlas, las fuerzas de choque del partido de gobierno para
amedrentarlos en los cruces de carreteras.
Les confiscaron autobuses, les poncharon las llantas regando miguelitos
en las carreteras, los sometieron a pedreas, capturaron a sus líderes,
los obligaron a marchar largos trayectos a pie; pero al final, tras días
de lucha por avanzar palmo a palmo, venciendo las barreras policiacas,
más nutridas a medida que se acercaban a Managua, las caravanas de
camiones de carga donde viajaban lograron entrar a la capital, sólo para
encontrarse, cuando pusieron pie en tierra, con los cordones de
policías antimotines que les cerraban el paso en las calles, con más
grupos de choque armados de garrotes y cadenas, y con una
contramanifestación que el gobierno había montado con empleados
públicos, miembros de la Juventud Sandinista uniformados con camisetas y
estudiantes acarreados de las universidades estatales y los colegios de
secundaria. Había asueto decretado para todos.
En medio del cerco formado por los policías antimotines y las fuerzas
de choque, los manifestantes lograron apartar las barreras metálicas
colocadas a media calle, y pudieron recorrer varias cuadras desviándose
de la ruta inicial, con lo que se dieron por satisfechos. Nunca buscaron
ni el enfrentamiento ni la violencia, y resistieron las provocaciones. Y
aunque no lograron alcanzar las puertas de la Asamblea Nacional,
demostraron que habían podido llegar a la capital, pese a todo;
volvieron a subir a los camiones, y antes del anochecer iban de regreso
hacia las tierras que no están dispuestos a entregar.
He visto una y otra vez los videos tomados ese día. Los
campesinos, arracimados en los camiones de carga, entran a Managua
ondeando sus banderas nacionales azul y blanco. Abajo, los
contramanifestantes ondean banderas del partido oficial, las banderas
rojinegras que un día fueron de la revolución, y sus consignas a voz en
cuello son contra
los malos hijos de Nicaragua. Dan vivas al canal, vivas al presidente Ortega y a su esposa.
¡No pasarán!, grita uno, cuando los campesinos están cruzando frente a sus narices. Y otro, exaltado, grita:
¡Me vale verga lo que digan los indios! ¡El canal va!
Y aquí, en la palabra,
indios, es donde quiero detenerme. Es la que mejor ha expresado nunca el desprecio contra los rotos y descalzos; la soberbia contra el inculto, el ignorante, el de abajo: el
indio pata rajada;
indiosson estos campesinos humildes de tierra adentro que calzan botas de hule, en quienes este joven activista que grita desde la calle en nombre del sandinismo oficial no se reconoce, y más bien los repudia.
Una
indiacomo la campesina Francisca Ramírez, dirigente de la lucha contra el canal, que dice:
Miles pensamos que preferimos morir antes de entregar o vender nuestras tierras, y aunque nos digan que nos van a llevar a una ciudad y que vamos a tener todo, nosotros sentimos como que nos están quitando la vida y más bien nos están mandando a la muerte.
Hace ya 35 años, en los albores de la revolución, miles de jóvenes se
fueron a convivir por meses a las áreas rurales remotas con los
indiosy enseñarles a leer y a escribir. Fue la Cruzada Nacional de Alfabetización, cuando la juventud que gozaba del privilegio de educarse reconoció que había dos Nicaraguas, y era necesario traspasar la frontera para trasladarse a la otra donde vivían los pobres y analfabetos, y darles clases a la luz de los candiles porque no tenían luz eléctrica, ni tampoco agua potable ni letrinas.
Quizás los campesinos que por fin lograron llegar a Managua son hijos
de aquella cruzada y aprendieron a leer y a escribir entonces, y a
defender sus derechos, lo que ahora se les niega, aún el derecho de
movilizarse y de protestar, ya no digamos el de vivir en sus tierras. Y
pareciera que son ellos quienes deberían alfabetizar ahora a estos otros
jóvenes que los repudian con sarcasmo llamándolos
indiosmientras agitan las banderas que un día fueron las banderas de la revolución.
Buenos Aires, noviembre 2015.
Facebook: escritorsergioramirez
Twitter: sergioramirezm
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